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No, tampoco (1): Las «izquierdas» por el NO

Inicio una serie de notas sobre la consulta de revocatoria o, más precisamente, sobre las campañas políticas de uno y otro lado. Como hay gentes a quienes siempre el entusiasmo les perturba la comprensión lectora, hago en esta primera entrada algunas advertencias preliminares:

El tema de la revocatoria en sí mismo no me interesa. No me interesa tampoco hacer campaña a favor o en contra de la misma. Quien quiera encontrar apoyo emocional o concordancia con su opinión, hace mal en leer lo que escribo y los remito a las columnas de Correo y Perú 21 o de La Primera y La República, según sea el caso. Yo ni siquiera diré cuál será mi voto, o incluso si votaré o no, y espero que ningún iluminado crea que puede deducirlo de estos textos. Digo esto porque no faltan, sobre todo en sociedades como la nuestra —y más aún a través de las redes sociales—, quienes, a pesar de su firme dogmatismo y precisamente por él, tienen tan poca seguridad de sí mismos y de sus creencias, que leen columnas de opinión sólo para reconocerse en «otros»; lo que no significa, lamentablemente, dejarse interpelar por el otro en su diferencia, sino pretender que éste comparta la misma opinión que uno ya ha establecido con certeza, como quien encuentra placer al mirar su reflejo en un espejo.

Por ende, mi interés en el tema es otro: advertir la incomprensión respecto a la naturaleza estética de la política, aquella que se aparta de la racionalidad tanto como de los moralismos y que se aproxima al trasfondo preconsciente de la misma, a su base fundamentalmente sensible. Es un interés exclusivamente filosófico. Y si el título se enfoca en una posición es sólo porque en ella este descuido ha sido especialmente significativo. Por «estética», desde luego, no me refiero a lo artístico ni tampoco (no únicamente, al menos) a lo publicitario o retórico en la política, sino también a aquello que, en general, se entiende dentro de los conceptos de biopolítica (acuñado por Foucault, como se sabe) y del de antipolítica que tiene un alcance ontológico (semejante al que Kant describiese como un impulso natural a la insociabilidad). Desde que el idealismo (como platonismo popular) ha arraigado tanto en las teorías políticas modernas, estos conceptos y lo que implican no suelen sino ser tomados negativamente, como un lastre que hay que superar o evitar, incluso bajo la creencia de que para ser «criollo» en la política hay que ser también corrupto. Para mí, en cambio, se trata de algo sencillamente humano y, sólo por ello, ya lo suficientemente digno para que la filosofía le tome tal cual es. Para decirlo con Nietzsche: «Donde los demás ven ideales, yo sólo veo lo que es humano, demasiado humano», ya que, para alcanzar «la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida», es necesario mirar «con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo», y no «atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza» (Humano, demasiado humano).

No está de más decir que no es éste tampoco un ensayo de cinismo. Hay cierta intelligentsia que tiene tan mal gusto y poca perspicacia que creen que si uno critica toda falsa certeza es porque, en el fondo, todo le da igual y se puede permitir ser poco serio con todo y coherente con nada. Son los que se toman alegremente eso que le diera pesadillas a Dostoievski — el «todo está permitido». Para ellos será necesario señalar lo que Camus; a saber, que la denuncia de la hipocresía no puede servir de pretexto para el cinismo. No todo tiene por qué estar permitido, ni siquiera cuando uno se enfoca en lo sensible que está tan lejos de las moralinas. Esto quiere decir que yo sí tomo partido por una posición en este tema, pero creo que hacerlo público sólo ayudaría a la superficialidad que estoy criticando y de la que estoy francamente hastiado, tanto que no he querido por eso participar de campañas que, además de poco lúcidas (una menos que la otra), siento y pienso que son (ambas) poco serias con cuestiones de fondo, fundamentalmente con la democracia misma. En consecuencia, sólo escribo ahora porque no comparto hipocresías que encubren su trasfondo «demasiado humano» con ídolos que ya casi se caen por sí solos. De ello no se puede deducir que todo me dé igual. Hay una decisión que tomar y hay que tomarla seria y responsablemente; no como obispos, tampoco como payasos. No sería filósofo si no creyese que hay que meditarlo bien, pero, por lo mismo, no acepto los prejuicios con que quiere guiarse de uno u otro lado el voto. El lector que honestamente busque razones para inclinarse por una de las opciones, haría mal en guiarse por lo que aquí desarrollo. Mejor hará si piensa bien las cosas por sí solo o, en todo caso, si busca en la prensa a su sofista preferido.

Lima, febrero 2013.

