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El fujimorismo y los dos niveles de la democracia

Nota previa: Este texto corresponde a una intervención que me fue solicitada de imprevisto por algunos amigos de Buenos Aires para un conversatorio sobre biopolítica. En realidad, la pregunta concreta que me dirigían era por la persistencia del fujimorismo en la política peruana. Lo publico creyendo que, más allá de esa pregunta, éste puede decir algo, no tanto sobre biopolítica, sino sobre la relación entre estética y política en general. En la transcripción sólo he cambiado el ejemplo inicial, colocando uno más reciente que es, sin embargo, más preciso que el que se me ocurrió en ese momento. Algunas notas fueron dichas en esa ocasión. Otras han sido añadidas recién aquí. El texto conserva su improvisada estructura oral.

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Buenos días.

Les agradezco la amabilidad de invitarme a decir fuera de programa algunas palabras sobre un tema espinoso del que sólo puedo dar una aproximación básica.

La llamada «líder natural» del fujimorismo, Keiko Fujimori, se ha manifestado en contra de un eventual retorno a la bicameralidad en el Congreso peruano. No es una sorpresa siendo que su padre la suprimió con el golpe de Estado de 1992, pero no ha dado su justificación habitual de la rapidez legislativa y el ahorro de costos. En esta ocasión, su argumento para justificar un Congreso unicameral (que de llegar al poder podría controlar mejor) ha sido que “el rechazo de la población hacia el Congreso podría incrementarse con 60 senadores adicionales, además de los 130 congresistas” (Willax TV, 27/11/2013). Esta lógica implica un reduccionismo cuantitativo bastante elemental que puede expresarse así: “si hay un rechazo ‘n’ por 130 congresistas, con 190 habría un rechazo ‘n + 60’, lo que sin duda es peor porque es más rechazo”. Al ser un argumento tan elemental y no ser presentado de una manera analítica que pueda resaltar sus limitaciones, es fácil que ese razonamiento sea compartido por otros. Se requiere una mayor reflexividad, habitualmente ausente en las declaraciones del fujimorismo y en buena parte de su público objetivo, para distinguir que esa desaprobación es sólo secundariamente numérica; que si los congresistas no fuesen malos, sino buenos representantes, la población no tendría problema alguno en aumentar su número por buenas razones, porque lo decisivo es en todo caso su calidad, que, aun cuando tiende a ser generalizada, es determinada siempre a partir de las decisiones, acciones y opiniones concretas de los congresistas. Pero Fujimori no ignora esto, sino que, además, deliberadamente omite en su simplificación los argumentos de fondo sobre el tema. Esa es, como veremos, una estrategia característica del modo de hacer política del fujimorismo, del viejo y del nuevo.

Si se tomase como determinante lo que Fujimori señala, bien podría ser refutada con la idea de una división de cámaras que no aumente el número actual de congresistas (lo cual, no obstante, sería errado ya que los senadores no serían representantes locales y hay una baja representatividad local con el número que hoy se tiene) (1). El argumento matemático, pues, es sólo un recurso con el que el fujimorismo busca que el ciudadano mantenga incuestionado un presupuesto que bien podríamos llamar «prejuicio pragmático»; a saber, que cuestionar el pensamiento y las políticas que ellos definen como «pragmatismo» (lo que puede entenderse como un realismo ingenuo) es propio de la «política tradicional», que ha sido tradicionalmente corrupta e impopular, y que sería por ello mismo demagógica. Desde luego que hay implicados también intereses individuales y partidarios en lo que el fujimorismo hace o expresa, pero al momento de buscar legitimidad más allá de los directamente beneficiados, no pueden apelar a esos intereses. La vergüenza sigue haciendo lo suyo, como observaba Marx. Apelan por ello a su ideología; esto es, a su forma presuntamente «no tradicional» de hacer política. En ese marco, toda reflexión que salga de la esfera «pragmática» es pura e inútil «filosofía», y el político que está con el pueblo no debe perder el tiempo en filosofías. Con esa política de la inmediatez, una serie de argumentos sólidos en favor de la bicameralidad son descartados de plano, obviando que la idea misma de contar con un Senado obedece a la intención de elevar la calidad parlamentaria, con personas de prestigio y experimentadas que mejoren las leyes aprobadas por la Cámara de diputados y con lo cual el rechazo de la población pudiese también reducirse (2). Por otro lado, en los sistemas bicamerales sucede normalmente que el Senado tiene más prestigio que la Cámara baja, por lo que equipararlas sin más es algo poco realista. Desde luego que todo depende de cómo se plantee la bicameralidad, y el modo como se ha planteado ahora último en el Perú es, por decir lo menos, decepcionante; pero el debate debe dirigirse sobre esas cuestiones que van más allá de lo coyuntural y de la precaria idea de democracia implicada en la declaración de Fujimori.

Lo que nos interesa resaltar acá no es el asunto de la bicameralidad, sino lo que presupone la declaración de Fujimori como idea y práctica de la política. Hemos adelantado que se trata de una política de la inmediatez y de ello podría desprenderse, como hacen a menudo políticos y analistas políticos, un juicio de valor negativo. No obstante, si estamos interesados en las posibilidades reales de la democracia, es necesario observar detenidamente y sin moralismos su uso eficaz como argumento de validación a manos del populismo, que no actúa sobre la conciencia de la gente en un nivel teorético, analítico, sino en un nivel intuitivo, que es más bien sintético, de naturalidad cotidiana (lo cual incide en la sensación de cercanía con este político), y donde predominan el gusto por el lado de la sensibilidad, y la opinión por el de la razón. Es el terreno del espectáculo y de la retórica, donde el individualismo se vuelve útil para el político populista porque refuerza un desdoblamiento que éste requiere (y sobre el que volveremos más adelante): tras una aparente unidad, encabezada por él, hay una realidad fragmentada que es plenificada mediante la satisfacción individual. Satisfacción supone aquí concreción, lo cual se logra aplacando o aligerando necesidades materiales (aquí se encuentra también el dominio del cuerpo, que le interesa a la biopolítica). Con la opinión sucede ya algo distinto: ésta se plenifica con la expresión, que es su materialidad particular. Pero la expresión en el marco del populismo no puede ser tan libre y espontánea: se necesita mantenerla dentro de ciertos límites controlables en los que no haya lugar para la disidencia; por ejemplo, en los mítines de apoyo al líder o con los medios de comunicación que tienen filtros adecuados (no sólo la censura, sino especialmente el framing).

En cualquier caso, estamos refiriéndonos en general a un nivel estético de la política. Más precisamente, a una voluntad estética que no es muy difícil de complacer y, por lo tanto, de domeñar. Ella reconoce fácilmente al tirano que se impone a través del miedo y la violencia explícita, pero no reconoce con la misma facilidad la coacción del populismo porque ésta se le impone por medio de la satisfacción, que remite a la propia subjetividad, sometiendo a la voluntad en general, y a la voluntad de conocimiento en particular, al sentimiento de placer. Con ambas, con la tiranía explícita del miedo o con la implícita del placer, importa especialmente lo estético; pero, como la dominación del político populista es más sutil, se hace más importante todavía analizar ese particular mecanismo de ilusión estética (3). Permítaseme esbozar sólo un punto: El miedo lleva a querer escapar de sus dinámicas y suprimir lo que le causa; el goce, no. En su individualidad, el goce es absolutizante: a partir de él no se coloca nada por encima del gusto y la opinión personales, no hay que buscarles sustento y no se les puede criticar sin cuestionar la libertad en su sentido más individual, que, siendo sumamente abstracto, se presenta empero como plenamente concreto. La organización de los individuos sólo es tolerada, como está dicho, limitando la esfera pública al proselitismo; es decir, si ella se somete a la libertad real, que no es finalmente la de cada individuo, sino la del líder encumbrado como soberano (4).

