La periodista Paola Ugaz ha escrito para el diario La Tercera de Chile el artículo: «Iglesia en Perú: El fin de una era«. Se trata de un texto bastante lecturable y esclarecedor para los lectores del país vecino; sin embargo, creo que es necesario, desde el Perú, hacer algunas observaciones sobre el contenido y sobre el título del artículo.
Primero, Ugaz escribe: «La rapidez del Pontífice –solo le tomó 25 días– al aceptar la renuncia del cardenal, describe con claridad la mala relación entre ambos, ubicados en diferentes facciones de la Iglesia Católica latinoamericana: de la orden jesuita y del Opus Dei, respectivamente». Según el Diccionario panhispánico de dudas, se puede usar la mayúscula inicial cuando se hace referencia a una persona concreta que ejerce un cargo (como Pontífice o Cardenal, pues se estaría refiriendo a Francisco y a Cipriani en cada caso). No obstante, en su última Ortografía de la lengua española, las Academias de la Lengua sugieren el uso de minúsculas en cualquier caso. Como se ve, la periodista podía optar por colocar ambos cargos personales en mayúscula o ambos en minúscula. El error está en la incoherencia que le hace alternar indistintamente entre un uso y el otro. Ahora bien, en cuanto al contenido, es innegable que la decisión del pontífice ha sido rápida (el último arzobispo de Caracas, por ejemplo, dejó el cargo casi un año después de presentar su renuncia), pero ello no tiene por qué deberse a una mala relación entre él y Cipriani, a causa de ser miembros de dos «facciones» distintas. Se debería, más bien, a la elevada impopularidad de Cipriani y a su escasa autoridad moral entre sus feligreses, así como a la difícil relación que éste ha tenido con casi todas las órdenes religiosas en torno a una infinidad de temas, desde rituales hasta doctrinales, pasando por los económicos. En la ciudad de la voz a medias, que es Lima, es bien sabido que Cipriani extendió el poder de los diocesanos (los religiosos que no pertenecen a una orden), como los de Pro Ecclesia Sancta, y se apoyó casi exclusivamente en ellos. Como resultado, alejó a dominicos (entre los que está el liberacionista Gustavo Gutiérrez), franciscanos, agustinos y marianistas (como el vetado teólogo Eduardo Arens), además de a los jesuitas, desde luego. En su relación con los fieles, se opuso cuanto pudo al auge de los movimientos «carismáticos». Cipriani también perdió todas sus postulaciones para presidir la Conferencia Episcopal, con lo que se evidenció su impopularidad entre sus propios pares obispos. E incluso en el Opus Dei se prefirió en 2017 colocar como cabeza de la prelatura a otro que no fuese aquél que, en su momento, había sido su promisorio primer cardenal.
Ugaz también afirma que el arzobispo entrante, Carlos Castillo Mattasoglio, «está ubicado en las antípodas de Cipriani». La afirmación es un tanto ligera, pues no aclara en qué sentido. En lo que respecta a la teología de la liberación, se puede decir, en efecto, que es cierto: tanto en la docencia como en el sacerdocio, Castillo ha defendido muchas de las ideas liberacionistas que el reduccionismo burdo de Cipriani estimaba como libertinas o comunistas, y por ello relegó al diocesano Castillo a un segundo o tercer plano. Eso mismo tiene que ver con la diferencia entre el hombre culto y con una importante biblioteca, que es Castillo, y Cipriani, que nunca ha sabido ser algo más que un político maquiavélico. Dicho esto, se hace necesario aclarar que la apertura del cura Castillo hacia la teología de la liberación no implica un entusiasmo de fondo por ella. Sus razones para favorecer la llamada «opción preferencial por los pobres» no son teológicas, como sí es el caso del marianista Arens o de casi todos los docentes de teología de la Pontificia Universidad Católica. Las razones de Castillo son más bien antimodernas o postmodernas. De allí el entusiasmo que tuvo por la propuesta de un cristianismo débil, formulada por el italiano Gianteresio Vattimo, siempre que éste no se pusiera demasiado relativista («todo vale») o comunista.
