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La incoherencia del liberalismo. A propósito de una cita de Mariátegui

El abogado laboralista Javier Neves recuerda, a propósito de algunos sectores liberales que se oponen a la unión civil de parejas homosexuales en el Perú, una cita de José Carlos Mariátegui que considero erróneamente aplicada. La cita es la siguiente:

A propósito de la actitud retrógrada de ciertos sujetos que son liberales en lo económico y ultraconservadores en lo social contra el proyecto de la unión civil entre personas del mismo sexo, recupero el siguiente texto de José Carlos Mariátegui: «La burguesía abrazó… la doctrina liberal. Armada de esta doctrina, abatió la feudalidad. Pero la idea liberal es esencialmente una idea crítica, una idea revolucionaria. El liberalismo puro tiene siempre una nueva libertad que conquistar y alguna nueva revolución que proponer. Por esto, la burguesía, después de haberlo utilizado contra la feudalidad, empezó a considerarlo excesivo, peligroso e incómodo. Mas el liberalismo no puede ser impunemente abandonado. Renegando de la idea liberal, la sociedad capitalista reniega de sus propios orígenes…» («La escena contemporánea»). ¡Un poco de coherencia, señores!

Creo que Neves no ha entendido el espíritu del texto de Mariátegui ni su contexto que no puede sin más ser aplicado al Perú.

En primer lugar, cuando Mariátegui observa que el capitalismo ha abandonado la causa libertaria que le dio origen (piénsese tanto en la Carta Magna como en la Revolución francesa), no está pretendiendo -como Neves- que vuelvan a tomarla, que sean coherentes con toda libertad ad infinitum. Al contrario, lo que se sigue de ello es que la idea liberal ha pasado a manos de los revolucionarios socialistas, que deben ser liberales (i.e., revolucionarios) en contra de la opresión capitalista. En última instancia, el sistema capitalista era contrario a la idea liberal y debía ser superado. A eso se refiere Mariátegui cuando dice: «Pero la idea liberal es esencialmente una idea crítica, una idea revolucionaria». En otras palabras, no se podía pretender que el capitalismo fuese absoluta y permanentemente coherente con ese «liberalismo puro» porque éste es más revolucionario que el capitalismo. La libertad, pues, ya no se halla a gusto en ese molde que alguna vez le dio buen cobijo. Este es, por lo menos, el espíritu del texto de Mariátegui. Se puede creer que para hacer la revolución no es necesario cambiar de sistema económico-político, pero hay que tener en cuenta que tanto Mariátegui como Marx consideraban eso como un mero reformismo mediocre, igualmente ajeno a la libertad y la realización de los trabajadores.

En segundo lugar, hay que tener en cuenta que en ese texto Mariátegui se refiere a la burguesía europea, repitiendo casi exactamente el diagnóstico de Marx, que elogiaba de la misma el haber instaurado la libertad frente al sistema feudal, que era mucho peor. Pero aplicar este diagnóstico general a la historia peruana es problemático por la sencilla razón de que el Perú ha sido siempre (y es) un foco de conservadurismo en el continente. En consecuencia, nuestra burguesía ha sido sumamente conservadora, no sólo en lo moral y lo político, sino incluso en lo económico, al punto de no haberse separado del feudalismo hacendado hasta que la Reforma agraria los obligó a ello. La cita, pues, no puede ser aplicada a la realidad histórica peruana sin observar diferencias que precisamente le quitan peso al reclamo de coherencia y hacen más comprensible su conservadurismo actual. Eso no significa, desde luego, que éste sea aceptable o que no puedan cambiarlo en asuntos como el de la unión civil que no afectan en el fondo su sistema. Pero los hábitos, como se sabe, no se cambian tan fácilmente, menos aún si la fe religiosa da réditos electorales.

Por último, confrontar a un (neo)liberal con un texto de Mariátegui no es una muy buena estrategia erística que digamos, a menos que sea, en todo caso, un texto de Aldo Mariátegui. Desde antiguo se sabe que, para enfrentar a un adversario, hay que usar sus propios referentes de autoridad.

En cierto sector que antes se denominaba de izquierda y que ahora, un poco más ubicados, se consideran liberales progresistas, está poniéndose de moda esto de demandar coherencia liberal; es decir, coherencia entre libertad económica y política, lo cual propiamente es la sujeción de la primera a la segunda. Eso está bien, pero tiene sus límites, sobre todo cuando se usa como un cliché sin mirar con cuidado por qué los «liberales en lo económico» pueden y quieren seguir siendo «ultraconservadores en lo social». Si no se atiende a ello, el cinismo bien puede ser respuesta suficiente. Porque, al final de cuentas, el liberal en lo económico sólo se exigiría coherencia dentro de lo económico. En el asunto en cuestión, por ejemplo, no aceptarían salir de los términos del contrato, como lo ha sostenido Lourdes Flores al sugerir una mayor flexibilidad en el derecho de sucesiones a fin de que los contratos entre parejas homosexuales tengan un mayor peso legal. Con eso deja inmaculado su conservadurismo moral, que es fundamentalmente religioso. No todo liberal tiene, pues, por el hecho de serlo, que someter su liberalismo económico a principios políticos libertarios. Norberto Bobbio ya ha mostrado cómo el liberalismo económico y el político no tienen el mismo origen ni la misma finalidad. Por fortuna hay quienes sí los juntan, mostrando una integridad personal que los enaltece pues, dadas las circunstancias, son más liberales (en el sentido propio de la idea) que capitalistas; pero, si no es el caso, una respuesta más eficaz sería mostrar (como se hace por ejemplo con el tema de la inmigración en los Estados Unidos) la conveniencia económica del reconocimiento político. Los argumentos deben ser varios y tan dúctiles como la situación lo requiera. Y tampoco tienen que ser descartadas la negociación y la lucha. Todo eso forjó el pragmatismo liberal que estos liberales progresistas parecen, las más de las veces, subestimar.

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“La lengua compañera del Imperio” (una respuesta a las ideas lingüísticas de A. Bullard) por Pablo Carreño

Hace unos días se difundió en las redes un vídeo con declaraciones del abogado Alfredo Bullard sobre la eficacia de la educación. Se trataba de una presentación un tanto simplista de argumentos del filósofo R. Nozick que, a mi juicio, tuvieron una reacción exagerada e incluso tendenciosa por parte de sus detractores. Quienes hemos leído textos de Bullard sobre análisis económico del derecho, sabemos bien de sus frecuentes reduccionismos, pero esos reduccionismos e «ingenuidades» deben ser respondidas reflexivamente, con argumentos sólidos y no con la fácil y autocomplaciente indignación de un estado de Facebook. Ese es el caso de la excelente nota escrita por el lingüista Pablo Carreño en respuesta a una mala argumentación que hace el abogado sobre la planificación lingüística. El asunto es sencillo: para Bullard toda planificación es mala porque es ineficaz, tal como la planificación lingüística está condenada al fracaso. En el fondo, como anota Carreño, está la torpe confusión entre el habla, que se resiste siempre a la norma, y la constitución de un idioma que no es tan espontánea como él supone. Digamos que así como la educación no necesariamente garantiza el éxito profesional, que es lo que sostenía Bullard, asimismo haber pasado por el curso de Teoría general del lenguaje en los Estudios Generales de la PUCP no le garantiza a un abogado que sepa algo de lingüística.

7-maio

 

“La lengua compañera del Imperio” (una respuesta a las ideas lingüísticas de A. Bullard)

Por Pablo H. Carreño

Lingüista

En un reciente artículo (1), el abogado Alfredo Bullard plantea que el esperanto (lengua inventada a finales del siglo XVIII por el lingüista ruso L. L. Zamenhof) es un ejemplo del fracaso de la planificación en materia de lenguaje. Bullard recuerda que el sueño de Zamenhof de una lengua universal no llegó a concretarse y hoy se cuentan apenas unos miles de hablantes de esperanto. Aboga desde ese punto de partida por un supuesto “orden espontáneo, no susceptible de planificación” en los órdenes sociales. Los puntos de partida de Bullard son ciertos, sin duda, pero no pudo escoger, en mi opinión, un peor ejemplo para defender la ineficacia de la planificación que el del lenguaje.

He escogido como título de este artículo las primeras palabras que me vinieron a la mente al leer el artículo de Bullard; pertenecen —como más de un lector habrá recordado— a la Introducción de Elio Antonio de Nebrija a su Gramática de la lengua castellana de 1492, la primera gramática jamás escrita de nuestra hoy tan ponderada lengua: «Cuando bien comigo pienso mui esclarecida Reina: y pongo delante los ojos el antigüedad de todas las cosas: que para nuestra recordación e memoria quedaron escriptas: una cosa hallo y saco por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio: y de tal manera lo siguió: que junta mente començaron. crecieron. y florecieron. y después junta fue la caída de entrambos. (subrayado mío)».

Y decía bien Nebrija, pues es bastante evidente, para quien se haya molestado en averiguar algo de la historia de los idiomas importantes del mundo, que su éxito actual no tiene solo que ver con la “espontaneidad”, sino también con una ardua “planificación” por parte de autoridades e intelectuales de toda época y pelaje. Si hablamos de la lengua castellana, por ejemplo, es la hechura de grandes planificadores, como Alfonso X, el Sabio, rey de Castilla (1252-1284) que reunió en su corte a un equipo de lingüistas para prácticamente “fundar” la lengua castellana. Gracias a estos planificadores la cancillería de Castilla dejó de usar el latín como lengua oficial y se empezó a usar, por primera vez, el castellano. Esta labor la continuarían otros como el mismo Nebrija, y se verían favorecidos por éxitos nacionales como la Reconquista de España y el descubrimiento de América (ambos también en 1492), que significaron el éxito de la lengua castellana en España (ahora llamada “lengua española”) y en América, donde ha florecido hasta nuestros días.

El Sr. Bullard confunde el uso diario e individual de la lengua, el “habla”, sin duda espontáneo y libre; con la constitución de un idioma, un hecho de naturaleza más bien política y social, y, no pocas veces, hasta militar. Una broma muy recurrida entre los lingüistas reza que “un idioma es un dialecto con ejército y armada”. Los estados necesitan auspiciar un idioma “oficial”, así sea de forma extraoficial. Me atrevo a afirmar que toda lengua que ha llegado a ser hablada por un número significativo de hablantes (llámense inglés, francés, alemán, chino o japonés) ha derivado su grandeza de algún tipo de estado; sí, ESTADO (2).

La historia nos demuestra en numerosos ejemplos que planificación y espontaneidad conviven perfectamente, y eso no es en absoluto sorprendente. La espontaneidad corresponde al ámbito de lo inmediato, y la planificación al de lo mediato. Somos espontáneos cuando nos comunicamos aquí y ahora, con los amigos, con la familia, con el novio o la novia, contigo lector que me lees. Pero hay ámbitos en que somos menos espontáneos, como en la educación, planificando que esa inmersión en el saber de una comunidad mayor, aunque trabajoso, nos hará ganar en alcance en cuanto a nuestras relaciones sociales. La educación, como la creación de un idioma, son tareas que los individuos y los estados han favorecido desde siempre para mejorar sus capacidades y sus ganancias, y lo siguen haciendo porque funcionan.

Zamenhof acertó en la necesidad de planificar, pero falló en buscar en un estado que quisiera auspiciar su planificación, como nota Bullard jocosamente. Le pasó lo que le pasa a la mayoría de las lenguas indígenas que todavía se hablan en el mundo. El quechua es un ejemplo cercano a nosotros. Aunque hoy hay más quechua-hablantes que nunca antes en la historia (unos 4 millones, versus el millón de habitantes que había en el Tawantinsuyo), su existencia está amenazada y sus números disminuyen cada año. La estructura de nuestra sociedad y Estado no permiten que un quechua-hablante hable su lengua “espontáneamente” como seguramente quisiera, ya que todos los servicios, trabajos y educación están en castellano. Con gran esfuerzo y “planificación”, los quechua-hablantes deben pasar al castellano, la lengua auspiciada por el Estado, y ya no les enseñan su lengua a sus hijos.

En fin, decía que el ámbito del lenguaje no es un buen ejemplo para predicar la ineficacia de la planificación. Las lenguas que hoy triunfan en términos de su número de hablantes y uso hoy en el mundo han recibido millones de horas/hombre de “planificación”, por así decirlo. Por otro lado, las lenguas que han sido libradas al arbitrio de la “espontaneidad”, como la mayoría de lenguas indígenas, están desapareciendo. Si hemos de resumir la lección, diríamos que, términos de idioma, o planificas o mueres.