Ahora bien, mirar el asunto sin prejuzgarlo es ver lo real en aquella satisfacción individual; esto es, admitir que no se puede renunciar a esa esfera por poco reflexiva o crítica que efectivamente sea y por mucho que se crea que sólo el populismo puede tomar provecho de ella. Spinoza, por ejemplo, admitía como necesarios el disimulo y la manipulación incluso en un Estado democrático, por la sencilla razón de que no todos sus miembros son iguales y no todos pueden o quieren tener un carácter crítico (profético, en sus términos) (5). Nuestra resistencia a aceptar esto se debe a que estamos inmersos en una metafísica racionalista y moralista que censura a la retórica y al espectáculo por principio y que, al no poder eliminarlos y viendo que cada vez tienen un mayor lugar mediático, no se le ocurre nada mejor que pretender que sigan criterios que no son los suyos, fracasando cada vez más estrepitosamente en ese intento. Es necesario por eso, sin que ello signifique que la política en conjunto pierda un carácter crítico, salir de los estrechos márgenes que nos ha dejado la Ilustración e incorporar aquellos elementos que podríamos llamar ‘pre-críticos’ (yo los llamo ‘protoconscientes’ o, dado su carácter sensible, sencillamente ‘estéticos’). De hecho, la ventaja del capitalismo en este punto fue haber asumido esto por sus propios dogmas respecto del individuo. Así se volvió «capitalismo avanzado». Ya dijimos que el individualismo es conveniente para el populismo. Lo mismo ocurre a la inversa. No podría hacerlo aquí, pero es útil detenerse en la relación entre las teorías individualistas del capitalismo y las del ejercicio soberano del poder, antidemocrático en tanto que no limitado por el derecho y la Constitución, remontándose quizás a Hobbes y su polémica con el juez Coke, así como enfocar también las semejanzas y la relación simbiótica que puede darse entre la élite empresarial, los políticos populistas y los medios de comunicación. Estos últimos, no sólo porque pueden someterse a determinados intereses y poderes fácticos, sino porque se sirven del mismo argumento para justificar su mediocridad: bueno es lo que le gusta a la gente, lo que la gente quiere, que no es más que una suma irreal (es decir, una «voluntad general» meramente abstracta) de voluntades que en el fondo no dejan de ser sólo individuales (6).

De cualquier modo, la práctica de la política que deja de lado el aprovechamiento de las apariencias y los prejuicios por considerarlos inmorales y acríticos, cede esta esfera, que no puede ser suprimida de la condición humana y menos con sólo cerrarle los ojos, a aquellos que precisamente no tienen ninguna intención de adecentar la política o de hacerla más crítica. Además de ingenua, tal actitud es verdaderamente irresponsable. Sin embargo, es una actitud habitual entre los liberales que se hacen llamar «de izquierda», que parecen creer que la decencia necesariamente va acompañada de la torpeza política. Esta «izquierda», que la derecha acepta y con gusto califica de «progresista» porque no supone crítica estructural alguna, no está dispuesta a sacrificar su comodidad individualista y sacrifica más bien la crítica de la ideología; pero lo más curioso es cómo combinan su afán por reivindicaciones meramente simbólicas (estéticas) con su menosprecio por lo estético en la política. Son los idealistas de nuestro tiempo, la versión farsesca de la historia, que creyeron que el «progreso» pasaba por una nueva inversión del materialismo: le dan primacía a la estética de la imaginación por sobre la estética de la percepción. Con ello han logrado dos cosas:

1) Confundir lo simbólico con lo real, dándole prioridad a lo primero como síntoma directo de la realidad o como la realidad misma, sin darse cuenta que lo simbólico, más allá de todo eso, sigue siendo sólo simbólico. Esto los ha hecho abandonar también los términos de la sociología clásica para entretenerse con artificios subjetivistas como los psicoanalíticos; categorías como la de clase han sido enteramente desplazadas por otras más ambiguas e inofensivas como la de identidad.

2) Enfocándose en un ideal moral, se han hecho torpes para el manejo estético de la política que juzgan, en consecuencia, como inmoral. Incluso si éste fuese inmoral, eso no los excusaría de su torpeza, pues, como dice el Mahābhārata, «el rey debe disponer de ambas clases de sabiduría: la recta y la torcida» (7).

La manipulación de las masas para la obtención o preservación del poder, así como su crítica, no son algo nuevo (8); en buena cuenta, la República de Platón era también una respuesta a ello. Platón explicaba alegóricamente, en términos de la diferencia entre eikasía y pistis, la segmentación implicada: el político-sofista –que llamamos ahora populista– es capaz de distinguir entre la realidad material, que es en la que obtiene su provecho, y la apariencia que hace pasar por real para que el vulgo se satisfaga con esas distorsiones que reciben (incluso de su propia realidad, como los ecos y sombras que ven de ellos mismos en el fondo de la caverna). Podría pensarse, como hacen nuestros «liberales de izquierda», que esto sólo ocurre con el mal político, el sofístico, y que el filósofo –para seguir con los términos de Platón– debe estar libre de todo fingimiento. Pero esto no es cierto. Como tampoco lo es que la masa pueda abandonar su ceguera, que pueda distinguir, no al menos de la forma radical y constante que la verdad exige; por lo que el filósofo, que ha ascendido a lo inteligible y regresado a la caverna (9), debe utilizar el lenguaje que ella puede entender, debe manejar las apariencias (para Platón, incluso lo hace mejor que el sofista porque conoce el Bien, lo que significa que no toma a la «realidad» del sofista como real). Todo esto, pues, no es nuevo. Lo reciente es, en todo caso, el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación y su alcance dentro de la llamada «americanización de la política», así como el peso articulador que ha alcanzado la representación, por lo que Debord hablaba –quizás de modo algo conservador aunque acertado– de una «sociedad del espectáculo».

Tampoco es reciente que la idea de la democracia se imponga de manera general (Platón mismo no estaba enteramente en contra de ella), pero sí los términos en que lo hizo tras la Revolución francesa. Desde entonces ha venido a gozar cada vez de mayor aceptación, lo que en parte se debe a que se le ha desprovisto de contenidos ideológicos (esto, como se sabe, significa precisamente el triunfo de una ideología). En consecuencia, el político autócrata ha tenido y tiene que adaptarse al sistema democrático; al menos a ese mínimo de democracia que se sostiene con goce estético individual y que se justifica con la simple suma de los mismos. ¿Cómo puede un autócrata, que ve en el pueblo un simple instrumento cuando no un estorbo para sus fines, aceptar la democracia? La respuesta está en la célebre formulación del cinismo lampedusiano: aparentando un cambio total que, en realidad, deja todo exactamente igual. Dialéctica sin superación real: mera conservación. El Antiguo Régimen dentro de la democracia. Esta es la lógica de todo populismo, antiguo o moderno. Sus creencias más básicas y sus intereses, que es lo que más difícilmente una persona cualquiera cambia, no cambian en absoluto. Lo que sucede es que, ante la adversidad, el autócrata comprende que es mejor ser estratega que mártir. Sus firmes convicciones admiten ceder en lo que no es esencial para preservar lo esencial: el poder soberano. Y tanto mejor si se le oculta en una aparente libertad de los sometidos para que así, precisamente, no se vean a sí mismos como tales. Esto supone el desdoblamiento al que nos referimos antes y que, para el reaccionario o conservador clásico, que es integrista, es inadmisible: la forma de la política por un lado y el contenido por el otro. La coherencia entre medios y fines tampoco es necesaria (con frecuencia el autócrata sostiene un realismo «maquiavélico»). Nada de esto es extraño, aunque quizás –habla aquí el filósofo en mí– se le haya estudiado mucho desde una perspectiva sociológica y muy poco desde una perspectiva epistemológica.

El punto es que, habiéndose instalado el cuestionamiento de la concentración del poder al punto en que incluso los actuales dictadores suelen conservar formalmente la división de poderes, el político populista acepta también jugar en esos términos. Desde luego que también subsiste –y a éste se le califica usualmente como ‘dictador’ en el escenario político– el reaccionario que sigue pretendiendo la abolición de la democracia y la restauración de una soberanía absoluta en su forma más plena: anulando incluso las elecciones. Sin embargo, esa es forzosamente una figura del pasado, desgastada y desgastante, mientras que el otro cede la forma ostentosa en la que el antiguo soberano detentaba el poder para tener algo más parecido a lo que el PRI tuvo por tanto tiempo en México.