Para Castillo, nuestra situación actual es la de una crisis general y con un claro causante: la racionalidad moderna con su antropocentrismo, su individualismo y su tecnicismo. Su crítica al respecto no es muy elaborada; se trata, más que nada, de una posición de principio. Tampoco lo es el que –algunas veces con una angustia que le envidiaría Woody Allen– Castillo vea crisis en todas partes. Ciertamente, su concepto de crisis destaca lo de oportunidad que ella puede tener; además, porque en la esperanza entra precisamente la teología cristiana como el remedio universal prometido desde tiempos del judaísmo veterotestamentario, al cual Castillo conoce como nadie en nuestro medio. No obstante, Castillo adopta allí también un conservadurismo moral poco esperanzador para los tiempos que corren. La homosexualidad, por ejemplo, era para él (ojalá que ya no lo sea) otro síntoma de nuestra grave crisis moral: algo incomprensible e inadmisible para el –postmoderno– plan salvífico de Dios. Algunos de sus alumnos universitarios lo recuerdan además como alguien cerrado a la crítica y habituado a un trato muy vertical e incluso abiertamente vejatorio. No pocos reclamos se alzaron en su contra por ello. En todo caso, en lo moral, no sería en absoluto el antípoda (persona totalmente contraria a otra) de Cipriani, pero tampoco es su monaguillo. En ese sentido hay que entender su reciente declaración, en la que dice que dialogará con las víctimas del Sodalicio de Vida Cristiana: algo impensable para Cipriani que siempre hizo espíritu de cuerpo. Eso sí: en su casi apocalíptica lectura de la condición actual del mundo, Castillo ha enfatizado especialmente el tema de la crisis ecológica. Si se piensa en la línea ecologista del recién nombrado cardenal Barreto, uno se vería tentado a decir que esa puede ser una de las principales razones o acaso la principal razón por la que Castillo ha sido el elegido de Francisco para suceder a Cipriani, que no mostraba tampoco ningún interés real sobre este asunto. A estas alturas, no cabe duda alguna de que el ecologismo es la principal línea política y teológica del papa Francisco.
Ugaz cita luego a la revista Caretas: «es conocido que el cardenal (Juan Luis Cipriani) y el arzobispo de Piura, José Antonio Eguren del Sodalicio, fueron los únicos prelados que no firmaron el documento de Aparecida (Brasil) en el 2007 por su énfasis en los menos favorecidos». La periodista no coloca las comillas de cierre; tampoco evalúa la fiabilidad del texto citado, que es sólo una opinión hecha al desgaire y no información sustentada. Es muy poco sensato –y tiene algo de mala fe– dar a entender que Cipriani y Eguren no quisieron firmar dicho documento porque desprecian a los pobres. Lo que en realidad ambos desprecian es a la teología de la liberación, a la que no consideran una auténtica teología, sino sociología marxista que debe ser vetada en las instituciones educativas católicas. Cipriani y Eguren supieron ver que, al basarse en ella, el documento de Aparecida se constituía en uno de los pilares que permitirían el reconocimiento oficial de la teología de la liberación.
El resto del artículo de Ugaz ofrece una buena síntesis de los aspectos más relevantes en la carrera episcopal de Cipriani, aunque faltan algunos puntos, seguramente por el límite del espacio. Por ejemplo, falta que la pugna con la PUCP estaba también económicamente motivada. En el sexto párrafo, la periodista escribe «Cipriani fue escogido por Fujimori como mediador del gobierno y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru». Debe decir: «como mediador entre el…»
Finalmente, unas palabras sobre el título del mencionado artículo. En lugar de «Iglesia», debe decir «Iglesia católica», porque no se trata de la única iglesia. Del mismo modo, en lugar de «en Perú», debe decir «en el Perú», porque el nombre fundacional de nuestro país no es República de Perú, sino República del Perú. Además, si bien es indudable que habrá un cambio de dirección con la designación del nuevo arzobispo de Lima, suena demasiado espectacular y poco realista hablar de un cambio de era. No parece muy revolucionario, por ejemplo, que Castillo haya dicho recién que los abusos y asesinatos de mujeres requieren una mayor fe en el Señor de los Milagros. Hasta parece una broma de mal gusto. Sin ir más lejos, lo que necesita la periodista Ugaz es que el obispo Eguren de Piura y el Sodalicio de Vida Cristiana la dejen de intimidar y acosar judicialmente por la importante investigación que hizo junto a Pedro Salinas (también acusado) y que destapó el escándalo de abusos cometidos por Figari y otros sodálites aún protegidos por la Iglesia católica. El cambio debiera empezar por resolver este asunto. Castillo ha dicho que luchará por las víctimas, pero también ha dicho que los abusadores son unos cuantos cristianos que han dado un mal ejemplo (sic). ¿Mal ejemplo? En lo secular, se trata de delincuentes; en lo religioso, de pecadores que, según el propio Evangelio, debieran preferir el suicidio por lo que hicieron. Las medias tintas aquí son inaceptables. En cualquier caso, el tiempo revelará el alcance del cambio de arzobispo. Los espíritus libres deben mantener una actitud crítica hacia él, así como también deben estar dispuestos a defenderle cuando corresponda, especialmente de los enemigos del progresismo en la Iglesia católica, que no son pocos ni poco poderosos en nuestro país.