Notas

(1) “La leĝoj de Maldikadamaĝasal la konsumanto [sic]”, El Comercio 25/05/2013, A25. Intuyo que quiso decir “La leĝoj de Maldika damaĝas al la konsumanto”, ‘Las leyes de Delgado dañan al consumidor’.

(2) Otro buen ejemplo lo da el latín, que nació y creció junto con Roma y su Imperio, y desapareció junto con él, para convertirse durante la Edad Media en las lenguas romances.

El reduccionismo económico en la cuestión de las mineras

Así como el viejo capitalismo inglés tenía a sus escuadras navales para «proteger sus intereses», lo que implicaba ejercer la debida presión a través del miedo para concretar sus negocios, así también el gran capital de hoy, nacional y extranjero, tiene al Estado peruano. La avanzada de este capitalismo en el plano político ha consistido en volverse más sutil para no tener que obligar, con una exhibición armada en el Callao, a un Estado que, por su parte, se ha vuelto tanto menos coercitivo en relación con las masas como también más fácil de corromper por una partidocracia y una burocracia cada vez menos comprometidas con principios políticos. La cuestión era básicamente esta: ¿para qué amenazar a un Estado que se puede privatizar? Esto fue luego reforzado en el plano ideológico, incorporando en el sentido de la población, fundamentalmente urbana, la idea de que era mejor que en todos los campos dominara la mentalidad técnica*, bajo la promesa de la eficiencia como salvación ante todos los males, trayendo como contrabando que el sentido de lo público debiera prácticamente desaparecer bajo la égida de lo privado y su mito de la autorregulación. Bien pronto se hizo evidente la posibilidad de la tiranía allí y hubo que recurrir a distintas formas de regulación externa.** En ese sentido, las regulaciones jurídicas han seguido un largo trecho, de manera a veces quizá muy lenta, pero con paso seguro, aunque dentro de las limitaciones de su ámbito de acción. Empero, esto no se fue logrando sin la resistencia del capitalista y su escuela economicista del derecho, sobre todo cuando el derecho abrió la posibilidad de revisar y anular cláusulas de contratación abusivas u ominosas.

Ahora bien, es en lo propiamente político que el Estado viene quedándose atrás, no por inercia, sino por la acción directa de los beneficiados; a saber, aquellos que crean redes de financiamiento (como la de los congresistas cuyas campañas fueron auspiciadas por mineras) y que, consecuentemente, lo invocan para que defienda sus intereses. Claro que esto no sucede de manera explícita, sino en nombre de alguna abstracción biensonante que los oculte: el libre mercado, la libre competencia, etc. En verdad, nunca el concepto de libertad suena tanto a moneda barata como cuando se le usa para oprimir: si no quieres contratar conmigo, aunque mis condiciones te sean desfavorables, te amenazo con irme y con que te vas a quedar pobre. Como eso no funciona, no porque quieras quedarte pobre sino porque estás consciente (y no hay modo de que dejes de estarlo) de esas condiciones perniciosas, te acuso de «egoísta» (que es la acusación predilecta de la Confiep). Pero como no cedes y en verdad yo, en mi egoísmo, no tengo la más mínima intención de irme, le ordeno al Estado que saque a sus policías y militares para someterte y convencerte de «dialogar», lo que en verdad no es diálogo alguno sino que aceptes mis condiciones.

En ese contexto, que no es el caso de los pequeños empresarios, no es sorprendente que las autoridades locales y regionales concentren la resistencia en contra de un Gobierno central que no es capaz de anteponer los intereses públicos a los privados. Si el Presidente se queja de que esos líderes están movidos por intereses electorales, algo que además es difícil de probar porque incursiona en el ámbito personalísimo de las intenciones, alguien debiera decirle que el mejor modo de desinflar intereses de ese tipo es mostrando que el Estado no está al servicio de intereses privados; esto es, resistirse a que la política toda caiga dentro del reduccionismo economicista. Es importante resaltar que también en ese sentido los políticos son responsables -sin que lo asuman- de aumentar el desprestigio de la minería y de la política representativa, así como la violencia. ¿De qué puede sensatamente servir una comisión multisectorial enviada por el Gobierno si todos esos sectores reducen el asunto político a un análisis de costo-beneficio? Hay que tener una ceguera y una sordera absolutas para no reparar que, de todos los reclamos de las poblaciones de Cajamarca, Cusco, Ayacucho, Piura, Iquitos…, la mayoría no tiene nada que ver con si la minería crea suficiente empleo o no, o si mejora los servicios de los poblados o no. Hay también principios políticos, tradiciones ecológicas, principios morales, creencias sobre lo que implican la amistad, la confianza, la hospitalidad, etc. Y sin embargo incluso las acusaciones que se les lanza son meramente técnico-económicas: que son gente calculadora, que estarían siendo pagados… No se trata de santificar a nadie, pero mientras se siga pensando al desarrollo desde un punto de vista exclusivamente económico, y por más que se le califique como sostenible, no habrá relaciones sostenibles entre empresa, Estado y sociedad civil en el Perú.

Por otro lado, en cuanto a los empresarios mineros, si tomasen en serio sus propias palabras respecto a una minería responsable y un desarrollo sostenible, mal harían en pretender que la política se conduzca únicamente desde criterios económicos (así sean también microeconómicos o redistributivos). Esto no significa que deban ellos abandonar el predominio que le conceden a su racionalidad instrumental (alguien tiene que hacerlo), pero sí que no absoluticen y pretendan que todos la tengan y se atengan a ella. Es necesario que lo político no se reduzca a ello, pues sólo así pueden comprenderse posiciones de muy diversa índole que exceden ese reduccionismo ideológico.

Que nuestros grandes empresarios nunca hayan tomado una clara distancia con el fujimontesinismo y apostaran por volver a «contratar» con esa gente en las últimas elecciones, no se debe sólo a una cuestión de intereses y miedo por el otro candidato, sino que, en el fondo, ambos comparten la misma lógica: todo es negociable; todos tienen un precio. Por ello, si alguien se resiste, hay que comprar su conciencia. Si se sigue resistiendo, se le amenaza (de eso puede dar fe Marco Arana, como lo probó una unidad de investigación de La República). Si eso tampoco funciona y no se logra ensuciar su imagen pública (algo bastante recurrente), hay que hacerlo desaparecer (o al menos encerrarlo). La única diferencia es que en el gobierno de Fujimori era el mismo Estado quien tenía la sartén por el mango, gracias al control corrupto de Montesinos al que estos empresarios se habían sometido, mientras que ahora son estos últimos los que mantienen controlado al Estado con la anuencia de los gobiernos de turno y de no pocos periodistas.

Así como las comunidades tienen sus frentes de lucha, el Gobierno se dispone bien como el frente de lucha de los empresarios mineros. Por eso también hay comunidades que no tienen una comisaría, mientras que al costado, en el campamento minero, tienen una comisaría propia. ¡Por supuesto que la minera es tan generosa que está dispuesta a prestar a sus policías! Este es quizá el más aberrante ejemplo de cuánto ha logrado esa mentalidad económica someter en la realidad lo público a lo privado en manos de unos pocos: haciendo de ese Estado reducido su baja policía. Si hay que eliminar una laguna, ¿qué puede importar que se le considere divina? Ese es un pensamiento primitivo, como lo calificaban Alan García y su decimonónico antropólogo, Juan Ossio. Hay que decirlo nuevamente: mientras se siga pensando al desarrollo desde un punto de vista exclusivamente económico, y por más que se le califique como sostenible, no habrá relaciones sostenibles entre empresa, Estado y sociedad civil en el Perú.

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* Ya el mito de Prometeo en el Protágoras de Platón hablaba de cómo la técnica prometeica, con toda su astucia, no alcanzaba para obtener el saber político.

** No es casual que Fujimori prometiese tecnología. En su mismo gobierno, en el que promovió privatizaciones indiscriminadas, tuvo que echarse atrás un poco y conceder al menos entes reguladores para los servicios públicos privatizados.

Carranza sobre aumentar sueldos y la acusación del Congreso en su contra

El ex-ministro de Economía del gobierno aprista, Luis Carranza, se ha expresado en contra del aumento de la remuneración mínima vital que ha oficializado el gobierno de Humala:

Nuestra historia y la historia reciente nos muestra cómo aumentos salariales que no están sustentados en la productividad llevan inexorablemente al fracaso.

Sobre esta declaración hay unas cuantas consideraciones que cabe hacer. En primer lugar, que no es ajeno este asunto a la acusación constitucional que el Congreso de la República ha planteado contra el ex-ministro. En dicha acusación se estima que Carranza no ofreció una justificación aceptable para no cumplir con la Ley 19264 que disponía reestructurar la deuda agraria a favor de los agricultores. En efecto, el ex-ministro no acató un mandato del Poder Legislativo y debía ser acusado, pero se equivoca el presidente del Congreso al afirmar que Carranza no aplicó la Ley por capricho. Se equivoca porque apela al subjetivismo, que es una explicación causal muy fácil, habiendo en realidad una razón ideológica que es perfectamente posible describir. Cuando Carranza se justificó diciendo que no había presupuesto, daba una razón económica para un asunto que no podía reducirse a la esfera económica. En todo caso, le correspondía al Ejecutivo observar la Ley, pero no el incumplimiento sin más por parte de un funcionario que cree que las razones políticas están sometidas a las económicas. Ese, sin embargo, es el núcleo ideológico de Carranza. Por lo demás, como ha señalado el presidente del Congreso, la Ley preveía la situación considerando que era posible utilizar bonos del Estado, de modo que incluso en el terreno económico incurría el ex-ministro en un reduccionismo simplista.

Lo mismo sucede con las declaraciones de Carranza sobre el anuncio presidencial de aumentar el salario básico. Afirma que dicho aumento no es responsable porque no se basa en un aumento de la productividad. Eso, tomado como idea abstracta, es algo incuestionable (a eso se aferran los defensores de Carranza), pero la realidad es más compleja y finalmente distinta. Para empezar, porque desatiende que el crecimiento de la productividad, si no se condice con un mejor salario, también lleva al fracaso. No presta atención a esto último porque, aun habiendo sido ministro de Estado, reduce lo político a lo económico y todo lo económico a lo macroeconómico. No es que ello esté mal por sí mismo; al contrario, es incluso necesario que así sea, pues se trata de un técnico formado para cumplir sus funciones desde una perspectiva reducida, pero sus declaraciones deben ser tomadas así, no como un discurso mesiánico sino como declaraciones limitadas y ciertamente no desinteresadas o neutras. Por lo mismo sus acciones en el Estado debían ser controladas desde una perspectiva más amplia, que es la del político (sobre todo en una democracia) y no la del mismo técnico. Lo que sucede es que el economista está habituado a la abstracción matemática, elabora sus leyes con igual procedimiento y, cuando vuelve a la realidad para aplicarlas, es la misma abstracción la que manda y restringe su mirada, incluso como si se tratase de una aplicación mecánica. En el caso de Carranza eso es tan evidente que ni siquiera tiene en cuenta otros aspectos también económicos, como que el monto del salario aumentado difícilmente alcanza para cubrir el consumo básico familiar, con lo cual la productividad se vuelve una mala excusa, y, sobre todo, que los aumentos salariales han estado estancados a pesar del crecimiento en la productividad nacional de los últimos diez a quince años. Véanse los siguientes gráficos:

Salario mínimo real. Fuente: CEPAL – Comisión Económica para América Latina y el Caribe, 2011.

Tras lo dicho, ¿cómo evitar entonces que las cuestiones políticas se restrinjan a lo económico? Michael Walzer sostiene que el liberalismo debe corregirse desde su propia tradición, en la que se demandó la distinción de esferas con el objetivo de que una no invada los fueros de la otra; por ejemplo, la religión en la política, así como ahora lo hace la economía. Por ello se refiere al liberalismo como un «arte de la separación» que vale la pena rescatar. Creo, sin embargo, que Walzer comete dos grandes errores: (1) Su diagnóstico de la situación actual parte de un enfoque parcialmente incorrecto. (2) La solución que propone basándose en la tradición liberal omite un componente que es, a mi juicio, el indispensable. Me explico brevemente, con cargo a desarrollarlo con detenimiento en otra ocasión.