Ahora bien, se advertirá aquí que este ejercicio de soberanía en la sombra no es tan propio del político populista, que justamente depende de la exposición de sí mismo por su forma personalista de hacer política, sino, sobre todo, y en forma mucho más sistemática y por lo tanto difícil de combatir, del capitalismo tardío. En éste, el personalismo y la exhibición política son absolutamente innecesarios, ya que la clase capitalista demanda renunciar (al menos en la apariencia) al juego electoral. Para eso están los lobbies. Su acceso a la esfera pública –únicamente para convencer, no para discutir sus ideas– se presenta habitualmente como estando fuera de la política y, sólo cuando es necesario, se expresa de manera gremial (política), pero siempre revistiendo a sus intereses de un carácter «técnico», pretendidamente apolítico y como interés general. La inmediatez de la técnica, que ha causado ciertas angustias en la filosofía contemporánea, se debe a la naturalidad con que nuestra mente establece causalidades y al carácter mágico (fetichista) que éstas fácilmente adquieren. El político populista, en cambio, por más antipolítico que se quiera, no puede permitirse ese ocultamiento.

Descubra el error de la segunda imagen.

En este punto, podrán ya deducir que mi aproximación a lo estético en la política es asimismo una aproximación (no prejuiciosa) hacia la antipolítica. No quiero entrar, por el tiempo que demandaría, a desarrollar este tema, pero sí me parece importante mostrar su pertinencia con la pregunta que se me ha planteado. Lo antipolítico es un impulso igual de básico que el impulso político al cual niega. De algún modo, se le puede caracterizar como un principio de insociabilidad que se hace más fuerte en determinadas circunstancias y niveles de la vida política. Lo normal es que se le quiera excluir de la misma. Esa es la mirada que prejuzga negativamente algo que no comprende y que no puede por lo tanto enfrentar de manera adecuada. Si, en cambio, se asume a la antipolítica como necesaria y se observa cómo ha estado influyendo en la tradición política occidental y en las historias particulares, se pueden prever mejor sus irrupciones y se le puede controlar hasta cierto punto al darle su lugar dentro del propio sistema político. Es como cuando un científico enfrenta al azar: lo más inteligente no es negarlo de manera categórica, sino incorporarlo en cierta medida. Eso es precisamente la antipolítica: la contraparte azarosa, indeterminada, destructiva de la política. Y es importante especialmente porque, más allá de ser el trasfondo absurdo de todo sentido político, se mezcla con lo político e implica, por lo tanto, una cierta política de la antipolítica que, nuevamente, es ingenuo e irresponsable dejar en manos de quienes sólo quieren obtener el provecho propio.

Pero volvamos al fujimorismo que es por el que ustedes me han convocado. Algunos politólogos han querido demostrar un vínculo necesario entre fujimorismo y neoliberalismo. Esta cercanía ciertamente estuvo y sigue estando. Antes la mencionamos como un aspecto a tener en cuenta; sin embargo, es de todos modos algo más circunstancial y secundario. Explicar, pues, la persistencia del fujimorismo a partir de la persistencia del modelo neoliberal sería algo sumamente reduccionista. La identidad del fujimorismo es la de un mesianismo autocrático antes que una identidad económica determinada. Si en el Perú no fuese tan marcada la opción neoliberal, sostenida en su identificación con una libertad individual exacerbada, sino que primara un carácter socialista, el fujimorismo enarbolaría esa bandera con la misma facilidad de adaptación a la que antes refería como el cinismo gatopardista. De hecho, aunque no tan radicalmente, en las últimas elecciones presidenciales, cuando aumentó la demanda por la inclusión popular en el crecimiento económico, la candidata Fujimori adoptó ese mismo discurso: «crecimiento con inclusión», presentando a su adversario como una inclusión que ponía en riesgo al crecimiento y, por lo tanto, a la propia inclusión. Del mismo modo, la idea de que menos Estado es mejor, que es tan afín a ciertos empresarios (los más poderosos en el país), no está en el fujimorismo por una convicción neoliberal, sino porque es menos control reflexivo y más libertad para el decisionismo soberano. La persistencia del fujimorismo, en consecuencia, tiene que ver más que nada con el manejo estético que tienen de la política y el aprovechamiento que hacen de los impulsos antipolíticos en ella (sin reducirlo todo tampoco al personalismo de su líder).

¿Cómo utiliza a lo estético el fujimorismo? Coloca a la opinión y al gusto como fundamentos democráticos de su «política no tradicional». Sobre la opinión ya hablamos. Con «gusto» no me refiero aquí a una contemplación pasiva, que es lo que suele pensarse respecto del arte. En tanto juicio, el gusto tiene también cierto carácter activo; pero además se habla en este caso de electores que, al menos para elegir a sus autoridades, llevan a la acción (aunque fuese más como una reacción) no sólo razones, sino también preferencias que pueden ser menos racionales, más emotivas (y es necesario observar nuevamente que la emotividad, en contra de lo que cree cierto psicologismo irracionalista, implica actividad judicativa). En este contexto, pues, el gusto es entendido como una determinación de la voluntad a un nivel protoconsciente, que es el de la inmediatez estética en general, en el que no se suele hablar de voluntad porque no hay propiamente reflexión y es como si el sujeto se dejase llevar o actuase por meros reflejos. Pero el irracionalismo o la inconciencia es allí un malentendido: no hay nunca ausencia de conciencia, sino un grado menor en el que todas las facultades superiores se dan de manera más básica pero originaria, y por lo tanto puede hablarse de un primer estrato de la voluntad, una protovolición, así como de una protorreflexión. Ellas son las que el político populista busca motivar, en la medida en que le permiten ejercer su control sin el entorpecimiento de una reflexión o una voluntad más libres. Esto no le quita responsabilidad al sujeto “pasivo” precisamente por lo que se acaba de describir de la actividad de la conciencia estética, claro que sin culparlo tampoco enteramente, como hace cierto periodismo ligero que busca lavarse las manos culpando al elector de los malos políticos que elige, como si con esa sola acción él tuviese control pleno y real de toda la situación política. Un control más real lo tienen los grupos de poder fáctico que tienen tendida toda una red a su favor.

Cuando la democracia es limitada exclusivamente a lo estético, se impide que trascienda a un nivel deliberativo y normativo superior, que es el único en el que la decisión de la mayoría puede adquirir solidez intelectual y moral (10). En este otro nivel, por ejemplo, radican los fundamentos de la supremacía del constitucionalismo (a la cual precisamente se opone el reaccionario que, en nombre de un mal llamado “realismo político”, aboga en el fondo por la libertad absoluta del soberano). El populismo confina a la democracia a un nivel de inmediatez que aparenta por lo mismo ser más real o urgente, y encubre sus presupuestos de dominación para hacer que la mayoría, supuestamente libre y empoderada, dependa exclusivamente de satisfacer sus necesidades más inmediatas, ya sean las que tienen que ver con la preservación de la vida y de su cuerpo (cuestiones biopolíticas), o en un sentido más amplio las que tienen que ver con la particularidad sensible, el libre juego de la imaginación, lo indeterminable en la conciencia, etc. Ese es el dominio de la aisthesis (sensibilidad) política, del cual tanto la reacción como el capitalismo históricamente han sabido hacerse. Como se ha dicho, es un nivel de la política que no puede ser rechazado ni subestimado, como hace cierto racionalismo exacerbado (11), pero eso es distinto a pretender que sea la única instancia o la decisiva en todo nivel y orden de cosas. En ese sentido, todo populismo –el de los políticos mismos y el de los medios– es propiamente contrario a la democracia, aunque en apariencia se muestre y pretenda legitimarse como su más estricto y respetuoso súbdito. En realidad, se confunde así la esencia de la democracia real –la que con toda justicia puede llamarse real porque supone una mejora ostensible de la calidad de vida del “demos”– con la esencia del fantasma, de lo que es mera apariencia de democracia, una simplificación de su esencia que se quiere hacer pasar por su esencia toda. La sacralización de la democracia aparente se expresa asimismo con una, acaso más frecuente, satanización de la democracia real. Intelectualmente, se le acusa de abstracta; moralmente, de “radical” (es decir, de extremista).