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(1) Las «izquierdas» por el NO

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La izquierda apoyó en su momento la propuesta legislativa en la que se incluía el derecho a revocatoria. Veinte años después, recién a causa de que su uso egoísta es evidente porque ha llegado a Lima (esto se venía denunciando en provincias desde hace muchos años) y sin ningún análisis serio que evalúe la pertinencia de esta figura hoy, la revocatoria se ha convertido, para algunos que dicen ser de izquierda, en una mala palabra. Parece que ahora ella fuese por naturaleza una propuesta antidemocrática y debilitadora de la institucionalidad política (a pesar de que apela al voto democrático y está dentro de esa institucionalidad). ¿Qué es lo que ha ocurrido entonces? Según un politólogo recientemente canonizado, la izquierda ha estado «modernizándose», dejando de ser bruta, achorada y cruenta, para adecentarse yendo hacia un democrático centro «paniagüista» (o toledista). Este buen politólogo sabe decir lo que esa «izquierda» «moderna» y la derecha quieren escuchar (eso tiene de político más que de politólogo). Pero a esa «izquierda» emprendedora (en la que no es casual que entre gente que apoya los abusos de las grandes mineras, como «Nano» Guerra que fue precandidato en Fuerza Social) le han contado un cuento que han creído verídico — un cuento que se llama ideología y según la cual se puede ser tan igualitarista como rico porque se ha entronizado al emprendimiento como el non plus ultra de la ontología social; y según la cual, para ser de izquierda (que es lo «in«), basta con tener «sensibilidad social» (con personas o con gatos, da igual), hacer uno que otro donativo u obra de caridad (por ejemplo colectas en temporada de friaje) y, sobre todo, eso está muy claro (a menos que seas un rojo cavernario con ideas trasnochadas), asumir que la modernidad, la superación de las propias taras y el abandono del violentismo, pasan también por abandonar la crítica del sistema de producción y acumulación económica, la crítica del trabajo alienado, la defensa de los derechos laborales, la actividad reguladora y empresarial del Estado, etc.; es decir, todo aquello que de algún modo puede aún hacer una diferencia objetiva entre derecha e izquierda, especialmente por lo primero. No hay mayor victoria ideológica para la derecha que hacer que los ex-izquierdistas olviden o repriman el que de eso precisamente se trataba ser de izquierda. Por otro lado, creer que se es de izquierda porque algún derechista extremo te dice que estás a su izquierda es claramente una equivocación.

Lo anterior nos lleva entonces a una primera conclusión que acaso sea la más relevante en este tema: gran parte de la denominada «izquierda» ha perdido la brújula y no sabe ya orientarse, posicionarse políticamente. La derecha sigue sabiendo muy bien qué es ser de izquierda y por eso lo censura colocándolo en el mismo paquete de lo que una nueva izquierda peruana sí debería autocriticar y dejar atrás. Incluso ciertas formas de redistribución muy acotada y de programas sociales son mecanismos que la derecha acepta porque no dejan de ser un mero asistencialismo, algo más elaborado quizá, pero asistencialismo al fin y al cabo que se puede empatar bien con la idea del éxito emprendedor y que no supone amenaza alguna a las estructuras socioeconómicas de fondo porque se trata del ripio. La misma ministra Trivelli, que para algún despistado es «izquierdosa», lo afirma así: «Los programas sociales no tienen como meta sacar a la gente de pobre» (7/2/2013). Lo que los saca de pobre es su propio emprendimiento; por supuesto, asumiendo que todos tienen las mismas  oportunidades que no tienen. ¿Es entonces esta «izquierda» realmente de izquierda? A estas alturas, la pregunta es ya meramente retórica. Evidentemente, no lo es.

La autodenominada «izquierda liberal» o «liberalismo de izquierda», o también llamada «centro-izquierda» (apelando a una presunta neutralidad) o, de modo más patético aún, «izquierda democrática» (como si fuera del margen puesto por la derecha no hubiese democracia), es en realidad una «derecha de avanzada», con sensibilidad social pero defensora en última instancia de lo que usualmente se conoce como capitalismo avanzado o tardío. Es en esta derecha, que a lo más llega a ser progresista de un modo bastante confuso, donde en realidad están ubicados los que son calificados también como «izquierda caviar». Incluso este término da cuenta de la diferencia entre derecha e izquierda, pues en nuestro país, en el que la izquierda real es casi inexistente, suele ser usado sólo por la derecha, pero nació siendo utilizado por la izquierda francesa y el uso desde ese lado, aún hoy, es otro y mucho más claro y preciso. Lo que vemos en el Perú, pues, es una pugna ya larga entre una derecha «bruta y achorada», lo que en términos menos panfletarios sería una derecha reaccionaria, plenamente anti-igualitaria y en el fondo autocrática (a veces ni tan en el fondo), y otra derecha liberal, progresista, muy igualitaria en cuestiones morales pero no tanto en cuestiones económicas. Dicho progresismo, además, es confuso porque se basa más en un sentimentalismo de la compasión universal que en un pensamiento crítico. Una pugna entre dos tendencias de la derecha: eso es. Por su parte, la izquierda peruana está también dividida (vaya novedad) entre quienes andan políticamente perdidos, no saben muy bien cómo «adecentarse» y lo hacen con un partido (Fuerza Social) que deja de ser partido en tiempo récord y que, aún así, los bota cuando ya no le sirven, y los pocos que sí hacen una pequeña labor de izquierda a través de los sindicatos, por ejemplo, o de los movimientos campesinos.