(1) Walzer cree que lo que se necesita es, por decirlo así, una radicalización del «arte de la separación» del liberalismo porque considera que las transgresiones actuales entre unas y otras esferas son un rezago de los viejos autoritarismos y sus pretensiones totalitarias. Razón no le falta respecto a algunas instituciones y actitudes de cuño premoderno que subsisten en nuestros días; sin embargo, eso no explica suficientemente la actual confusión de esferas ni garantiza una solución que no sea igualmente unilateral. Frente a ello, es posible otra mirada: las confusiones actuales son en gran medida, incluso en casos de instituciones pre-liberales subsistentes, no la falta de liberalismo, sino un efecto coherente del mismo. Era razonable que, en aras del libre intercambio, los límites en todos los ámbitos se fueran haciendo cada vez menos sólidos, como viene pasando. Es un error, por lo tanto, considerar la influencia de una esfera en otra (de las creencias religiosas en la política, por ejemplo) como una persistencia del Ancien Régime. De hecho, así como Tocqueville vio que el componente religioso era nuclear en la democracia norteamericana, hoy en día Habermas cree que las opiniones religiosas pueden tener un lugar legítimo en las deliberaciones públicas. Por eso no debe tampoco sorprendernos que la misma tradición liberal encuentre que algunas de sus sólidas distinciones no están ya justificadas, como el laicismo en entidades públicas, que colisiona con la libertad religiosa que está constitucionalmente protegida. El constitucionalismo contemporáneo, en efecto, supone un cruce a través de todas las esferas de la vida jurídica, incluso de aquellas que se comprendían dentro de la intocable esfera privada. Por otro lado, desde la epistemología actual, cada vez tenemos más razones para relativizar las divisiones que fueron un recurso necesario de la modernidad para evitar excesos, pero que hoy es necesario evaluar a la luz de las continuidades de la conciencia. Habría que reconocer, pues, que es el propio proceso liberal el que nos ha conducido más cerca de las burbujas y la espuma de las que habla Sloterdijk que de las sólidas esferas en las que Walzer aún deposita su confianza. Walzer se encierra en un único aspecto de la historia del liberalismo y juzga que el proyecto liberal está en ese sentido inacabado, cuando en realidad ha tenido un curso entero que está él mismo poniendo de lado.

(2) Lo anterior no quiere decir que no hay que mantener ciertas distinciones fuertes, empezando por aquellas referidas a principios constitucionales; por ejemplo, que no se juzgue a alguien desde una moral religiosa. Pero si hay que volver a la tradición liberal, no es tanto para buscar las distinciones sólidas que fueron necesarias en un tiempo determinado, sino para saber distinguir en cada nueva circunstancia y sin necesidad de límites fuertes, relativizando toda pretensión desmesurada (aquella que olvide su falibilismo y que presente como necesario lo contingente o como fundamental lo accesorio) y haciendo que cada proposición esté enmarcada en su respectivo contexto o perspectiva. El liberalismo incluía este componente escéptico que me parece más oportuno actualmente porque significa poner el énfasis más en la formación de la conciencia, lo que es crucial para cuando las esferas se disuelven o sus límites se hacen poco claros. No hay que olvidar tampoco que las autonomías que tienen ciertas esferas son siempre sentidos constituidos. Esto no significa, como quieren los reaccionarios, que podemos suprimirlas sin más, sino que no debe tomárselas como principios absolutos. En ese sentido, la solución no pasa por colocar murallas chinas entre la economía y la política (o entre otras esferas), porque no puede evitarse que la primera influya fuertemente en la segunda, como lo advierten los estudiosos de la biopolítica, sino que hay que saber colocar esas influencias siempre en perspectiva y sólo desde sus propios sentidos hacer las críticas que corresponda.

Volviendo a Carranza, lo que hay que aclarar a quienes lo han defendido de la acusación constitucional por la razón de que «fue un buen ministro y debemos estar agradecidos con él», es que no pueden confundir así la generalidad de una consideración política propia de encuestas (esto es, de popularidad), con la particularidad de las normas y mandatos que deben ser necesariamente cumplidos en la gestión pública. Como bien dice la sabiduría popular, no hay que confundir papas con camotes.

El foco quemado en El Comercio

El editorial de hoy en el siempre tan objetivo e imparcial diario El Comercio se pretende iluminador respecto al conflicto entre la PUCP y la Iglesia católica. Sencillamente, no lo es. Veamos por qué.

1. Dice que los representantes de la PUCP (nótese que no da nombres) no hablan de lo central; a saber, el derecho que tenga o no la Iglesia, sino únicamente de «el uso que, de reconocérsele, podría dar la Iglesia a este derecho (obstruyendo, por ejemplo, toda investigación científica y desarrollo teórico que pueda oponerse a la doctrina católica)». En el mundo real, y no en la fantasía del editor, lo cierto es que este punto ha sido planteado como un tema relevante —y ciertamente lo es— pero nunca como el tema central. Desde el comienzo la estrategia de la PUCP se ha concentrado en lo jurídico, con el Arzobispado primero y luego con el Estado del Vaticano, al punto incluso de descuidar lo político en el asunto. Es más, yo sí creo que debía colocarse en el centro también «el uso que…», porque más allá de lo jurídico, la dimensión histórica sólo se capta al observar que las decisiones de la Iglesia romana (más allá de Cipriani) obedecen a un férreo control institucional centralizado que se inició en el siglo XII y que, tras reforzarse en Trento y Vaticano I, no tiene visos de acabar (al menos en las pretensiones de los eclesiásticos), y que luego de los monasterios, que pasaron a ser poco influyentes en la modernidad, se enfocó en las instituciones educativas hasta ahora. De todos modos, el punto es que el editorial de El Comercio es, por decir lo menos, «inexacto».

2. Luego sostienen que los «hechos que hablan a favor de la posición de la Iglesia son poderosos». Se basan en dos: el primero, que la Universidad habría sido creada dentro del derecho canónico (asumiendo que eso la marcaría de por vida y que ese derecho privado está por encima del nacional) y que no existían las asociaciones civiles en el derecho peruano de la época; el segundo, que en los estatutos de 1956 diría que la Universidad fue fundada «por la Congregación de los Sagrados Corazones» con «aprobación de todo el episcopado» (bajo el supuesto de que, por alguna razón que sólo dios conoce, esos estatutos estarían por encima de todos los demás). Sobre esto hay que aclarar lo siguiente:

a) Decir que la Universidad se fundó sobre la base del derecho canónico es dar cuenta de una gran ignorancia respecto a la historia del derecho peruano. En 1915, no sin la esperable condena y satanización de los representantes católicos, la libertad de culto fue declarada en el Perú como un principio constitucional. A partir de entonces se fortaleció la potestad política y administrativa del Estado sobre una serie de asuntos; entre ellos, la educación universitaria. Por eso mismo fue un logro para Dintilhac obtener del presidente Pardo el permiso para operar como universidad (1917). Sin la autorización del Ministerio de Justicia, Instrucción y Culto, sencillamente la creación de la Universidad Católica no hubiese sido legalmente posible, por más autorización que diera el Vaticano, lo cual además no ocurrió oficialmente sino después. En 1921, el arzobispo Emilio Lisson no quería aún aceptar la creación civil de la Universidad Católica, pero fue finalmente convencido por Dintilhac. El título de Pontificia se le concedió a la Universidad recién en 1942. De las tres, sólo la ley peruana era y sigue siendo una condición sine qua non. El abogado del Arzobispado, Natale Amprimo, sigue diciendo que la Universidad fue fundada «en el amparo de las leyes eclesiásticas» pero sin señalar qué ley eclesiástica autorizó y dispuso la creación de la PUCP. ¿O acaso pretende que la Resolución Suprema del 24 de marzo de 1917, firmada por el presidente de la República José Pardo y por el ministro Wenceslao Valera, es una ley eclesiástica?

b) Es sintomático cómo los defensores de la Iglesia apelan al pasado para señalar que así como las cosas fueron alguna vez, así deberían seguirlo siendo para siempre, aun cuando en ese origen no hubiese nada de lo que es el Vaticano hoy. Nietzsche sabía bien de esa obsesión por los orígenes y con su método genealógico la criticó certeramente. En el caso de la PUCP sucede lo mismo, con el agravante de que se miente deliberadamente al decir que fue la Iglesia la que fundó la Universidad. De cualquier modo, si es verdad que a la gente de El Comercio les preocupa el respeto de la ley, entonces deben saber que el derecho peruano actual no permite la modificación que el Vaticano desea. Independientemente de si en 1956 había compatibilidad o no entre la ley peruana y la eclesiástica, el derecho es cambiante y es claro que hoy no la hay. Ni siquiera bajo la forma de elección de candidatos, porque se dispone la restricción de que estos deben ser «idóneos» y porque la decisión final (y esto se llama soberanía), recae sobre un Estado extranjero y no sobre la misma asamblea. La «rebeldía» de la PUCP, por otra parte, se basa en que en ningún lugar de la constitución Ex Corde Ecclesiae se pone ese requisito de elección; es más, el artículo 3, numeral 4, dice claramente que el requisito de aprobación de los estatutos no es para las universidades católicas fundadas por laicos, como la PUCP, sino sólo para las eclesiásticas. Si la PUCP hubiese sido fundada por la Congregación de los Sagrados Corazones, como se dice, ¿por qué esta congregación no estuvo nunca involucrada? ¿O por qué entonces se le llamaba en la época «Centro Dintilhac» o «Escuelita del padre Jorge»? ¿Y dónde quedan entonces los laicos que participaron en su fundación?

El editor de El Comercio afirma que «ni siquiera existían en la fecha las asociaciones civiles en el Perú». En efecto, las asociaciones civiles se dan a partir del Código Civil de 1936, por lo que el mismo padre Dintilhac la inscribió como asociación civil en 1937. Pero el punto es que existen ahora y que la PUCP está ahora legalmente reconocida como tal. El derecho funciona así. Es un pésimo hermeneuta del derecho el que pretende que un status quo de hace casi cien años prevalezca por sobre el derecho nacional vigente. Más aún si pretende que un vacío legal de esa época tuviese en el ordenamiento civil que ser suplido por el derecho canónico. Amprimo dice que el problema se debe a que «en los últimos años las autoridades han ido modificando sus estatutos sin consultarle a sus dueños». Primero: la Iglesia no es dueña de la PUCP como ha sido largamente demostrado. Segundo: la soberanía estatutaria de las instituciones eclesiásticas, según el Concordato de 1980, corresponde sólo a los órganos que forman parte de la jerarquía de la Iglesia. Por eso mismo Juan Espinoza Espinoza distingue entre «asociaciones religiosas» y «asociaciones civiles con fines religiosos» (Derecho de las personas, Lima: Huallaga, 2001, pp. 457-458). Sólo las primeras deben someter sus estatutos a la Iglesia y la PUCP no es parte de ellas; de hecho, ninguna universidad, aunque hubiese sido fundada por la Iglesia, podría serlo porque su naturaleza misma hace que sus miembros estén fuera de la jerarquía eclesiástica y deben por tanto guiarse por lo que manda la ley peruana. Y tercero: la jurisprudencia del Tribunal de Registros Públicos ha establecido que

«No se requiere la autorización previa de la autoridad eclesiástica cuando se modifica el estatuto de una asociación civil entre cuyos fines se encuentra la difusión de la fe católica, cuando su organización y estructura guardan concordancia con las normas del Código Civil» (Res. Nº 736-2005-SUNARP-TR-L).

Ergo, sólo el derecho civil peruano es vinculante. Más claro no puede estar.

Viñeta "Kuraka" de Juan Acevedo (detalle), publicada en El Otorongo.

3. Dicen también que la autonomía no viene al caso porque «la autonomía se garantiza contra el Estado, no contra el dueño». Seguramente, en la mentalidad de liberalismo estrecho que tiene quien escribe, eso es así, pero el principio del liberalismo —fundamentalmente de sus vertientes moral y política— no se limita únicamente a una defensa de la libertad individual frente al Estado, sino también frente a toda otra fuente de coacción. En ese sentido, no es de extrañarse que una larga tradición liberal en el catolicismo, que data por lo menos del siglo XIV, haya afirmado la libertad individual del creyente en contra de la Iglesia. En esa tradición, despreciada siempre por quienes se agrandan cuando el Estado les impone una restricción pero que se arrodillan y rezan cuando es la Iglesia la que lo hace, se gestó el respeto por las leyes nacionales y el laicismo, entendiendo que esa separación entre moral católica y derecho nacional era ella misma un mandato religioso. La autonomía, pues, aunque no quieran los dueños del periódico aceptarlo, está en el meollo del asunto.