Ahora bien, la apariencia no puede constituirse como tal si no hay también cierta conciencia de su irrealidad. Esto significa que el político populista tiene necesariamente una mala conciencia (intelectual). Por eso, ante el temor de que aquellos a quienes somete capten lo mismo, además porque hay posiciones contrarias, requiere de una justificación ideológica. Tradicionalmente, los órdenes «naturales» se justificaban con una apelación teológica. Ésta se prestaba también a la suficiencia estética: bastaba un efecto sobre algún fenómeno natural para validar el poder, para divinizarlo. Incluso ahora no es extraño oír de los políticos que “la voz del pueblo es la voz de Dios” y el argumento de Fujimori, como se recordará del principio de mi intervención, es de este mismo tipo. sin embargo, a menor inmediatez y mayor mediación reflexiva, lo teológico, que no depende necesariamente de la mención de Dios (12), se seculariza; es decir, se hace abstracto, como un carácter de verdad última, única e inobjetable, con cualquier tipo de doctrina como contenido. La simulación, en consecuencia, pasa a tener una dinámica ideológica plena, involucrando sensibilidad y razón, o, en nuestros términos, protoconciencia y conciencia. Por eso, aunque el fujimorismo aproveche el descuidado ámbito estético de la política, también se ve obligado a dar razones. Este terreno, sin embargo, no es su fuerte, al menos no por ahora.

keiko y fuji plan

Dejo aquí mi intervención, no sin antes insistir en la importancia que tiene, al menos dentro de mi concepción de la política, que la democracia no se limite, por una supuesta pulcritud moral que es un mero prejuicio, a apelar únicamente a la reflexión. Ese es un error grave porque le cede el ámbito estético de la política al inescrupuloso y al autócrata, en lugar de integrar una concepción más amplia de la misma. No en vano dice el refrán que no sólo importa ser, sino también parecer. La apariencia, en política, no tiene por qué ser moralmente censurada por sí misma, como nos ha acostumbrado a pensar un moralismo ingenuo. Esto quiere decir que es inevitable entrar en pugna ideológica. Lo sano es mantener la capacidad crítica y autocrítica de la democracia en medio de esas pugnas que hacen a final de cuentas la vida política.

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Notas:

(1) En los Estados unitarios, como el peruano, el Senado está concebido con la idea de que tenga una representatividad nacional, ya que su naturaleza se debe más que nada a la necesidad de que el Parlamento tenga un mayor autocontrol mediante la división de las cámaras. De allí que Carl Schmitt sostuviese que esa división era una suerte de sabotaje al poder legislativo (cf. Schmitt, C., Teoría de la Constitución). Distinta es la fisonomía que adquiere el Senado en los Estados federales, donde sí debe tener representatividad local porque su función principal es limitar el poder de la federación, así como el de todo estado local por encima de otro, lo cual se hace precisamente mediante el equilibrio de la representatividad local.

(2) El Senado tuvo, particularmente en los Estados unitarios, un cierto carácter aristocrático como contrapeso de la Cámara baja que era la popular. A pesar de que en un régimen democrático la representatividad por sectores sociales ya no hiciera sentido, se entendió que ese carácter no tenía por qué ser rechazado. Desde luego que no se le mantuvo al modo inglés de una Cámara de Lores, ni, peor aún, al del Senado que en 1848 dispuso Carlos Alberto en Italia, que incluía a todos los aliados del rey y a los ricos. Se trataba más bien de conservar a los políticos más expertos, a los más capaces y de mayor honra para que ejercieran un control de calidad y de decencia dentro del mismo Parlamento, sin anular su desempeño ni subordinándose a poderes externos. El problema es que esos cuadros, naturalmente, no pueden sino proceder de la misma elección popular, y entonces todo depende de las opciones que presenten los partidos políticos admitidos por el sistema electoral.

(3) Con esto no quiero decir que todos los populismos sean del mismo tipo o nivel. Quizás sea ilustrativo hacer un paralelo entre el populismo fujimorista y el kirchnerista al que se han referido aquí antes. Ambos pretenden –como todo partido, en realidad, sólo que con mayor fanatismo– cerrar paso a la autocrítica, para lo cual se sirven a su vez de un objeto de crítica, un enemigo que les permita consolidar la propia identidad de modo defensivo, cuando no agresivo. Asimismo, ambos tienen como elemento esencial el clientelismo, con el que mantienen en última instancia los vínculos materiales. Sin embargo, las formas y grados en que aplican dicha crítica son distintas. La identidad contradistintiva del fujimorismo, como se ha dicho, se dirige contra los «políticos tradicionales», pero esa es una forma de caracterizar a todo aquél que se les oponga, sin que haya necesidad de un mayor discernimiento. Por lo demás, al fujimorismo no le interesa que sus partidarios se ilustren, aunque sea dogmáticamente; por el contrario, es un partido decididamente embrutecedor, por ejemplo con el uso político de la llamada «prensa chicha», con los psicosociales o el mero recurso emotivista (los dos últimos vistos con claridad en la campaña electoral del 2011 y en torno al pedido de indulto del ex-presidente Alberto Fujimori, condenado por corrupción y autoría mediata en delitos de lesa humanidad). El kirchnerismo, en cambio, con todo lo dogmatizante que pueda ser y por más que tenga prácticas similares, instala una crítica más elaborada en sus partidarios. El mismo hecho de que su identidad no sea sólo personalista, ya sea individual o colectivamente, sino además deliberadamente ideológica, así lo demanda. Está también más dirigido a la participación, mientras que el fujimorista está más anclado en la representación. Se puede decir que es sólo una cuestión de grados, ciertamente, pero no es poca cosa si se piensa en cuál puede empobrecer más la política, que es a lo que me dirijo.

(4) Esta noción de «libertad soberana» ha sido trabajada por Orlando Patterson en: La libertad. La libertad en la construcción de la cultura occidental, Santiago de Chile: Andrés Bello, 1993.

(5) Véase, por ejemplo, el Tratado de la reforma del entendimiento, Regla I: «Hablar según la capacidad del vulgo y hacer todo lo que no nos impida alcanzar nuestro propósito. Pues podremos obtener de él no pocas ventajas condescendiendo, todo lo posible, a su capacidad; además, de esta manera, prestará oído benévolo, para escuchar la verdad». Algunos, incluso estudiosos de Spinoza, ven aquí un intelectualismo por parte del filósofo. Es, más bien, todo lo contrario: una actitud más cercana al escepticismo y a la sofística.

(6) La democracia, puesta en esos términos, tiene como criterios decisivos al rating y las encuestas. Sobre esto, es necesario hacer una crítica de la estadística, de sus fundamentos ontológico-sociales y epistemológicos, así como de sus técnicas particulares, sin que ello niegue tampoco su necesidad para la vida democrática.

(7) Libro XII, 100. 5. Las filosofías de la India son, en general, menos reticentes al fingimiento como medio para el éxito en la vida, la política y la guerra.

(8) Esta antigüedad, sin embargo, debe ser afirmada con cuidado. Es un recurso fácil de algunos investigadores suponer en todo tiempo y cultura las mismas condiciones e intenciones de los gobernantes. Es necesario tomar cada contexto en sus propios términos, para evitar anacronismos y otros errores similares que son lamentablemente muy comunes.

(9) En medio está el tema, ampliamente discutido entre los especialistas, de por qué el filósofo debe retornar a la caverna una vez que ha salido de ella. Como no puedo extenderme sobre esto, sólo lo menciono.

(10) Esto no implica, como en el ideal ilustrado, que este carácter crítico se extienda a todos los ciudadanos. Una élite crítica, con respaldo popular y con influencia pero sin participación en el poder, es necesaria para lo que algunos llaman «democracia radical».

(11) La filosofía ligera (de manual postmoderno) suele colocar dentro de ese racionalismo, entre otros, a Platón, Descartes y Kant. Se les acusa de haberse olvidado de la sensibilidad o haberla menospreciado. Curiosamente, estos filósofos están dentro de los que más luces han echado sobre el ámbito de la aisthesis; y el racionalismo moderno –precisamente de Descartes a Kant, pasando por Leibniz y Baumgarten– consolidó decisivamente la autonomía estética. El peso dado a la razón, así como los eventuales juicios sobre la sensibilidad, deben entenderse en un plano más amplio, en el que los procesos de la razón misma son más complejos. Se les critica un racionalismo que no tienen, que sólo está en la mente de esos críticos. Aquí no me refiero, pues, a ellos. Aunque esto requeriría un mayor desarrollo, quizás pueda entenderse que el racionalismo al que me refiero está más bien en la actitud natural que comparten tanto el “pragmático” habitante del mundo contemporáneo, que es el sujeto ideal de la mediocridad política que se suele llamar democracia, así como el crítico del racionalismo filosófico que con frecuencia es el mismo moralista reaccionario.

