La Iglesia católica ha adoptado como propio el mandamiento del Éxodo: «No darás falso testimonio contra tu prójimo» (Ex 20, 16). La fórmula catequética, tanto más general, exhorta: «No dirás falso testimonio ni mentirás» (Catecismo de la Iglesia católica, 2051). Sobre esta base, el mismo Catecismo precisa la gravedad de la mentira para un miembro de la Iglesia: «Las ofensas a la verdad (…) son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza» (2464). En consecuencia, un discípulo de Cristo debe «rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias» (1 Pe 2, 1). E incluso puede inferirse que es un falso discípulo el que miente contra su prójimo, pues «El discípulo de Cristo acepta ‘vivir en la verdad'» (2470).
La verdad cristiana está vinculada a la justicia y la caridad hacia el prójimo. Partiendo de Aristóteles, Tomás de Aquino señalaba que la virtud de la veracidad implica observar un justo medio según el cual se da al prójimo lo que le corresponde; es un acto de justicia (cf. Summa theologiae, 2-2, q. 109, a. 3). Por su parte, Ignacio de Loyola enfatizaba a la caridad como principio de la verdad: «Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla» (Exercitia spiritualia, 22). Esto significa que la manifestación y el testimonio de la verdad —que es Jesús mismo— está íntimamente relacionada con la distribución justa y con la apertura hacia el otro. Por ello mismo, como dice Juan, si se afirma estar en comunión con Cristo pero las acciones van en línea contraria, también se miente (cf. 1 Jn 1, 6). Es decir que la práctica en contra de la justicia y la caridad por parte de alguien que se dice cristiano es un testimonio en contra de la verdad, una mentira. Filosóficamente, se diría que se trata de una contradicción performativa.
Ahora bien, ¿qué sucede si el que miente contra su prójimo no sólo es discípulo de Cristo, sino, además, pastor de su Iglesia? Evidentemente el carácter de su mentira se agrava, al menos en términos morales, pues políticamente es más probable que por manejos de poder no reciba corrección o reprimenda alguna y, en consecuencia, la institución eclesiástica misma se vaya desprestigiando. Esto es lo que viene ocurriendo desde hace años con el actual arzobispo de Lima, Juan Luis cardenal Cipriani. Y en particular es el caso de su enfrentamiento contra la Pontificia Universidad Católica del Perú, que lo lleva a mentir reiteradamente. Por ejemplo, en un boletín oficial del Arzobispado se afirma lo siguiente:
1960
08/04/1960: Ley Universitaria reconoce pertenencia de la PUCP a la Iglesia Católica
La Ley Universitaria Nº 13417 reconoce la pertenencia de la PUCP a la Iglesia Católica. (Cfr. Ley Nº 13417. Art. 80º)
Curiosamente, para consumar el engaño, se ofrece la fuente de confrontación, como para que no se dude de su «veracidad». Dentro de toda la información ofrecida por el Arzobispado en ese boletín, plagado de falsedades, esa es la más importante, toda vez que la única ley que manda para todas las universidades peruanas es la ley nacional universitaria. Sin embargo, si vamos al texto de la citada Ley Nº 13417, leemos lo siguiente sobre la PUCP:
Artículo 80º.- La Pontificia Universidad Católica del Perú quedará sujeta a las disposiciones del presente ordenamiento con las excepciones siguientes:
1.- Se gobernará por las autoridades que fije su Reglamento.
2.- Su personal directivo, docente y administrativo será designado en la forma que determina su régimen normativo interno, debiendo las personas designadas llenar los mismos requisitos que los fijados para las Universidades creadas por el Estado; y
3.- Los miembros de su personal no tienen carácter de empleados públicos.
La entidad a que se refiere el presente artículo, fijará las condiciones del ingreso de los estudiantes y del régimen de estudios y de exámenes, que no podrán ser menos exigentes que el de las Universidades del Estado.
Si bien había un régimen especial para la PUCP, este artículo no dice nada ni da a entender siquiera una supuesta «pertenencia a la Iglesia». Al contrario, ese artículo se dirige a aclarar el carácter privado de la PUCP, por lo que en la Ley Nº 23733, que derogó a ésta, se suprime ese artículo y se incorpora (en el art. 6), como diferencia general para todas las universidades, la única diferencia entre régimen público, por un lado, y régimen privado por el otro. Y es tanto así, que el Arzobispado, que deliberadamente deja de lado la Ley vigente, no sólo miente respecto al contenido del artículo 80 de la antigua Ley, sino que, además, oculta el artículo 79 de la misma, en el que se afirmaba:
Artículo 79º.- La Pontificia Universidad Católica del Perú tiene carácter nacional.
La Ley es bastante clara. La interpretación del Arzobispado no se sigue del citado artículo y se contrapone más bien al artículo precedente, que es en realidad en el que se determina la «pertenencia» de la PUCP a la legislación nacional. Un buen hermeneuta del derecho no puede interpretar tan libremente el artículo de una ley, de modo tal que su interpretación contradiga explícitamente a otro artículo que arbitrariamente deja de lado. Y un buen hermeneuta del derecho sabe que resulta jurídicamente irrelevante lo que haya dicho una ley derogada, puesto que sólo mandan las leyes vigentes. Por si fuera poco, el Arzobispado, buscando un efecto meramente sofístico y con un cinismo desvergonzado, titula a su boletín: «En defensa de la verdad». ¿Puede quejarse la Iglesia católica de las relativizaciones de la verdad cuando uno de sus pastores, al mentir reiteradamente, provoca ese efecto en su propia feligresía? No sorprende en esa línea tampoco que los conservadores, amparados bajo la sombra de la autoridad, cuando son arrinconados por los argumentos, terminen relativizando todo con la excusa de «cada quién tiene su opinión». Lo cual, para ser honestos, debiera traducirse por: «ahora que no tengo a la Inquisición, cada quién tiene su opinión, así que no cambio la mía». La metánoia que anunciaba Juan Bautista y que está a la base de la vida cristiana, que se vaya al diablo.
El propio Catecismo especifica el tipo de mentira del arzobispo Cipriani: la calumnia, que «mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos» (2477), como es evidente que hace el arzobispo para dañar la reputación de las autoridades de la PUCP, elegidas por Asamblea como manda la ley nacional. Y siendo que la calumnia lesiona «las virtudes de la justicia y de la caridad» (2479), se trata de una mentira grave, pues «llega a ser [pecado] mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad» (2484). Por su parte, no le vendría mal a Rafael Rey, escudero y adulón del arzobispo con la excusa de que la Iglesia manda ser «dócil» con la autoridad, recordar que el Catecismo exige proscribir «toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves [como es el caso]» (2480).
Jesús observaba que sus discípulos debían ser reconocidos por sus actos, no por la autoridad que alguien le hubiese conferido. Tanto es así, que aplicaba esto para sí mismo. Es por lo tanto legítimo cuestionar que alguien nombrado como pastor de la Iglesia lo sea realmente si vive en la mentira y la vanagloria. En ese caso, se le aplican las propias palabras de Jesús: «Vuestro padre es el diablo […] porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44).