4. Que los argumentos de quien escribe son, más que simples, simplistas, lo muestra cuando afirma que la posición de la PUCP «implica estar dispuestos a asumir un robo (a la Iglesia) con tal de tener una universidad diversa». ¿Analiza críticamente, al menos un poco, el supuesto de que la Iglesia sea la dueña? En absoluto. Por ligerezas como estas es que hay por allí gente sin criterio que cree que por el sólo hecho de llamarse católica ya le debe pertenecer a la Iglesia. Dice el editorial que «si estamos en un Estado constitucional, los derechos que tiene cada cual deben determinarse según la ley y no según si a los demás nos parece bien o no». Pues bien, la Ley Universitaria, en concordancia con los principios constitucionales pertinentes, determinan que las asambleas son instancias autónomas y que sólo ellas son las encargadas de elegir al rector. A la Iglesia católica se le da, según el Concordato vigente (que es otro tema de vergüenza nacional), la facultad de regir con su derecho privado sólo a los seminarios e institutos teológicos. De modo que, más allá del caso de la PUCP, si alguna universidad que la Iglesia cree y administre eligiese a su rector por decisión o influjo del arzobispo, la Asamblea Nacional de Rectores podría aplicar la Ley e imponer sanciones a la Universidad exigiéndole la adecuación de sus estatutos a la ley nacional. (Y éste sí es un tema del que nuestro ilustre periodismo de investigación no informa.)

5. El editor de El Comercio cree que las tinieblas medievales son luminosas. Por eso enfatiza lo del «pésimo ejemplo» que darían las autoridades a los alumnos (como si estos fuesen críos en pañales) al supuestamente manipular el tema… ¡Qué tal conciencia! Además, si el que escribe es de aquellos seres precarios que actúan básicamente por imitación, a pesar de su avanzada edad, ese es asunto suyo; que no nos meta a los estudiantes universitarios en su grupo.

6. Y se afirma también en la columna que las autoridades han pasado por encima «ya varias veces en el conflicto paralelo sobre la herencia de Riva-Agüero, de lo que disponen los tribunales». ¿No es acaso el abogado del Arzobispado, pasándose de «vivo», quien quiso aprovechar un exceso meramente interpretativo y no vinculante del Tribunal Constitucional para pedir que se le dé la razón al Arzobispado sin siquiera iniciar un juicio sobre dichos bienes? ¿No fue acaso que el Poder Judicial, en doble instancia, rechazó esta pretensión? Entonces, ¿quién es el que pretende pasar por encima de los tribunales y no acatarlos? ¿Quién el que desinforma y quiere manipular?

7. El editor se escandaliza porque los representantes de la Universidad digan que el rechazo de los actuales estatutos por parte del Papa (que no es sino el rey del Vaticano) no es un verdadero problema, toda vez que el término «católico» no es de exclusividad de la Iglesia, por más que el derecho canónico, inaplicable en nuestro ordenamiento civil y registral, así lo estipule. Dice que se opone a los sectarismos de cualquier tipo, pero la «imparcialidad» de la que hace gala la columna se limita a señalar que Cipriani es un personaje nefasto para la apertura intelectual; nunca pone en la menor duda el presupuesto indemostrado de que la Iglesia sea la propietaria, en cuyo caso, aun si así fuese, no podría ésta «manejar su propiedad como mejor le parezca». Las universidades no son propiedades cualesquiera y eso deberían saberlo los Miró Quesada por propia experiencia. Como se ha dicho, por más normas privadas que tenga la Iglesia, en la elección de autoridades toda universidad debe someterse a las leyes nacionales. En caso contrario, puede y debe ser inhabilitada.

Estas observaciones desde luego no pretenden que los fanáticos dejen de pensar como piensan. Están dirigidas más bien a quienes quieren seriamente hacerse una opinión informada sobre el tema. El Comercio, en cambio, lanza opiniones desinformadas sobre esto como lo ha hecho siempre sobre muchos otros temas. No se quiere tampoco que un periódico con una dudosa reputación a lo largo de toda su historia sea ahora una lumbrera del periodismo nacional, pero hay que decirles a estos señores que para iluminar sobre un asunto es preciso estar bien informado y tener un poco de autocrítica para no hablar de lo que no se sabe. Porque un foco quemado, como el que tienen escribiendo esta columna, no alumbra en absoluto. Menos aún si su posición es exactamente la misma, con los mismos argumentos y términos, y por ende los mismo vicios, que la expresada por Amprimo. (¿Qué… tan poco original es Martha Meier Miró Quesada, la editora central de fin de semana adjunta a la dirección?) Así las cosas, el lema de la PUCP bien podría ampliarse según el propio texto evangélico: Et lux in tenebris lucetet tenebrae eam non comprehenderunt.

Caricatura de Carlín (La República, 26-02-2012)

“Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración” (4) por Luis E. Bacigalupo

4.
Las universidades católicas y la crisis de nuestro tiempo

La afinidad de las universidades católicas liberales con el aggiornamento.
El papel que desempeñan en la hermenéutica del Concilio

En 1967, varios líderes de universidades católicas americanas se reunieron en Wisconsin, convocados por la Universidad de Notre Dame, para discutir cómo debía adecuarse la universidad al aggiornamento planteado por el Vaticano II. Apenas dos años después de concluidas las sesiones del Concilio, redactaron el Land O’Lakes Statement, considerado la carta magna de las universidades católicas liberales. Entre los firmantes se hallaba el Padre Felipe MacGregor S.J., entonces Rector de la Pontificia Universidad Católica del Perú. El grupo se proponía esclarecer qué hace católica a una universidad moderna. De hecho, existían muchas en el mundo, pero para ninguna estaba del todo claro qué las distinguía. Con el respaldo de la Federación Internacional de Universidades Católicas, se puso como premisa que “la universidad católica ha evolucionado y sigue evolucionando rápidamente, y que algunas características distintivas de esta evolución deben ser cuidadosamente identificadas y descritas.” En otras palabras, hacía falta una hermenéutica de la catolicidad de una institución dedicada al cultivo de las disciplinas científicas. Entre las señales más clara de evolución, se destacó que la participación de personas no católicas era deseable y necesaria para brindar auténtica universalidad a la universidad católica. Su aspiración era claramente la de una institución pluralista “patrocinada por católicos.” La base fundamental de esa filosofía conviene citarla:

“Hoy la universidad católica debe ser una universidad en el pleno sentido moderno de la palabra, con fuerte compromiso y preocupación por la excelencia académica. Para desempeñar sus funciones de enseñanza e investigación de manera efectiva, la universidad católica debe tener una verdadera autonomía y libertad académica de cara a cualquier tipo de autoridad, laica o clerical, que sea externa a la propia comunidad académica.”

La adhesión a los principios filosóficos de la Modernidad es manifiesta: la autonomía de la voluntad se expresa en la autonomía institucional y la autodeterminación de la razón en la libertad académica; pero ello de ninguna manera implica que en las universidades católicas liberales se haga un endoso acrítico de la cultura moderna. En Wisconsin se sintió la necesidad de entrar en confrontación con la autoridad eclesiástica, porque ese era su contexto histórico: finales de los años sesenta. Ahora, el carácter más destacable de esta ‘identidad liberal, en confrontación con la injerencia externa’, está en la formulación de la misión de una universidad católica: ser la inteligencia reflexiva y crítica de la Iglesia. ¿Crítica solo respecto del autoritarismo clerical? ¿Por qué no habría de ser crítica también respecto de los profundos defectos morales de la cultura contemporánea? En cierta forma, las universidades norteamericanas, incluidas las católicas, ya estaban cumpliendo ese papel crítico en el contexto de la oposición a la Guerra de Vietnam y la lucha por los Derechos Civiles. Es en ese contexto que interpretaron el espíritu del Vaticano II bajo el esquema de la discontinuidad sin ruptura. En principio, se trataba de descontinuar el vínculo con una universidad atada a autoridades no-universitarias.

Desde 1834, siguiendo el modelo de Lovaina, las universidades católicas del siglo XIX se concibieron como alternativa a las universidades estales, positivistas y anticlericales, y en muchos países la Iglesia tuvo que luchar por lograr la autonomía de las universidades católicas respecto de la pretendida exclusividad o injerencia del Estado en la educación superior. Por ello, cuando se consolidó como ámbito de protección de los estudiantes católicos frente a los peligros del mundo moderno, las universidades católicas decimonónicas le otorgaron, comprensiblemente, una presencia excesiva a la autoridad eclesiástica en el quehacer académico. Querer romper con ese modelo y otorgarle libertad al cultivo de las ciencias no implicaba romper con los valores tradicionales del catolicismo ni con el Magisterio eclesiástico. La Declaración de Wisconsin solo establece que una institución universitaria debe ser gobernada por académicos, no por clérigos ajenos a la vida universitaria. Eso es lo que significa ‘liberal’ en este contexto, un concepto —por lo demás— académico, y con una larga tradición que se remota a la Antigüedad, y que jugó un papel decisivo en la formación de las universidades medievales. En tanto católica, la universidad liberal del siglo XX debía contribuir al fortalecimiento del Magisterio eclesiástico, para lo cual se proponía “realizar un examen continuo de todos los aspectos y todas las actividades de la Iglesia y evaluarlos objetivamente.” De esa manera, según el Statement, la Iglesia obtendría el beneficio de un consejo técnico, científico y humanista por parte de sus universidades.

Era, no cabe duda, una tesis provocadora. Si se mira con cuidado, aunque esa no fuera su intención, en la práctica los académicos se estaban colocando, casi sin advertirlo, en el mismo nivel del Magisterio, e incluso por encima de él en su condición de evaluadores objetivos de todos los aspectos de la vida eclesial. Cuando uno se pregunta cómo concibieron algo así, se tiene que tener en cuenta dos cosas: en principio, no quisieron desconocer la autoridad del Magisterio y deseaban sinceramente colaborar con su misión; en contexto, comprendían que la universidad católica del siglo XX, para ser competitiva, no podía ser una entidad proselitista, llamada a adoctrinar a las personas y a encorsetar a las disciplinas dentro de parámetros exógenos al quehacer científico y humanístico, sino que aspiraban a consolidarse como una institución con verdadera vocación de libertad.

Hay que tener en cuenta, además, que lo que se planteó en Wisconsin contó con el respaldo de la FIUC, y por esa razón, la Declaración se convirtió a partir de esos años críticos —unos meses antes de 1968— en un elemento central de la identidad no solo de las instituciones que la firmaron, sino de toda universidad católica que se concibiese a sí misma en diálogo crítico, pero fructífero con el mundo moderno. Si hay un ámbito en el mundo católico donde se practica la hermenéutica de la discontinuidad sin ruptura es en las universidades católicas. Es allí donde el pensamiento crítico es levadura del saber, y Benedicto XVI lo sabe, porque es un hombre de universidad. Pero, también es el Papa, y eso significa que no puede dejar de cuestionar la pretensión de las universidades liberales de brindar un servicio a la Iglesia, si éste no se combina adecuadamente con la hermenéutica de la reforma de la recepción del Vaticano II. En otras palabras, en el difícil equilibrio de fidelidad y dinamismo, es necesario que en la discontinuidad se bajen ciertos acentos y se modulen ciertos factores de confrontación. Pero el Papa no pretende que en una universidad no haya confrontación de interpretaciones, porque sería como pretender fidelidad sin dinamismo. Huelga aclarar que la hermenéutica de la discontinuidad sin ruptura, que es por antonomasia universitaria, no está presente en todas las universidades católicas. En ciertos ámbitos del mundo católico, desde donde se suele juzgar negativamente a las universidades liberales, se pretende eludir esa dialéctica. Pero es un valor auténticamente universitario disentir frente a cualquier intento de acallar las voces divergentes, y en el ámbito católico es un paso en falso. La relación entre fe y razón —cito nuevamente DC— es un problema perenne. Vivir con este problema, “que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas”, es el sino del creyente. Su universidad está llamada ser la institución que toma en serio el dinamismo de esta relación, y no la ciudadela sitiada que la niega o esconde.