(12) Salvo en cierto pensamiento reaccionario actual, influido en gran medida por Carl Schmitt, que sigue pretendiendo una «teología política», y en posiciones propiamente religiosas que apelan aún a las leyes de un dios o al orden «natural».

No, tampoco (1): Las «izquierdas» por el NO

Inicio una serie de notas sobre la consulta de revocatoria o, más precisamente, sobre las campañas políticas de uno y otro lado. Como hay gentes a quienes siempre el entusiasmo les perturba la comprensión lectora, hago en esta primera entrada algunas advertencias preliminares:

El tema de la revocatoria en sí mismo no me interesa. No me interesa tampoco hacer campaña a favor o en contra de la misma. Quien quiera encontrar apoyo emocional o concordancia con su opinión, hace mal en leer lo que escribo y los remito a las columnas de Correo y Perú 21 o de La Primera y La República, según sea el caso. Yo ni siquiera diré cuál será mi voto, o incluso si votaré o no, y espero que ningún iluminado crea que puede deducirlo de estos textos. Digo esto porque no faltan, sobre todo en sociedades como la nuestra —y más aún a través de las redes sociales—, quienes, a pesar de su firme dogmatismo y precisamente por él, tienen tan poca seguridad de sí mismos y de sus creencias, que leen columnas de opinión sólo para reconocerse en «otros»; lo que no significa, lamentablemente, dejarse interpelar por el otro en su diferencia, sino pretender que éste comparta la misma opinión que uno ya ha establecido con certeza, como quien encuentra placer al mirar su reflejo en un espejo.

Por ende, mi interés en el tema es otro: advertir la incomprensión respecto a la naturaleza estética de la política, aquella que se aparta de la racionalidad tanto como de los moralismos y que se aproxima al trasfondo preconsciente de la misma, a su base fundamentalmente sensible. Es un interés exclusivamente filosófico. Y si el título se enfoca en una posición es sólo porque en ella este descuido ha sido especialmente significativo. Por «estética», desde luego, no me refiero a lo artístico ni tampoco (no únicamente, al menos) a lo publicitario o retórico en la política, sino también a aquello que, en general, se entiende dentro de los conceptos de biopolítica (acuñado por Foucault, como se sabe) y del de antipolítica que tiene un alcance ontológico (semejante al que Kant describiese como un impulso natural a la insociabilidad). Desde que el idealismo (como platonismo popular) ha arraigado tanto en las teorías políticas modernas, estos conceptos y lo que implican no suelen sino ser tomados negativamente, como un lastre que hay que superar o evitar, incluso bajo la creencia de que para ser «criollo» en la política hay que ser también corrupto. Para mí, en cambio, se trata de algo sencillamente humano y, sólo por ello, ya lo suficientemente digno para que la filosofía le tome tal cual es. Para decirlo con Nietzsche: «Donde los demás ven ideales, yo sólo veo lo que es humano, demasiado humano», ya que, para alcanzar «la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida», es necesario mirar «con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo», y no «atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza» (Humano, demasiado humano).

No está de más decir que no es éste tampoco un ensayo de cinismo. Hay cierta intelligentsia que tiene tan mal gusto y poca perspicacia que creen que si uno critica toda falsa certeza es porque, en el fondo, todo le da igual y se puede permitir ser poco serio con todo y coherente con nada. Son los que se toman alegremente eso que le diera pesadillas a Dostoievski — el «todo está permitido». Para ellos será necesario señalar lo que Camus; a saber, que la denuncia de la hipocresía no puede servir de pretexto para el cinismo. No todo tiene por qué estar permitido, ni siquiera cuando uno se enfoca en lo sensible que está tan lejos de las moralinas. Esto quiere decir que yo sí tomo partido por una posición en este tema, pero creo que hacerlo público sólo ayudaría a la superficialidad que estoy criticando y de la que estoy francamente hastiado, tanto que no he querido por eso participar de campañas que, además de poco lúcidas (una menos que la otra), siento y pienso que son (ambas) poco serias con cuestiones de fondo, fundamentalmente con la democracia misma. En consecuencia, sólo escribo ahora porque no comparto hipocresías que encubren su trasfondo «demasiado humano» con ídolos que ya casi se caen por sí solos. De ello no se puede deducir que todo me dé igual. Hay una decisión que tomar y hay que tomarla seria y responsablemente; no como obispos, tampoco como payasos. No sería filósofo si no creyese que hay que meditarlo bien, pero, por lo mismo, no acepto los prejuicios con que quiere guiarse de uno u otro lado el voto. El lector que honestamente busque razones para inclinarse por una de las opciones, haría mal en guiarse por lo que aquí desarrollo. Mejor hará si piensa bien las cosas por sí solo o, en todo caso, si busca en la prensa a su sofista preferido.

Lima, febrero 2013.

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(1) Las «izquierdas» por el NO

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La izquierda apoyó en su momento la propuesta legislativa en la que se incluía el derecho a revocatoria. Veinte años después, recién a causa de que su uso egoísta es evidente porque ha llegado a Lima (esto se venía denunciando en provincias desde hace muchos años) y sin ningún análisis serio que evalúe la pertinencia de esta figura hoy, la revocatoria se ha convertido, para algunos que dicen ser de izquierda, en una mala palabra. Parece que ahora ella fuese por naturaleza una propuesta antidemocrática y debilitadora de la institucionalidad política (a pesar de que apela al voto democrático y está dentro de esa institucionalidad). ¿Qué es lo que ha ocurrido entonces? Según un politólogo recientemente canonizado, la izquierda ha estado «modernizándose», dejando de ser bruta, achorada y cruenta, para adecentarse yendo hacia un democrático centro «paniagüista» (o toledista). Este buen politólogo sabe decir lo que esa «izquierda» «moderna» y la derecha quieren escuchar (eso tiene de político más que de politólogo). Pero a esa «izquierda» emprendedora (en la que no es casual que entre gente que apoya los abusos de las grandes mineras, como «Nano» Guerra que fue precandidato en Fuerza Social) le han contado un cuento que han creído verídico — un cuento que se llama ideología y según la cual se puede ser tan igualitarista como rico porque se ha entronizado al emprendimiento como el non plus ultra de la ontología social; y según la cual, para ser de izquierda (que es lo «in«), basta con tener «sensibilidad social» (con personas o con gatos, da igual), hacer uno que otro donativo u obra de caridad (por ejemplo colectas en temporada de friaje) y, sobre todo, eso está muy claro (a menos que seas un rojo cavernario con ideas trasnochadas), asumir que la modernidad, la superación de las propias taras y el abandono del violentismo, pasan también por abandonar la crítica del sistema de producción y acumulación económica, la crítica del trabajo alienado, la defensa de los derechos laborales, la actividad reguladora y empresarial del Estado, etc.; es decir, todo aquello que de algún modo puede aún hacer una diferencia objetiva entre derecha e izquierda, especialmente por lo primero. No hay mayor victoria ideológica para la derecha que hacer que los ex-izquierdistas olviden o repriman el que de eso precisamente se trataba ser de izquierda. Por otro lado, creer que se es de izquierda porque algún derechista extremo te dice que estás a su izquierda es claramente una equivocación.

Lo anterior nos lleva entonces a una primera conclusión que acaso sea la más relevante en este tema: gran parte de la denominada «izquierda» ha perdido la brújula y no sabe ya orientarse, posicionarse políticamente. La derecha sigue sabiendo muy bien qué es ser de izquierda y por eso lo censura colocándolo en el mismo paquete de lo que una nueva izquierda peruana sí debería autocriticar y dejar atrás. Incluso ciertas formas de redistribución muy acotada y de programas sociales son mecanismos que la derecha acepta porque no dejan de ser un mero asistencialismo, algo más elaborado quizá, pero asistencialismo al fin y al cabo que se puede empatar bien con la idea del éxito emprendedor y que no supone amenaza alguna a las estructuras socioeconómicas de fondo porque se trata del ripio. La misma ministra Trivelli, que para algún despistado es «izquierdosa», lo afirma así: «Los programas sociales no tienen como meta sacar a la gente de pobre» (7/2/2013). Lo que los saca de pobre es su propio emprendimiento; por supuesto, asumiendo que todos tienen las mismas  oportunidades que no tienen. ¿Es entonces esta «izquierda» realmente de izquierda? A estas alturas, la pregunta es ya meramente retórica. Evidentemente, no lo es.

La autodenominada «izquierda liberal» o «liberalismo de izquierda», o también llamada «centro-izquierda» (apelando a una presunta neutralidad) o, de modo más patético aún, «izquierda democrática» (como si fuera del margen puesto por la derecha no hubiese democracia), es en realidad una «derecha de avanzada», con sensibilidad social pero defensora en última instancia de lo que usualmente se conoce como capitalismo avanzado o tardío. Es en esta derecha, que a lo más llega a ser progresista de un modo bastante confuso, donde en realidad están ubicados los que son calificados también como «izquierda caviar». Incluso este término da cuenta de la diferencia entre derecha e izquierda, pues en nuestro país, en el que la izquierda real es casi inexistente, suele ser usado sólo por la derecha, pero nació siendo utilizado por la izquierda francesa y el uso desde ese lado, aún hoy, es otro y mucho más claro y preciso. Lo que vemos en el Perú, pues, es una pugna ya larga entre una derecha «bruta y achorada», lo que en términos menos panfletarios sería una derecha reaccionaria, plenamente anti-igualitaria y en el fondo autocrática (a veces ni tan en el fondo), y otra derecha liberal, progresista, muy igualitaria en cuestiones morales pero no tanto en cuestiones económicas. Dicho progresismo, además, es confuso porque se basa más en un sentimentalismo de la compasión universal que en un pensamiento crítico. Una pugna entre dos tendencias de la derecha: eso es. Por su parte, la izquierda peruana está también dividida (vaya novedad) entre quienes andan políticamente perdidos, no saben muy bien cómo «adecentarse» y lo hacen con un partido (Fuerza Social) que deja de ser partido en tiempo récord y que, aún así, los bota cuando ya no le sirven, y los pocos que sí hacen una pequeña labor de izquierda a través de los sindicatos, por ejemplo, o de los movimientos campesinos.

No deseo extenderme en esto que sí debe ser analizado con más detalle pero no acá, pues a lo que quería ir es a identificar tres, sólo tres ejemplos que muestran que la alcaldesa de Lima y sus defensores acérrimos de «izquierda» no sólo no son de izquierda por lo antes dicho, sino que, además, no tienen una auténtica preocupación social o, en todo caso, que la ponen entre paréntesis con mucha naturalidad cuando no les conviene.

Ejemplo 1: Los parados de La Parada

La alcaldesa Villarán quiere ordenar la ciudad y continuar con las obras que empezó su antecesor. Loable y necesaria labor. Les dijo a los transportistas que no podían competir con la ruta del Metropolitano por el contrato que había firmado la Municipalidad, los sacó de esa ruta, hizo propaganda de su «reforma del transporte» para obtener respaldo ciudadano, y, al final, los transportistas volvieron a la misma ruta, sin que la Municipalidad haga ya algo y sin que sus seguidores, tan prestos para la publicidad por el NO, hagan tampoco algo al respecto (como una campaña de los mismos ciudadanos en las calles, por ejemplo). Luego fue a botar a los comerciantes de La Parada para que se vayan al nuevo mercado mayorista de Santa Anita. Lo empezó a hacer de un modo «democrático», según sus entusiastas; es decir, no los botó, sólo prohibió a los camiones que ingresaran. El operativo posterior, como es público, fue un fiasco y ella tuvo que asumir su responsabilidad. Ni siquiera el alcalde de La Victoria estaba enterado del operativo que habría en su distrito. Lo que, sin embargo, pasó desapercibido para Villarán en todo momento fue el destino de los comerciantes minoristas, aquellos que estaban impedidos de integrarse al nuevo mercado y que eran los más vulnerables, los de menos recursos, los que su propia teología liberacionista le exhortaba a proteger. Ni siquiera por eso. Tuvo la derecha que, estratégicamente desde luego, ponerse del lado de los minoristas y tuvo que generarse revuelo en la prensa, para que recién la alcaldesa, luego de decir que para ellos habría otros lugares, diera su brazo a torcer y, con el gesto «democrático» que la caracteriza, los aceptara también en el mercado de Santa Anita.

No sé cuántas veces, innumerables ya, le he escuchado a la alcaldesa ponerse en los pies —o eso decía al menos— del ama de casa, la de Carabayllo, la de Comas, la de San Juan… No obstante, en lo de La Parada tampoco pensó en las amas de casa o en las muchas personas que no van a supermercados y que compraban ahí sus productos para sus casas o bodegas porque les salía mucho menos costoso. El pueblo con pocos recursos, no importa. Como diría cualquier facho: el orden es lo esencial. Pero como el dios de los liberacionistas es juguetón y el peruano es fiel al libre mercado, terminó creándose La Paradita, con lo cual la autoridad, una vez más, terminó quedando en ridículo.

"Peso importante", caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

«Peso importante», caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

Ejemplo 2: Lo que el río se llevó

Villarán no tiene mala voluntad, de eso no hay ninguna duda. Pero a veces tampoco tiene una voluntad firme cuando debe, como con la empresa brasilera contratada por la Municipalidad para el Proyecto Vía Parque Rímac. El problema de fondo en lo que a esta nota interesa es éste: la alcaldesa se dice de izquierda pero, en lugar de defender los intereses públicos de los ciudadanos que votaron por ella, exigiéndole a la empresa explicaciones claras y convincentes en nombre de esos ciudadanos por los claros errores cometidos, prefirió ponerse del lado del capital privado y defender al contratista como si fuese la misma Municipalidad la que hacía la obra, poniéndose a dar explicaciones que luego la quemarían a ella sola. Dijo que era una obra de gran ingeniería y que no se estaba filtrando más agua de la prevista para que pasara por los drenajes. Al día siguiente, se rompió el muro y el río inundó la obra. Lejos de corregirse ahí mismo, la señora Marisa Glave hizo el ridículo con una defensa más cerrada todavía, afirmando que esas inundaciones estaban perfectamente previstas y que no había ningún problema, mientras que en la otra mitad de la pantalla se veía a los trabajadores tratando de recuperar los vehículos y máquinas que habían quedado en medio del río, y mientras se mostraba en las redes que en el plan de la concesionaria no había prevista una inundación. Con ello, Villarán y su equipo no sólo demostraban que no tienen astucia para saber torear las situaciones adversas adecuadamente, sino que, sobre todo, tampoco tienen las cosas claras respecto a su lugar como funcionarios y la importancia que tiene para una autoridad que realmente es de izquierda el mantener la independencia de la institución pública sin convertirla en protectora de los intereses de las grandes empresas, como hace por otro lado el Gobierno central prestándole policías a las grandes mineras. Y es que no es sólo una cuestión de olfato político o de «mala comunicación», como se dice. Es una cuestión de incoherencia entre lo que se dice ser y lo que se es.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Ejemplo 3: El soldado desconocido

Si salen revocados la alcaldesa y todos los regidores actuales, entraría como alcalde provisional el primer accesitario por Fuerza Social, el mismo que, según los seguidores de Fuerza Social, es un desconocido al que no han elegido. Resulta que en Fuerza Social, que ya no es partido por no pasar la valla electoral, dicen estar haciendo una política seria, no como «la tradicional», y sin embargo no sólo no conocen a la gente de su lista a la que, de ser así, sólo habrían metido para llenar cupos, sino que, además, tienen la irresponsabilidad de decir que a él no lo eligieron. Bonita seriedad. Cuando se elige una autoridad se elige también a todo su equipo y a todos los regidores, incluso a los que quedan como accesitarios. Es sumamente irresponsable decir: «yo no conozco a este señor que fue en mi lista». En realidad no es que no conozcan a Fidel Ríos Alarcón, al menos la cúpula de Fuerza Social sí lo conoce, lo que pasa es que les conviene presentarlo como alguien enteramente ajeno, extremista (por ser del Partido Comunista Peruano, aliado de Fuerza Social en la campaña) y, en buena cuenta, apelar al miedo, ese viejo enemigo durante la campaña. Así es la política para Fuerza Social, tan fluctuante según las conveniencias como puede serlo para el APRA, por ejemplo. Si en verdad están comprometidos con la ciudad, como dicen, y si finalmente sale revocada Villarán, sería bueno que ofrezcan su ayuda a la gestión temporal que tendría Ríos, en lugar de anunciar para la ciudad el caos y el terrible comunismo.