Para una mejor comprensión del espíritu de discontinuidad con la injerencia autoritaria, conviene recordar que la emulación de las mejores universidades seculares modernas por parte de las universidades católicas no se dio de manera automática. A diferencia de aquellas, donde la autonomía institucional y la libertad académica son prerrogativas, las universidades católicas primero debieron obtenerlas como tales del Estado secular, y luego debían obtenerlas de Roma como privilegios. La doble naturaleza de toda institución católica, aquella que Hegel había detectado como inevitablemente conflictiva, así lo exigía. Porque son universidades afincadas en algún Estado-Nación y a la vez ‘católicas’, es decir, instituciones que respiran un ethos cívico, pero que se conciben como de la Iglesia, integradas a un ethos propio, para ellas resultaba vital definir el uso correcto de este genitivo. Si es solo un genitivo explicativo, ‘de la Iglesia’ significa que la universidad ‘es parte de la Iglesia’, es parte de un ethos católico que la obliga a tomar en cuenta las disposiciones del Magisterio y
aplicarlas al contexto en que despliega su actividad educativa. Pero si se usa el genitivo posesivo, ‘de la Iglesia’ significa que ‘es propiedad de la Iglesia’, lo que las obliga a acatar las leyes del Estado Vaticano, incluso por encima de las leyes nacionales, porque su cultura institucional es otra, ya que forman principalmente al clero.

A finales de los años sesenta, solo se podía trabajar con este tipo de análisis para hallar claridad conceptual y normativa. En la legislación canónica, la diferencia está mejor ordenada desde 1983, cuando el Código de Derecho Canónico distinguió entre universidades católicas y universidades eclesiásticas. La reglamentación se dio años después con las constituciones apostólicas Sapientia Christiana para las eclesiásticas y Ex Corde Ecclesiae para las católicas. Las universidades eclesiásticas, que otorgan títulos a nombre del Estado Vaticano, son bienes eclesiásticos. En el caso de las universidades católicas, la naturaleza de su erección marca toda la diferencia. Ex Corde Ecclesiae reconoce que hay tres distintos modos de fundar una universidad católica: (a) directamente por la jerarquía; (b) por una congregación religiosa; (c) por otras personas eclesiásticas o laicos. En cualquiera de los casos, una universidad católica es una comunidad académica que debe contribuir de modo riguroso y crítico al desarrollo de la dignidad humana y a la conservación del patrimonio cultural. Es imposible que una universidad que acoge esta definición no mire críticamente un entorno político y cultural que, en nombre de la Modernidad, atenta constantemente contra la dignidad de la persona y los Derechos Humanos. Juan Pablo II no le asigna a la universidad católica la función de aconsejar a la jerarquía, pero tampoco la excluye. Sobre el carácter
católico, señala que se basa en la búsqueda libre de la verdad acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios, así como por el servicio desinteresado a la sociedad. Ex Corde Ecclesiae deja libre a la institución para cultivar su propio ethos universitario cuando explícitamente reconoce la autonomía institucional y la libertad académica como factores necesarios. Subrayo aquí que no dice ‘autonomía académica’, sino “libertad académica”, es decir, recoge el planteamiento doctrinal del Land O’Lakes Statement, y hay que tener en cuenta que, en algunas reuniones posteriores de la FIUC, esa doctrina había sido cuestionada por la Congregación para la Educación Católica (Silva 2009, 285). Conviene destacar, por último, que la catolicidad de una universidad no remite inmediatamente a la vida sacramental, a la ritualidad o a la profesión pública de fe, que, desde luego, nadie pretendió excluir. La misión de la universidad católica es para Juan Pablo II la proclamación de la verdad como valor fundamental; no es predicar, aunque la prédica no se excluye; no es adoctrinar, aunque la enseñanza de la doctrina no se excluye. Es enseñar, investigar y servir críticamente a la sociedad en un ethos universitario católico y moderno, es decir, en fidelidad y en dinamismo.

Coda
Breve alusión al caso de la Pontificia Universidad Católica del Perú

¿Es preferible para la Iglesia peruana que la Pontificia Universidad Católica del Perú siga siendo una comunidad democrática o que se transforme en una institución de gobierno vertical? Es una pregunta retórica si la plantea un profesor que lleva más de treinta años sirviendo a la PUCP y que, por tanto, conoce los beneficios de su actual sistema de gobierno.

A pesar de sus defectos, estoy convencido de que debemos mantener y mejorar la estructura democrática de la universidad, para el bien de la Iglesia y del Perú.

Sin embargo, mi pregunta es sincera. Me gustaría saber qué prefieren a ese respecto los involucrados y los espectadores de la actual controversia sobre el tipo de vínculo que une a la Universidad con la Iglesia. Mi propósito en estas páginas ha sido trazar un marco amplio en el que se podrían ubicar las razones, propias y adversas, así como los posibles puntos de convergencia en este delicado tema. Si es posible el diálogo entre la jerarquía eclesiástica y una universidad católica democrática, éste pasa por suponer que las partes tienen una visión razonada de la crisis de la Iglesia y del papel que deben desempeñar en ella sus universidades.

Porque la PUCP fue fundada en 1917 por un sacerdote y un grupo de laicos, sus autoridades sostienen, con razón, que es una fundación privada y que, por ello, la obliga la parte conceptual de Ex Corde Ecclesiae y la parte normativa solo en lo que concierne a las universidades privadas. Si se pretende variar la naturaleza histórica de la erección debido a que en 1942 aceptó ser Pontificia, se hace de un título honorífico un presente griego que hubiera sido mejor no recibir.

Es asombrosa la imprudencia de una autoridad eclesiástica que corre el riesgo de enajenar a una comunidad católica, porque no es capaz de aplicar el mismo método de razonamiento que hemos visto en el discurso del Papa. Es verdad que, en principio, una universidad pontificia no se organiza como una asamblea democrática. Pero es una muestra de poca sabiduría y de nula caridad no comprender que, en contexto, a esta comunidad católica le ha tocado vivir una experiencia de 40 años que ha marcado su identidad, sus logros y sus aspiraciones legítimas.

Si los laicos estamos dispuestos a comprender las razones de la jerarquía, esperamos que la jerarquía comprenda también que hemos hecho profesión de vida universitaria y que, ni siquiera en función de las preocupaciones pastorales más urgentes, podemos cruzarnos de brazos ante una beligerancia gratuita, que amenaza con desnaturalizar nuestra casa. Nos respaldan plenamente en nuestro derecho el espíritu del Concilio Vaticano II, cuya interpretación se halla en pleno dinamismo, y nuestro espíritu universitario católico, que por fidelidad a la Iglesia, por dignidad institucional y por autenticidad cristiana no puede de ninguna manera claudicar en su empeño de seguir siendo un espacio libre y democrático, entregado a la búsqueda de la verdad.

Lima, setiembre de 2011

Bibliografía

DC (2005), Discurso del Santo Padre Benedicto XVI a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y Prelados superiores de la Curia romana, 22 de diciembre de 2005.

Chadwick, Owen (2002), A History of the Popes 1830-1914. Oxford University Press.

Hegel, G.W.F. (1986), Vorlesungen über die Philosophie der Geschichte. Werke 12. Suhrkamp, Frankfurt am Main.

Hünermann, Peter (Hg.) (2009), Exkommunikation oder Kommunikation? Der Weg der Kirche nach dem II. Vatikanum und die Pius-Brüder. Herder, Freiburg, Basel, Wien.

Grillmeyer, Aloys, SJ (1986), ‚Kommentar zur Dogmatischen Konstitution über die Kirche‘, in: Das Zweite Vatikanishe Konzil. Konstitutionen, Dekrete und Erklärungen. Herder, Freiburg, Basel, Wien.

Ratzinger, Joseph (1982), Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur
Fundamentaltheologie. Múnchen.

Silva García, José Antonio (2009), La identidad de la Universidad Católica. En: Cuadernos Doctorales Derecho canónico, derecho eclesiástico del Estado, No. 23, 271-331. EUNSA, Pamplona.

Steimer, Bruno (2010), Herders Lexikon der Päpste. Herder, Freiburg, Basel, Wien.

“Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración” (3) por Luis E. Bacigalupo

 

3.
Benedicto XVI y la vigencia del Vaticano II

La tensión entre la restauración y el aggiornamento anunciado por el Concilio. Las pautas del Papa para resolver la tensión y la ambigüedad de algunas de sus medidas

Aunque incompleto, el esbozo histórico del punto anterior, contrastado con cierto mensaje ultra-conservador de nuestros días, hace que el Vaticano II aparezca como un bache en la trayectoria de la Iglesia. En la convocatoria al Concilio, Juan XXIII (1958-1963) anunció que sería un aggiornamento de la vida eclesial, es decir, su puesta al día. Pero, según Benedicto XVI, quienes creyeron que eso iba a significar un cambio radical, se engañaron. En DC, el Papa anota que el aggiornamento se interpretó muy mal, al punto que hoy se corre el riesgo de “una ruptura de Iglesia preconciliar e Iglesia posconciliar.” Particularmente crítica resulta la interpretación del decreto fundamental del Concilio, que es la Constitución Dogmática Lumen Gentium. De ella quiero hacer un breve comentario.

Al Cardenal Bellarmino, famoso por su participación en la condena de Galileo, se le atribuye haber dicho que la Iglesia era tan visible como la Comuna Romana. Esa frase expresó el sentido común en materia de eclesiología durante siglos. Para los redactores de Lumen Gentium también era crucial que ‘visible’ e ‘invisible’ no fueran concebidas como dos iglesias, sino como el misterio de la unidad de la Iglesia, análogo al misterio de la Encarnación o a la unidad de alma y cuerpo. De esas analogías se seguía que la ‘visibilidad plena’ de la Iglesia no se daba en el siglo, donde sólo se ve el cuerpo; sino en la fe, que es la prueba de las cosas que no se ven (Heb 11:1). Ello implicaba, a su vez, que el Espíritu de Cristo actuaba sobre la Iglesia visible en todas sus dimensiones: jerárquica, comunitaria y terrenal. ¿Qué significaba ‘terrenal’ en ese contexto? La referencia amplia a la tierra responde a la pregunta: ¿dónde está la Iglesia? Responder ‘en la tierra’ equivalía a subrayar que no estaba exclusivamente en Roma (Grillmeyer 1986, 172-175). Téngase en cuenta que la fórmula del Vaticano II para definir a la Iglesia es ‘santa, católica y apostólica’, es decir, no se vuelve a añadir ‘romana’, no solo porque se habían perdido definitivamente los territorios del otrora Estado Romano, sino porque se había comprendido que, en el nuevo contexto, esa pérdida resultaba favorable para destacar la universalidad del poder espiritual. No se podría comprender el movimiento ecuménico sin ese nuevo enfoque.

En lo que toca al gobierno de la Iglesia, Lumen Gentium define que la autoridad suprema la tiene el colegio episcopal cuando se reúne en concilio ecuménico, en lo que podría verse un cierto ‘galicanismo moderado’. Leído así, el Papa es principio y fundamento de la unidad de la Iglesia de Cristo, y no el monarca absoluto. Por último, en lo que respecta al dogma de la infalibilidad, Lumen Gentium también se inclina por una suerte de ‘conciliarismo moderado’ cuando aclara que la infalibilidad es prerrogativa no solo del Papa, sino del Papa y del cuerpo episcopal, cuando conjuntamente definen la doctrina de la fe y la moral (LG III 22). Contrastadas con las posiciones de Gregorio XVI, Pío IX y Pío X, estas definiciones parecen dar un giro hacia la monarquía constitucional. Esa es la interpretación de la colegialidad que rechazó Marcel Lefebvre; la que no aceptan los católicos conservadores; y la que, a juzgar por lo que dice Benedicto XVI en DC, él tampoco admite.

Ante esto, no faltará quien diga: ‘Lo dice el Papa, y a callar todo el mundo.’ Pero, antes de dar por cerrado el tema, hay varias preguntas que no podemos dejar de hacer en un ambiente académico donde prima un interés serio y no mediático en estos temas. ¿Cómo fue posible que Lumen Gentium diera lugar a interpretaciones tan alejadas del curso prevalente que había asumido el Papado preconciliar? ¿Son acaso esas nuevas interpretaciones totalmente descabellas, sin asidero alguno en los textos? Y aún si se aceptara que son interpretaciones erradas, ¿por qué se acercaron tanto a esas posturas los redactores? ¿Jugó en ello algún papel el trauma de la posguerra?