Ahora bien, todo ello es entendible dentro de la lógica de una campaña y siendo que en Fuerza Social nunca se han sentido peculiarmente allegados a los grupos socialistas o comunistas (en su interior respaldaron de manera casi unánime la decisión de Villarán de separarse de ellos). Lo que sí resulta francamente penoso es que supuestos líderes jóvenes de «izquierda» apelen a lo mismo. ¿Alguien que pretende ser de izquierda, que pretende un rol protagónico en ella y que dice: «ténganle miedo al comunismo», «yo no conozco a estos del PCP»? ¿Es en serio? Lamentablemente, sí. ¿Se imagina a Camila Vallejo diciendo lo mismo en Chile? Felizmente, no. Por allá sí hay una tradición de izquierdas sólidas y coherentes.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

A modo de conclusión

Con todo lo escrito —perdón por la extensión—, lo menos que puede permitirse una izquierda sensata en el Perú es abrazar sentimentalmente una causa que le aparta claramente de aquello a lo que está llamada a criticar. Incluso, ya puestos en ello, supongamos que por su debilidad y la necesidad de buscar aliados donde pueda, incluso entre quienes antes los botaron, tampoco es sensato que su apoyo sea un cheque en blanco, sin condiciones, sin una agenda propiamente de izquierda. Hay causas de la izquierda que sobrepasan a Villarán o a quien finalmente ocupe el sillón municipal. Esas causas, con el viejo espíritu crítico de Marx y no con el demagógico de Levitsky, debieran ser el derrotero de toda izquierda moderna en todo curso de acción. De lo contrario, su destino sólo podrá ser la mediocridad y la hipocresía cómplice con el status quo que Mariátegui, al referirse al «socialismo reformista», tanto detestaba.

El miedo y el asco

Se dice que en las próximas elecciones presidenciales —como en las últimas municipales de Lima— la esperanza debe vencer al miedo. En realidad, no es esa la oposición emocional de la actual coyuntura.

No lo es en primer lugar porque no es una oposición equivalente. El miedo es una emoción muy básica y sensible, mientras que la esperanza es un sentimiento más complejo y racional (se tiene esperanza en algo previamente establecido). Por lo mismo, normalmente el miedo moviliza más que la esperanza. Desde luego que se puede apelar siempre a lo más racional, pero las emociones que son tan elementales e inmediatas suelen ser más fuertes que las otras.

Y no lo es en segundo lugar por los candidatos. El candidato Humala no se ha caracterizado por ofrecer la claridad que es necesaria para que se desenvuelva la esperanza. Es cierto que parte de la confusión y el miedo que le rodean han sido generados y son intencionadamente mantenidos por la mayoría de periodistas, pero él mismo no está enviando las señales claras que se requeriría para confiar alegremente en él. Y la candidata Fujimori, por su parte, sí inspira una emoción elemental, tanto por ella misma como por sus acompañantes (todos antiguos colaboradores de la dictadura de su padre), que haría innecesario apelar a la esperanza; esa emoción es el asco.

Esta es la contraposición que está actualmente en juego: el miedo por un lado, el asco por el otro. Ambos están presentes en la percepción de ambos candidatos, ciertamente; pero, tal como se han planteado los términos de la campaña, el candidato Humala capitaliza los miedos mientras que la candidata Fujimori capitaliza los ascos. Puede decirse también que la política no debiera dejarse conducir por este tipo de emociones, que son muy rudimentarias, pero una aproximación a la misma que sea realista no puede eludirlas porque ni la moral ni la política con base más racional están libres de ser radicalmente afectadas por ellas.

Lo que en los últimos años se viene estudiando como biopolítica suele atender estos aspectos, pero su aproximación es de todos modos limitada en la medida que se circunscribe a la política misma. La política, en general, busca consolidar lo que dentro de un sistema de creencias se juzga como correcto, lo que puede ser institucionalizado, lo que puede controlarse de un modo u otro, y con ello involuntariamente oculta los impulsos que le dan origen y fuerza pero que están fuera de su dominio. La antipolítica es esa fuerza que actúa en contrario, que desinstitucionaliza, que hace perder el control, que conduce a la insociabilidad, y en esa medida escapa siempre a las teorías políticas que sólo podrían valorarla negativamente y querer desaparecerla. Una filosofía de corte escéptico es, según creo, la herramienta idónea para aproximarse a lo antipolítico porque asume la necesidad de este pólemos fundamental. En la biopolítica se trata siempre de domesticar lo antipolítico, haciéndolo entrar en una determinada teoría que, además, por poner demasiado énfasis en las necesidades vitales (lo que para los griegos era el oikos), descuida la institucionalidad política (la polis). Para una filosofía escéptica, en cambio, es necesario mantener la dualidad y, por tanto, limitar las pretensiones de toda teoría política teniendo en cuenta aquello que tiende hacia la insociabilidad tanto como lo que tiende hacia la sociabilidad.

¿Qué sucede, entonces, con el miedo y el asco? Este último es una sensación de desagrado por algo que choca contra la individualidad y que se quiere por ende separar, alejar de uno. El problema, en términos de inmediatez, es que, en este caso, el asco viene acompañado de una serie de connotaciones morales que no son ya tan inmediatas: uno siente asco por toda la delincuencia y corrupción que rodea a la candidata Fujimori y que la incluye a ella misma por el uso de dinero público en asuntos personales. El asco es aquí un sentimiento moral, un impulso que atrae hacia la inmediatez a algo que de por sí no es inmediato, ya que la moral requiere de mediatez reflexiva.

El miedo, por su parte, no es tampoco meramente inmediato, sino que supone siempre creencias, preconceptos y hasta prejuicios que resultan de la mediación de la razón. En el caso del candidato Humala, los miedos provienen en su mayoría no de una eventual afectación al orden constitucional —seamos honestos—, sino de una afectación a los propios bolsillos. De allí también la fuerza del mismo: el oikos antes que la polis, o, como ha sido planteado en la campaña, la libertad económica percibida como más importante que la libertad política. No entro aquí a este tema en particular, pero sí es importante señalar que la solución griega consistía en la búsqueda de un equilibrio.

El punto con el miedo es la facilidad con la que éste puede desprenderse de todo contenido y mantenerse por sí mismo, distorsionando incluso la realidad con ayuda de la imaginación. La paranoia es una clara muestra de ello. El miedo se vuelve fácilmente una emoción abstracta, que no requiere necesariamente de un objeto, real o imaginado, sino que puede nutrirse de sí mismo. En ese sentido, como diría Hegel, lo más abstracto se vuelve muy concreto, y mueve con mucha fuerza a quien es afectado por él, sin requerir de razones. Por ello es perfectamente posible que sienta miedo de perder su dinero, si le da su voto al candidato Humala, alguien que en realidad no tiene ni trabajo, ni ahorros, ni herencia, ni propiedades. Es el miedo al miedo mismo. No hay nada que cause más miedo que el mismo sentimiento de miedo, porque el que lo padece tiene la sensación de estar radicalmente desprotegido y buscará agenciarse de cualquier cobijo; en muchos casos, sin importarle el precio o lo que sacrifique. Y es que cuesta trabajo (intelectual) darse cuenta que no hay que escapar del miedo sino abrazarlo, aprender a convivir con él pues en cualquier momento podríamos perderlo todo por la causa más insospechada.