Es interesante que Benedicto XVI diga, en DC, que el problema de la tolerancia religiosa exigía una nueva definición de la relación entre la fe y las religiones.

“En particular, ante los recientes crímenes del régimen nacionalsocialista y, en general, con una mirada retrospectiva sobre una larga historia difícil, resultaba necesario valorar y definir de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la fe de Israel.”

Creo que, en efecto, los padres conciliares tenían muy presentes los trágicos eventos de la Segunda Guerra Mundial. Para ninguno era un secreto que la revolución bolchevique y la amenaza de su expansión indujo al Papado a establecer vínculos políticos con los regímenes fascistas. Vistos y —en cierta medida— tolerados los inauditos crímenes del nazismo, parecía necesaria una rectificación de la orientación política del Papado. ¿Produjo ese vago sentimiento de culpa una neurosis, como la califica Benedicto XVI? ¿Fue la asunción inconsciente de la propia responsabilidad lo que llevó al cambio que se refleja, si no plenamente en la letra de los decretos conciliares, por lo menos, sí con claridad en la interpretación discontinua? Lo cierto es que, a diferencia del lenguaje oficial beligerante del periodo anterior, el Vaticano II no volvió a condenar nada, excepto el antisemitismo.

No cabe duda de que hoy el lenguaje oficial es infinitamente más mesurado que en la época de los Píos; pero la pregunta es si el espíritu de los gobernantes, que ha tenido que variar, ha variado sin embargo como lo requieren estos tiempos de crisis. ¿Quién puede establecer esa medida si no la autoridad suprema de la Iglesia? Benedicto XVI dice que quienes esperaban un ‘sí’ incondicional a la cultura moderna y una apertura total al mundo, subestimaban las tensiones y las contradicciones de la Modernidad. Si se lee bien, admite el ‘sí’ otorgado por el Concilio a la cultura moderna, pero no incondicional; admite la apertura, pero no total.

“El Concilio no podía tener la intención de abolir esta contradicción del Evangelio con respecto a los peligros y los errores del hombre. En cambio, no cabe duda de que quería eliminar contradicciones erróneas o superfluas, para presentar al mundo actual la exigencia del Evangelio en toda su grandeza y pureza. El paso dado por el Concilio hacia la edad moderna, que de un modo muy impreciso se ha presentado como ‘apertura al mundo’, pertenece en último término al problema perenne de la relación entre la fe y la razón, que se vuelve a presentar de formas siempre nuevas.”

Quiero señalar y comentar cuatro puntos claves de esta breve cita:

(1) La contradicción del Evangelio con los errores del hombre no se puede abolir. La Iglesia es, en efecto, signo de contradicción: “No crean que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10: 34). Mi pregunta respecto de este principio evangélico es cómo se interpretan las metáforas de la paz y la espada. Si se usa la contraposición de paz y guerra, la espada es un arma. Vista así, no extraña que se necesite un enemigo, que puede ser la Ilustración, o el liberalismo o el relativismo, según las variaciones del contexto. Pero si la paz en este pasaje es la armonía del paraíso perdido, anhelada por todos los hombres, pero que Cristo no ha venido a traer de inmediato, entonces la espada es una herramienta. De lo que se trata es de abrir camino con la espada en medio de la desarmonía y el conflicto de la vida presente; lo que no puede significar ‘matar’ ideológicamente a los adversarios —cosa que siempre ha sonado poco cristiano—, sino confrontarlos con firmeza —para usar el lenguaje del Papa, con una firmeza ‘hermenéutica’—, en función de la recuperación de la paz.

(2) Se deben abolir las contradicciones superfluas, y el Concilio lo intentó. La espada hermenéutica está diseñada para detectar qué es necesario y qué es contingente, qué se debe mantener en principio y qué se debe cambiar según el contexto. No solo no elimina al adversario, sino que incluso puede llegar a comprender que, eventualmente, tiene razón.

(3) Es necesario interpretar de manera precisa la apertura al mundo. Nuevamente, la espada hermenéutica de Benedicto XVI, que, al menos en DC, aún no muestra su mejor filo respecto de lo que significa ‘apertura al mundo moderno’ (un discurso breve no puede tener el filo de una encíclica, como, por ejemplo, Caritas in Veritate).

(4) Esto demanda pensar la relación de fe y razón en nuestro tiempo. Este es el problema perenne de la catolicidad y atraviesa todos los niveles de la vida de la Iglesia, desde el parroquia hasta el episcopal, pasando desde luego por las universidades. Por eso es crucial que sepamos con qué espíritu queremos pensar la relación: en contienda fraterna o en guerra de restauración.

Benedicto XVI

La contradicción del Evangelio con respecto al mundo ¿implica para Benedicto XVI un estado de guerra con los principios de la autodeterminación de la razón y la autonomía de la voluntad? Uno quisiera creer que no; pero parece que sí. Una de las señales más preocupantes ha sido el levantamiento de la excomunión, en 2009, a los obispos de la Sociedad de San Pío X. Con el ánimo de reconciliar a los miembros de la Sociedad con la Iglesia, Benedicto XVI les concedió que aceptaran como vinculante solo el acápite 25 del capítulo 3 de Lumen Gentium, es decir, podían ignorar toda su eclesiología, con tal de que reconociesen la autoridad del Papa (Hünermann 2009, 8 ss.). En otras palabras, en vista de la unidad con un grupo intransigente, se acepta convivir con tres tesis lefebvristas beligerantes: (1) el exclusivismo que rechaza cualquier gesto ecuménico; (2) la tolerancia pragmática que rechaza la libertad religiosa; (3) la supremacía papal que rechaza la colegialidad episcopal. ¿Prefiere el Papa tolerar un doble régimen en la Iglesia antes que abrir el diálogo con la autodeterminación de la razón y la autonomía de la voluntad? Las señales que ha dado hasta ahora son preocupantes y las reacciones adversas a ellas en parte del clero y el laicado europeo, sobre todo en Alemania y en Austria, no se han hecho esperar.

Sin embargo, aún si el Vaticano II solo fuera un bache —cosa de la que no estoy convencido—, no puede ser ignorado ni abolido, y la presencia paralela de sus decretos en la conciencia de la Iglesia permite esperar moderación en las decisiones, porque la fuerza del propio lenguaje oficial es la fuerza de la razón. “El programa propuesto por el Papa Juan XXIII —reconoce Benedicto XVI— era sumamente exigente, como es exigente la síntesis de fidelidad y dinamismo.” Desde una perspectiva hermenéutica, esa exigencia se llama aplicación, y en el catolicismo tiene dos estribos: fidelidad a los principios absolutos de la Revelación y dinamismo de los contextos históricos cambiantes. Para no caer en extremismos, es necesario sostenerse en ambos, y sobre lo que implica esta exigencia están pensando, con libertad y serenidad, los círculos intelectuales católicos. En lo personal, no veo por qué, en esos círculos, se tendrían que restringir las opciones heurísticas a una hermenéutica de la reforma, abrazada por los conservadores, y una hermenéutica de la discontinuidad y ruptura, que se atribuye a los progresistas. ¿Por qué no explorar y desarrollar una hermenéutica de la discontinuidad sin ruptura? Discontinuidad con aquellos aspectos autoritarios de la tradición, que aún se encuentran anclados a contextos históricos que ya no están vigentes y que no pueden ser restaurados sin producir una afrenta innecesaria a los aspectos más positivos de la cultura ética y política moderna. Pero sin ruptura con los principios evangélicos fundamentales, que los decretos del Concilio recogen y trasmiten más allá de toda duda, y que permiten corregir los aspectos negativos de la Modernidad y la Posmodernidad, frente a los cuales la Iglesia tiene una preocupación legítima.

“Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración” (2) por Luis E. Bacigalupo

 

2.
El espíritu de la restauración
Breve presentación histórica de los principales aspectos políticos vinculados con las interpretaciones más conservadoras de la ‘reforma de la recepción’ del Vaticano II

 

Hay, en efecto, una larga tradición en la jerarquía de confrontación con la Ilustración. Puesto que, en el Discurso a la Curia del 2005 (desde ahora DC), Benedicto XVI dice que el error fundamental en la interpretación del Vaticano II es asumir que se trataba de una Asamblea Constituyente, voy a destacar el componente político de esa tradición. Desde luego, la crisis histórica de la humanidad no la percibe el Papa solo desde una óptica política, pero le otorga a ese aspecto un lugar central. En esto, Benedicto XVI parece endosar una vieja percepción papal: la crisis proviene de los sucesivos y cada vez más perniciosos efectos de la revolución americana, la revolución francesa, el liberalismo, el socialismo, la revolución bolchevique y la democracia liberal. ¿Cuál es el denominador común de concepciones tan disímiles? Todas se enfrentaron a la monarquía, que para Tomás de Aquino es el principio racional de unidad, sin el cual, cualquier otra forma de gobierno pierde sentido (ST I-II 105, 1). Puesto que para la filosofía aristotélico-tomista la democracia por sí sola, sin un soberano y sin aristocracia, es un vicio de la política, podemos decir que en la tradición hay una resistencia ideológica al anti-monarquismo post-revolucionario y sus secuelas liberales.

En la era napoleónica, la Iglesia era un Estado monárquico con una gran extensión territorial y una población numerosa. Como cualquier otro Estado de su tiempo, tuvo que enfrentar levantamientos inspirados en la demanda de soberanía popular que la Revolución francesa había desatado en Europa. En el frente externo, la idea de la revolución golpeó al Papado cuando los monarcas, viendo amenazado su poder, crearon Iglesias nacionales independientes de Roma. En el terreno ideológico, pensadores católicos como Lamennais, Mazzini y Rosmini propagaban ideas liberales que demandaban cambios profundos en la organización y conducción del Estado Romano. Para contrarrestar esas exigencias de modernización, Gregorio XVI (1831-1846) condenó en la encíclica Mirari vos (1832) las doctrinas falsas de la libertad de religión, la libertad de conciencia y la libertad de prensa, que calificó de locuras execrables que no hacían sino ahondar la corrupción de la verdad y fomentar la vida licenciosa (Chadwick 2002, 23).

Aquí quiero destacar un pasaje de Benedicto XVI en DC. Bajo el procedimiento crítico de distinguir siempre lo necesario de lo contingente en los nuevos contextos, el Papa señala que las formas históricas concretas pueden sufrir cambios, pero los principios seguir siendo válidos. Su ejemplo es la libertad de religión. En principio, la libertad de religión es inaceptable si se plantea en el contexto ideológico de una incapacidad del hombre de encontrar la verdad. Ese contexto desvirtúa el sentido de la libertad de religión y la transforma en “canonización del relativismo”. En consecuencia, la libertad de religión, así comprendida, “no la puede aceptar quien cree que el hombre es capaz de conocer la verdad de Dios.” Pero, si el contexto varía y permite que la libertad de religión se comprenda como una necesidad de la convivencia humana, entonces se muestra como consecuencia intrínseca de otro principio, según el cual la verdad no se puede imponer desde fuera, sino que debe ser aceptada solo por convicción personal. Vista desde este principio, se hace compatible con la fe. Dicho de otra manera, Gregorio XVI no se equivocó en principio cuando condenó la libertad de religión proclamada por el “liberalismo radical” de su tiempo, porque en su contexto ella implicaba la homologación de todas las religiones, lo que sigue siendo inaceptable. Así, pues, cuando la letra del Vaticano II reconoce la libertad de religión, no comete el error de aceptar en principio la homologación, sino solo reconoce, en el nuevo contexto, el “principio esencial del Estado moderno” de no imponer la fe, que es también un antiguo patrimonio de la Iglesia.

Como enseña la larga trayectoria de la retórica eclesiástica, siempre es posible separar lo contingente de lo necesario de la manera más conveniente para la exposición adecuada de una verdad. Pero no siempre es una tarea fácil. Con Pío IX (1846-1878), el sucesor de Gregorio XVI, las cosas se tornaron algo más complejas.