¿Qué podrá más: el miedo o el asco? Eso depende de cada quien. Hay quienes pueden tragarse su asco y no controlar sus miedos. A mí me da asco la mafia organizada y con poder político, así como me daría vergüenza premiarla con mi voto. No hay modo de que pueda obviar eso y votar, como dicen algunos, tapándome la nariz. Hacerlo sería aceptar en mi vida una inconsecuencia que no puedo permitirme ni así estuviese en peligro mi propia vida. Por eso mismo no pienso darle el más mínimo resquicio de posibilidad a esa mafia: tampoco viciaré mi voto. No sé usted, pero yo siento más asco que miedo en la coyuntura actual. Y mi esperanza está, en todo caso, en no ser el único.

Polite… ¿qué? ¿Y por qué no sólo Politai?

Politeúesthai.

No es un nombre «marketero» para un blog, lo sé, pero no me interesa realmente el marketing y sus simplificaciones. Prefiero un nombre algo complicado si con éste se dice algo especial. En la entrada anterior explicaba por qué no se trata de un blog de filosofía política sino de uno de filosofía y política. Ahora bien, ¿por qué llamarlo así?

Politeúesthai es un verbo que, en griego clásico, hace referencia al involucrarse en los asuntos de la polis. El substantivo politai hubiese sido más sencillo, pero éste sólo se refiere a los asuntos políticos mismos o a las ciencias políticas y administrativas con las que ya he tomado distancia en la mencionada entrada. Lo que me interesaba con el nombre era señalar más bien esa tendencia a la política que parece demasiado evidente en un político o en un politólogo, mas no propiamente en un filósofo. A los miembros de mi generación, además, los sociólogos de turno gustaron de calificarnos como «apolíticos». Desde luego que tal condición no existe, pero ellos (y aquí puede percibirse con meridiana claridad los límites de la ciencia en general) podían juzgar así una tendencia que consideraban negativa y que deseaban que fuese pasajera. En realidad, ese desapego era la expresión de un aspecto fundamental en la naturaleza humana — lo que aquí estoy denominando «antipolítico». Y si de una visión más histórica se trata, es la expresión de que también en política (como en religión, arte, etc.) estamos en una época finisecular que nos demanda radicales replanteamientos sobre la naturaleza misma de lo político, sin perder de vista justamente lo que viene ocurriendo en nuestro entorno.

Se comprenderá, luego, que se quiere decir entrelíneas que el filósofo tiene marcada la tendencia o pulsión contraria a la del verbo en mención. En efecto, desde Sócrates y Platón (aunque algunos artistas y científicos se orientaban a ello antes) la filosofía optó por el idioteúein, el llevar una vida privada. La filosofía socrática ofreció un suelo «firme» para la individualidad que requería distanciarse de la polis. Aristóteles haría después causa común con la consabida autarquía de la vida contemplativa, aunque no se trataba aún de la autonomía moderna. De cualquier forma, ese impulso marcó el origen de la filosofía y debe seguirlo haciendo, pues, en caso contrario, el filósofo no haría más el papel de tábano, como quería Sócrates. Por lo demás, sólo puede hablarse de un impulso a participar en los asuntos de la polis cuando se tiene presente la fuerza que lleva a ausentarse de ella. Dicho esto, puedo quizá pretender que se vea cómo al filósofo le corresponde también asumir su «actividad política», su respectiva politeúesthai. Quizá él mejor que nadie por su distancia, ventajosa para la crítica, y por su capacidad para tener siempre presente esa suerte de dialéctica en la que se juega el ser político del hombre. En esa línea es que he puesto como encabezado del blog un detalle de una pintura de Pieter Brueghel el Viejo: El combate entre Carnaval y Cuaresma (1559). No sólo nuestra sociedad, sino a su vez la academia dentro de ella, están divididas en cierto modo entre quienes celebran el carnaval y quienes cumplen la cuaresma. Este filósofo quisiera que —mucho más allá de este blog— la filosofía volviese a las plazas, y no tanto con ese ánimo de cuaresma que la ha acompañado usualmente, sino con el del carnaval. Un viejo tango decía que vivimos revolcados como en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches. El carnaval y el cambalache parecen abarcarlo todo, es cierto, pero esa condición está lejos de ser un «atropello a la razón»; al contrario, ella ha sido y debe seguir siendo su principal desafío y aliciente.

Quiero, finalmente, explicar el vocablo griego en la dirección del blog. Allí sí prefería algo más simple, así que opté por isótes. Como se sabe, la isokratía fue un régimen político previo a la demokratía pero alejado igualmente de la aristokratía. Quisiera que se me tenga a mí también como alguien que se halla a medio camino, orientado ciertamente hacia la democracia, pero no abandonado a ella como nuestros filósofos posmodernos incapaces de criticarla. En ese contexto, lo que define al isótes sin duda alguna es su manifiesta oposición a la tiranía. Y eso es precisamente lo que ha dado origen a este blog: la amenaza del retorno de una tiranía que, además de ser probadamente corrupta y asesina, está profundamente reñida con el más libre y auténtico pensar.

Lima, abril de 2011.

Un blog no de «filosofía política» sino de filosofía y política actual (y quizá también inactual)

Hokusai, La gran ola de Kanagawa (grabado Ukiyo-e, 1830-33)

 Ya tengo dos blogs. Uno de filosofía de la música y estética, y otro de novedades en publicaciones filosóficas. Con eso me bastaba. Abrir uno tercero, sobre todo cuando me encuentro plenamente dedicado a mi trabajo de tesis, no estaba de ningún modo previsto. Sin embargo, lo imprevisto puede tornarse a veces necesario. (El lector peruano sabrá advertir de qué necesidad estoy hablando.) Entonces, ¿un blog de filosofía política? No. No tengo idea de lo que sea eso que algunos llaman «filosofía política». Porque la Filosofía para mí es una sola: aquella que puedo llamar «mi» filosofía, aunque yo sólo sea un medio para ella. Pero especialmente porque desde Sócrates no hay nada —no debe haber nada— más impolítico que la filosofía. Sócrates, desde luego, pagó el costo. ¿Por qué no habríamos de pagarlo nosotros también? ¿Acaso su muerte «nos salvó de nuestras culpas»? Un blog, entonces, sobre filosofía y política. La conjunción implica vínculo pero también diferencia. Quizá no huelgue decir que no es en absoluto una conjunción fácil. No lo es de ordinario si uno se toma lo suficientemente en serio y lo suficientemente en broma esto de la filosofía, pero lo es menos para quien decide no rehuir sino abrazar lo antipolítico de su naturaleza. Esto es oscuro, lo sé, y está bien que lo sea. Si alguna claridad se precisa, reemplácese (por mientras) «antipolítico» por «insociable». Pero… ¿no era el hombre un «animal social» por naturaleza? Claro, no podría ser de otra manera. Por ello mismo, si se piensa luego en la «insociable-sociabilidad» como fue planteada por algunos de los pensadores más perspicaces, como dualidad ontológica de lo humano, se habrá comprendido el sentido más básico de lo que aquí se quiere ir prefigurando: la antipolítica (prefiero el prefijo «anti-» por su oposición explícita) como elemento constitutivo de todo lo político (en sentido amplio), y la filosofía como el saber oportuno para asumir e intentar orientar ese pólemos fundamental. La ciencia política sólo puede abordar sus epifenómenos, mientras que lo esencial permanece desconocido e indeterminable para toda ciencia. Allí el filósofo tiene un trabajo por hacer, no a pesar de su autarquía sino precisamente por ella. Hemos dicho ya que la conjunción planteada implica una cierta disyunción (o lo uno o lo otro) de la que hay que hacerse cargo. Por eso he decidido (aunque en el fondo no haya decisión alguna) mirar con cuidado lo que sucede en mi «polis«. El que no haya entre nosotros algo equiparable a lo que fue una polis griega, me permite mantener aquí también la indeterminación deseada. Podría decir que quiero mirar con cuidado lo que ocurre en el mundo, pero esto, si uno no reduce lo «mundano» al globo terráqueo, sigue siendo oscuro. Lo único claro es el mandato de mirar con más cuidado que el mirar cotidiano — que eso es ser un filósofo escéptico, o mejor incluso, permítaseme decirlo mientras escucho a Bach, un filósofo contrafilosófico.