Breve resumen del Papado de Pío IX

Europa se alegró cuando el recién electo Pío IX amnistió a 400 presos políticos y al año siguiente anunció que tenía un plan, llamado Consulta, para implementar un sistema representativo en los dominios pontificios (Chadwick 2002, 69-70). Por un tiempo se creyó que la Curia había elegido a un papa liberal, porque, al comienzo de su gobierno, Pío IX mostró afinidad con las ideas liberales. Tenía dudas acerca de si un régimen constitucional era compatible con la soberanía temporal y la suprema autoridad espiritual del papa (Chadwick 2002, 72); pero, como esas dudas no lo atormentaban, convocó a algunos civiles y clérigos liberales, incluido Rosmini, para que lo asesoraran en la transformación de la Iglesia en un Estado constitucional moderno. Rechazó, sin embargo, las insistentes presiones internas y diplomáticas para que se uniera a la guerra de independencia de los Estados italianos contra Austria. A raíz de esa negativa, se produjeron graves disturbios y levantamientos en sus territorios. En setiembre de 1848, su Primer Ministro, el abogado Peregrino Rossi, a quien el Papa acababa de designar y en quien había puesto sus esperanzas de pacificación, fue asesinado cuando ingresaba al Parlamento. Poco tiempo después la violencia magnicida alcanzó su pico máximo cuando una bala mató al capellán del Papa, quien estaba al lado del pontífice mientras éste daba una alocución en el balcón del Palacio. Estos hechos condujeron al estallido de la revolución en todos los territorios de Roma. En noviembre, cuando se proclamó la República Romana, Pío IX tuvo que huir y buscar refugio en Nápoles.

Garibaldi trata de convencer a Pío IX de que la libertad es "una buena oferta". Caricatura inglesa de la época.

El experimento liberal había fallado; el Papa estaba en el exilio; las ideas de Rosmini fueron condenadas, sus obras registradas en el Index; y el ejército de Luis-Napoleón Bonaparte, llamado en auxilio del Papado para evitar la consolidación de la revolución o —desde los intereses de Francia— para evitar la expansión del poder austríaco. Mientras tanto, los revolucionarios en Roma convocaron una Asamblea Constituyente que, en febrero de 1849, declaró que el Papado había perdido definitivamente su poder temporal y que el catolicismo no era la religión del nuevo Estado (Chadwick 2002, 86). Si bien es cierto que la República Romana hizo esfuerzos por proteger a los miembros del clero, a quienes garantizó libertad de tránsito, la secularización de las propiedades de la Iglesia dio pie para que se desataran actos de violencia y se produjeran varios asesinatos de sacerdotes y monjas. El 20 de abril de 1849, mientras el ejército francés combatía en las puertas de Roma contra las tropas de Garibaldi por el control de la ciudad, desde su exilio, Pío IX dio una alocución que marcó el giro de su posición política.

“Toda justicia, virtud, honor y principio religioso ha desaparecido, y el horrible y antinatural sistema del socialismo y comunismo se ha propagado y domina a los creyentes para destrucción de la humanidad. Roma ha sido convertida en una selva de animales salvajes, y la invaden apóstatas, herejes y así llamados comunistas y socialistas, que odian la fe y enseñan sus perniciosos errores y pervierten las mentes.”

Cuando los franceses tomaron control de los territorios pontificios, el nuevo Secretario de Estado, el Cardenal Giacomo Antonelli, quien había sido financista y cercano colaborador de Gregorio XVI, puso en marcha el proceso de la Restauración de la monarquía absoluta. Entre otras medidas, Antonelli ordenó la persecución del clero y de los intelectuales que participaron en la República o eran afines a las ideas liberales.

El reingreso del Papa a Roma tuvo lugar en abril de 1850. En los veinte años que median entre su retorno y el estallido de la guerra franco-prusiana (1870), Pío IX logró retener el entorno de Roma con la ayuda de dos ejércitos extranjeros, el francés y el austríaco. En su política exterior, gracias a la habilidad de Antonelli, el Papa aseguró el apoyo del Imperio Austro-húngaro, abolió las Iglesias nacionales, restableció el centralismo, y consolidó el vínculo con las nuevas y florecientes diócesis de Norteamérica y Australia. En el campo doctrinal, atendiendo a un pedido mundial y convencido de que su sede estaba protegida del error por Dios, el Papa definió y pronunció el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Este fue un acto sin precedentes en la historia de la Iglesia, a través del cual un Papa, por sí y ante sí, añadía un dogma al caudal de las creencias necesarias para la salvación (Chadwick 2002, 121). Entre tanto, endureció aún más su lucha ideológica contra la cultura política moderna en varias encíclicas y alocuciones.

François Gabriel Lépaulle, Pío IX visitando a las tropas de Garibaldi (1868).

El Estado Romano tenía, según Pío IX, un carácter excepcional debido a su historia y a su vocación de salvaguarda de la independencia espiritual del Vicario de Cristo en el mundo. Por ello, tenía que ser una monarquía, no despótica, pero sí absoluta (Chadwick 2002, 92). La historia enseñaba que la Iglesia había traído la civilización a una Europa conformada por pueblos bárbaros. ¿Por qué tendría su soberano que conceder nada a la civilización moderna, si defendía valores eternos que la civilización moderna había corrompido al concebirse a partir del progreso material? Esos nuevos valores provenían de la libertad de conciencia y el completo abandono de la preocupación por la vida futura, y la Iglesia no podría reconciliarse con esa forma de pensar sin traicionar su misión (Chadwick 2002, 168-169). Cuando el Papa consultó a algunos clérigos acerca de este tema, el Obispo Gerbert de Perpignan le envió un listado de errores modernos que había redactado en su tiempo libre. Pío IX quedó fascinado por el documento, mandó integrar en él sus propias ideas y lo sometió a consulta interna. No solo los cardenales que habían preparado un borrador alternativo, sino un tercio de los obispos consultados se pronunciaron en contra. Particularmente los obispos norteamericanos y belgas, invitados a Roma para la canonización de los mártires del Japón, manifestaron su preocupación, porque el listado incluía la condena de la democracia, lo que colocaba a la Iglesia de sus países en conflicto con la constitución de sus Estados. Al filtrarse el borrador a la prensa, personajes católicos de renombre, como el político liberal francés Montalembert y el profesor universitario alemán Döllinger, se pronunciaron en contra (Chadwick 2002, 170-173).

Con todo, en la Navidad de 1864, el Papa hizo publicar el documento con el título Índice de los principales errores de nuestro siglo, más conocido como Syllabus, que contiene ochenta proposiciones, agrupadas en diez títulos. De los errores señalados me interesa destacar cuatro, porque creo que, no solo para los tradicionalistas como el Obispo excomulgado Marcel Lefebvre, sino incluso para los sectores más conservadores de la jerarquía del siglo XXI, in pectore, siguen siendo errores.

(1) Es un error creer que es un bien que la Iglesia esté separada del Estado y el Estado de la Iglesia (LV).

(2) Es un error creer que la ciencia de las cosas filosóficas y de las costumbres puede y debe declinar o desviarse de la autoridad divina y eclesiástica (LVII).

(3) Es un error creer que en esta nuestra edad no conviene ya que la Religión católica sea tenida como la única religión del Estado, con exclusión de otros cualesquiera cultos (LXXVII).

(4) Es un error creer que el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la moderna civilización (LXXX).

El Syllabus produjo no solo indignación y burla en la opinión pública adversa al catolicismo, sino rechazo y problemas de conciencia en una parte importante del mundo católico, sobre todo en quienes vivían bajo regímenes constitucionales. El fondo filosófico de esta contradicción dialéctica, que ha perdurado en el catolicismo desde el Concilio de Trento (1545) hasta hoy, fue explicado por Hegel en sus Lecciones de Filosofía de la Historia cuando caracterizó al Protestantismo como una religión que creó un ethos común al abolir la diferencia entre clérigos y laicos con el matrimonio de los sacerdotes. En ese nuevo ethos, el desempleo no era más una señal del cielo, sino aquello que la sociedad debía combatir mediante el progreso material, lo que creó nuevos valores cívicos y políticos; y la obediencia era libre, porque la conciencia obedece mandatos divinos que no contradicen la percepción política de lo racional; lo que posibilita, a su vez, la creación y el desarrollo progresivo de nuevas y cada vez mejores formas de gobierno. En la Iglesia católica, en cambio, Hegel veía cómo la conciencia se tenía que oponer en principio a las leyes seculares, porque la Iglesia es un Estado dentro del Estado (Hegel 1986, 492 ss.). Pues en lugar de desplegar con sabiduría esa característica excepcional del catolicismo, el Syllabus agudizó las contradicciones hasta alcanzar el punto de ruptura con los signos de los tiempos.

Pío IX presidiendo el Concilio Vaticano I

Convencido de la universalidad de su gobierno y en contra del parecer de Antonelli, Pío IX convocó al Concilio Vaticano I, que se inauguró en diciembre de 1869 con la presencia de 792 obispos, entre ellos 21 de América Latina. Uno de los objetivos del Papa era incluir el Syllabus en la agenda. La resistencia de un grupo de cardenales y obispos —se señala que un 20%— lo impidió. Pero todos tenían presente el fallido experimento liberal y sus sangrientas consecuencias, de modo que era imposible que el Concilio no aceptara que los errores políticos del mundo moderno eran realmente errores y que requerían corrección por parte de la Iglesia. Se afirma que fue también ese mismo porcentaje de prelados el que se opuso, retirándose antes de la votación, al decreto Pastor aeternus, mediante el cual el Concilio declaró como dogma la infalibilidad del Papa cuando se pronuncia ex-cathedra en materia de dogma y moral (Chadwick 2002, 197-214).

Aplicación de la hermenéutica de Benedicto XVI al Syllabus

Pues bien, si aplicamos el principio crítico de Benedicto XVI a las cuatro proposiciones del Syllabus que he seleccionado —una técnica, dicho sea de paso, ya usada en el siglo XIX por Félix Dupanloup, Obispo de Orleans, con el mismo propósito (Chadwick 2002, 178)—, podemos producir los siguientes teoremas:

(1) En principio sigue siendo un error que la Iglesia esté separada del Estado, porque la separación genera dos órdenes paralelos que no se intersecan, lo que condena al orden eclesiástico a la superficialidad y a su prescindencia. Pero, en contexto, hoy ya no es un error, pues el Estado moderno ha comprendido que no puede forzar a nadie a creer.

(2) Que la filosofía y la ética se hayan emancipado de la autoridad divina y eclesiástica sigue siendo un error in toto para Benedicto XVI —es un componente fundamental de su cruzada contra el relativismo—, porque, al perder el horizonte de la trascendencia en su comprensión del ser y de la vida humana, convierten a la religión católica en una opción cultural más entre otras.

(3) En principio sigue siendo un error creer que no conviene que la religión católica sea la única religión del Estado, aunque en contexto ha dejado de ser un error, porque en función de la paz social conviene más la neutralidad estatal.

(4) En principio sigue siendo un error creer que el Papa pueda y deba reconciliarse y transigir con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna. Pero, en contexto, no es un error, a condición de que esas novedades se comprendan en el horizonte de la trascendencia. Fuera de esa condición, no hay transigencia posible.

En resumen, la evidencia histórica coloca al modelo de gobierno monárquico de la Iglesia en los antípodas de la cultura ética y política de las democracias liberales, de modo que la tensión es inevitable y demanda una hermenéutica especial de los vínculos con el Estado y la cultura moderna.

* * *

Dos notas para finalizar este punto: (1) Cuando a inicios del siglo XX subió al trono Pío X (1903-1914), lo primero que dispuso fue la anulación de la política de apertura al mundo moderno de su antecesor, León XIII (1878-1903). La defensa del catolicismo para la restauración de la sociedad cristiana en Europa significaba para Pío X, entre otras cosas, intransigencia con las pretensiones de modernización en el ámbito eclesiástico; rechazo de las tendencias liberales de la Iglesia católica de los Estados Unidos; condena de las ideas democráticas en los sindicatos católicos; y, sobre todo, la definición de una política antimodernista más eficiente. (Steimer 2010, 165-167).

(2) En 1970, como reacción a los decretos del Vaticano II, el Arzobispo ultra-derechista francés, Marcel Lefebvre, fundó la Sociedad de San Pío X. Lefebvre había sido miembro de una comisión preparatoria del Vaticano II y se había opuesto a la cuestión de la libertad religiosa. Tiempo después recibió varias amonestaciones y dos suspensiones por parte de Paulo VI, debido a ordenaciones sacerdotales no autorizadas y a declaraciones públicas contrarias al Concilio. En 1988, a pesar de una prohibición expresa de Juan Pablo II, Lefebvre consagró a cuatro obispos. Roma excomulgó a los cinco.

«Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración» (1) por Luis E. Bacigalupo

Nota previa: Este artículo ha sido publicado en la página «En defensa de la PUCP» de la Pontificia Universidad Católica del Perú, pero, por su extensión, ha sido colgado como un documento aparte. Para facilitar su lectura aquí, en este blog, lo he dividido según las cuatro partes que lo componen. Por lo demás, se recomienda su lectura dado que, aparte de su excelente factura, es quizá el único texto académico dedicado a analizar el trasfondo ideológico e institucional de la controversia que sostienen el cardenal Cipriani y la PUCP.

Qué espera la Iglesia de sus universidades. Entre el aggiornamento y la restauración

 

Luis E. Bacigalupo

Profesor de filosofía medieval y filosofía de la religión de la PUCP

Este artículo [1] tiene cuatro acápites y una coda:

1. La hermenéutica del Concilio Vaticano II.- Benedicto XVI afirma que hay dos formas de interpretar el Vaticano II y favorece las tendencias que creen necesaria una ‘reforma de la recepción’ del Concilio.

2. El espíritu de la restauración.- Breve presentación histórica de los principales aspectos políticos vinculados con las interpretaciones más conservadoras de la ‘reforma de la recepción’ del Vaticano II.

3. Benedicto XVI y la vigencia del Vaticano II.- La tensión entre la restauración y el aggiornamento anunciado por el Concilio. Las pautas del Papa para resolver la tensión y la ambigüedad de algunas de sus medidas.

4. Las universidades católicas y la crisis de nuestro tiempo.- La afinidad de las universidades católicas liberales con el aggiornamento. El papel que desempeñan en la hermenéutica del Concilio.

Coda: Breve alusión al caso de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

1.
La hermenéutica del Concilio Vaticano II
Benedicto XVI afirma que hay dos formas de interpretar el Vaticano II y favorece las tendencias que creen necesaria una ‘reforma de la recepción’ del Concilio

En diciembre de 2005, con ocasión del cuarenta aniversario del cierre de las sesiones del Concilio Vaticano II, Benedicto XVI dio un discurso ante la Curia en el que planteó estas preguntas: “¿Cuál ha sido el resultado del Concilio? ¿Ha sido recibido de modo correcto? En la recepción del Concilio, ¿qué se ha hecho bien? ¿Qué ha sido insuficiente o equivocado? ¿Qué queda aún por hacer?” (DC 2005). La respuesta del Papa es que todo depende de la correcta hermenéutica del Concilio, de la que hay dos corrientes opuestas. Por un lado, se cree que el Vaticano II fue el gran acontecimiento del siglo XX, con el que concluyó la Era constantiniana, caracterizada por el anhelo de poder temporal de la Iglesia. El Concilio habría abandonado definitivamente esa aspiración y asumido el diálogo con el mundo moderno. A esa posición Benedicto XVI la llama “hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura.” Del otro lado, se denuncian los graves errores del Concilio, el primero de ellos, precisamente, la discontinuidad con la tradición. En la práctica, esa recepción del Vaticano II se habría convertido en un factor más de la crisis de la Iglesia y debía ser reformada. A esta posición Benedicto XVI la llama “hermenéutica de la reforma” de la recepción, y añade que, por fortuna, de manera silenciosa, está dando frutos. Para salvar la tensión producida por esa disparidad de recepciones, el Papa distingue los niveles del discurso, de modo que siempre haya continuidad en los principios teológicos y reforma no de la letra, sino de la forma progresista de interpretar el espíritu del Concilio. En efecto, desde su conocimiento interno del proceso, el Vaticano II debía determinar de modo nuevo la relación entre la Iglesia y la edad moderna, pero fue interpretado en clave de discontinuidad y ruptura. El Papa pide que no se vea al Concilio como una “Asamblea Constituyente, que elimina una Constitución antigua y crea una nueva.” Toda Asamblea Constituyente, aclara, necesita la autoridad del pueblo, que le confiere y confirma el mandato. “Los padres no tenían ese mandato y nadie se lo había dado; por lo demás, nadie podía dárselo, porque la Constitución esencial de la Iglesia viene del Señor.” La crítica, como se ve, es a la filosofía política moderna y su interpretación de la soberanía popular, y, en último término, a los principios fundamentales de la Modernidad, que son la autodeterminación de la razón y la autonomía de la voluntad.

Además de las filosóficas, hay otras razones que permiten precisar la posición del Papa, procedentes de su trayectoria anterior. Como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el Cardenal Ratzinger expuso sus reparos frente a los efectos del Concilio: reproducían los factores más negativos de la crisis de valores de la humanidad, que se manifestaron a fines de los sesenta en una mezcla malsana de liberalidad moral y dogmatismo marxista. Parte importante de la Iglesia traspasó, según Ratzinger, el umbral de 1968 y quedó marcada por el profundo quiebre moral que representa. Por eso, los decretos del Concilio, que en sí mismos son buenos, en la práctica fueron tergiversados por el espíritu de la Modernidad, y de ese modo se convirtieron en un factor más de relativismo cultural. Es importante precisar qué efectos atribuye Ratzinger a esa recepción del Vaticano II. El primero es la crisis de identidad de la Iglesia, manifiesta en la inseguridad de muchos clérigos y laicos respecto de la tradición. Hay una cultura católica moderna, marcada por el principio de la libertad, que mira con desconfianza y hasta vergüenza a un Magisterio que subraya la necesidad ineludible de la obediencia. El segundo efecto es la ilusión de la hora cero y el anhelo de un nuevo comienzo.

En el fondo, esa cultura aspira a refundar la Iglesia sobre los principios filosóficos de la razón crítica. Ratzinger calificó esa crisis de neurosis, y creía que al Papado le hacía faltaba una estrategia adecuada para enfrentarla. En su concepto, en primer lugar se debía desterrar la idea de que la Iglesia es un espacio de debate acerca del Vaticano II. Eso era para él un asunto exclusivo de la colegialidad. En segundo lugar, los prelados debían convencerse de que una recepción errada del Concilio se alineó con la Ilustración y contribuyó a la disolución de los valores tradicionales del catolicismo y la cultura cristiana. En resumen, era necesario reformar la recepción para que el Vaticano II no se convirtiera en un evento contraproducente (Ratzinger 1982 en Hünermann 2009, 8-10).

A partir de esto, podemos hacer dos suposiciones razonables: (a) como Benedicto XVI, Ratzinger no ha cambiado radicalmente su forma de pensar; aunque haya moderado algunas de sus posiciones más radicales; y (b) sus posiciones firmes no pueden interpretarse como el capricho de un individuo que mira la historia de una manera peculiar, sino que deben tener asidero en la tradición.

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[1] Una versión preliminar y aún muy tosca de este artículo fue leída el 1 de setiembre de 2011 en el panel “La catolicidad de la PUCP. ¿Qué es una universidad católica hoy?”, organizado por Estudios Generales Letras. Agradezco a los colegas y amigos que comentaron el borrador, en particular a Martín Carrillo Calle y Juan Fernando Vega Ganoza por sus valiosas observaciones críticas.

El Perú: ese país donde el «neoliberalismo» sí existe. Dos ejemplos de «la minería que tú quieres»

Hace un tiempo un profesor me contaba que un filósofo español que visitaba nuestro país, liberal él, le había comentado que creía que el término «neoliberal» era una de esas etiquetas meramente nominales con las que la izquierda se había fabricado un enemigo ad hoc pero inexistente, o al menos que eso creyó hasta que conoció nuestro país y se dio cuenta que «si hay un país que pueda llamarse propiamente ‘neoliberal’, ése tiene por fuerza que ser el Perú».

Uno ve esto a diario. Por ejemplo, en nuestro sistema de «transporte público», en el cual no sólo la presencia del Estado es nula (en contraste con la mayoría de países), sino que además no tiene el menor sentido de ser un servicio público. A lo mucho es colectivo. Acá el transportista decide según su ánimo o la paga cómo debe tratarte (y si no te gusta, te dice que para eso están los taxis). Acá el transportista decide si hace su ruta completa o sólo una parte porque su mujer le ha dicho que regrese temprano a casa ese día. Acá las licencias se dan a personas que a su vez las subarrendan a otras que ni tienen en cuenta que se les ha dado una licencia bajo ciertos términos. Acá el respeto de las normas de tránsito (y esto incluye a los peatones) depende de si hay o no un policía cerca. Acá se malogra un semáforo y por una extraña razón que no logro comprender del todo los conductores son incapaces de alternar los pases de manera ordenada y conveniente para todos. O, más incomprensiblemente aun, los policías empiezan a dirigir el tránsito con otros tiempos que los de los «semáforos inteligentes» y lo ralentizan todo.

Acá el transportista decide si los escolares pueden subirse o no a sus vehículos y todos los precios se negocian (y si no estás de acuerdo, puedes bajarte del carro y tomar otro). Una profesora argentina me comentaba en Medellín que, cuando estuvo en Lima, le pareció extrañísimo tener que negociar con los taxistas el precio de la carrera, así como que algunos simplemente se negaran a ir a su destino. Todo eso pasa y a todo eso estamos mal habituados. La influencia de ese salvajismo en otros ámbitos de nuestra convivencia social no ha sido aún estudiada. Lo único que sabemos de cierto es que gran parte de este mal se lo debemos —¡qué sorpresa!— a Alberto Fujimori. Y, sin embargo, quizá no sea el transporte el mejor ejemplo del más salvaje neoliberalismo en nuestro país. Pongamos dos breves ejemplos que nos muestren la más avergonzante abdicación del Estado en manos de los intereses privados de unos pocos, que son —¡qué sorpresa!— los dueños de las grandes empresas extractoras: las mineras.

Primer ejemplo: Observe atentamente el siguiente cartel colocado en los alrededores de la minera Buenaventura en Uchucchacua, provincia de Oyón, departamento de Lima.

Fotografía de Óscar Pacussich publicada en el reportaje "Plomo en la mina de plata", en el semanario Hildebrandt en sus trece del viernes 29 de abril de 2011, p. 29. Por derechos de reproducción no puedo colocar las otras fotografías, pero son especialmente elocuentes las que muestran la desaparición de las lagunas Mesapata y Tinquicocha por los relaves mineros.

¿»Seguridad es hacer las cosas bien»? Ni al generalísimo Franco le hubiese salido un lema tan fascista. Aquí se observa además cómo los intereses de la mina priman sin ningún problema por sobre el derecho constitucional al libre tránsito, según el cual cada persona es libre para decidir por cuáles vías públicas quiere transitar y en dónde desea detenerse o dónde no. A la minera no le importa. Como no hay allí presencia del Estado, qué más da. Ellos deciden cuándo, dónde y cómo establecen pequeños estados de excepción, en los cuales restringen los derechos fundamentales a su soberana voluntad. Éste es el siglo XXI en el Perú, en nada distinto al siglo XVI (y bastante cerca de Lima).

Segundo ejemplo: Hace un tiempo el literato y humorista Jaime Bayly dijo que él no comprendía por qué habría que mantener unas Fuerzas Armadas, por lo que sugería eliminarlas. A los empresarios mineros se les ha ocurrido algo más inteligente: contratarlas como seguridad privada; es decir, según el peruanismo del caso, como sus «guachimanes». Esto viene ocurriendo en la provincia de Condorcanqui en Amazonas, donde la Sexta Brigada de Selva del Ejército del Perú ha celebrado un contrato con la minera de Carlos Ballón Barraza y con la minera Afrodita S.A.C. para brindarles transporte, comunicación y seguridad a cambio de S/. 80 mil nuevos soles al año. Se puede ver el tenor del contrato aquí. Esto es a lo que ha llegado el «Glorioso Ejército de Bolognesi». Bueno, nunca tan glorioso, pero tampoco, hasta ahora, rebajado a tan poca cosa. Ya que estamos en esto y el concepto de «fuerzas públicas» parece no tener más lugar en nuestra sociedad neoliberal, a lo mejor las discotecas de Lima podrían contratarlos también en lugar de sus vigilantes privados.

Creo que estos ejemplos hablan por sí solos y me eximen de mayor comentario. Así vistas las cosas, me parece que tiene razón también otro profesor amigo, liberal él, cuando me dice que «el liberalismo es un asunto de caballeros, pero el problema es que en el Perú los liberales son unos hijos de puta». En efecto, lo son.