No deseo extenderme en esto que sí debe ser analizado con más detalle pero no acá, pues a lo que quería ir es a identificar tres, sólo tres ejemplos que muestran que la alcaldesa de Lima y sus defensores acérrimos de «izquierda» no sólo no son de izquierda por lo antes dicho, sino que, además, no tienen una auténtica preocupación social o, en todo caso, que la ponen entre paréntesis con mucha naturalidad cuando no les conviene.

Ejemplo 1: Los parados de La Parada

La alcaldesa Villarán quiere ordenar la ciudad y continuar con las obras que empezó su antecesor. Loable y necesaria labor. Les dijo a los transportistas que no podían competir con la ruta del Metropolitano por el contrato que había firmado la Municipalidad, los sacó de esa ruta, hizo propaganda de su «reforma del transporte» para obtener respaldo ciudadano, y, al final, los transportistas volvieron a la misma ruta, sin que la Municipalidad haga ya algo y sin que sus seguidores, tan prestos para la publicidad por el NO, hagan tampoco algo al respecto (como una campaña de los mismos ciudadanos en las calles, por ejemplo). Luego fue a botar a los comerciantes de La Parada para que se vayan al nuevo mercado mayorista de Santa Anita. Lo empezó a hacer de un modo «democrático», según sus entusiastas; es decir, no los botó, sólo prohibió a los camiones que ingresaran. El operativo posterior, como es público, fue un fiasco y ella tuvo que asumir su responsabilidad. Ni siquiera el alcalde de La Victoria estaba enterado del operativo que habría en su distrito. Lo que, sin embargo, pasó desapercibido para Villarán en todo momento fue el destino de los comerciantes minoristas, aquellos que estaban impedidos de integrarse al nuevo mercado y que eran los más vulnerables, los de menos recursos, los que su propia teología liberacionista le exhortaba a proteger. Ni siquiera por eso. Tuvo la derecha que, estratégicamente desde luego, ponerse del lado de los minoristas y tuvo que generarse revuelo en la prensa, para que recién la alcaldesa, luego de decir que para ellos habría otros lugares, diera su brazo a torcer y, con el gesto «democrático» que la caracteriza, los aceptara también en el mercado de Santa Anita.

No sé cuántas veces, innumerables ya, le he escuchado a la alcaldesa ponerse en los pies —o eso decía al menos— del ama de casa, la de Carabayllo, la de Comas, la de San Juan… No obstante, en lo de La Parada tampoco pensó en las amas de casa o en las muchas personas que no van a supermercados y que compraban ahí sus productos para sus casas o bodegas porque les salía mucho menos costoso. El pueblo con pocos recursos, no importa. Como diría cualquier facho: el orden es lo esencial. Pero como el dios de los liberacionistas es juguetón y el peruano es fiel al libre mercado, terminó creándose La Paradita, con lo cual la autoridad, una vez más, terminó quedando en ridículo.

"Peso importante", caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

«Peso importante», caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

Ejemplo 2: Lo que el río se llevó

Villarán no tiene mala voluntad, de eso no hay ninguna duda. Pero a veces tampoco tiene una voluntad firme cuando debe, como con la empresa brasilera contratada por la Municipalidad para el Proyecto Vía Parque Rímac. El problema de fondo en lo que a esta nota interesa es éste: la alcaldesa se dice de izquierda pero, en lugar de defender los intereses públicos de los ciudadanos que votaron por ella, exigiéndole a la empresa explicaciones claras y convincentes en nombre de esos ciudadanos por los claros errores cometidos, prefirió ponerse del lado del capital privado y defender al contratista como si fuese la misma Municipalidad la que hacía la obra, poniéndose a dar explicaciones que luego la quemarían a ella sola. Dijo que era una obra de gran ingeniería y que no se estaba filtrando más agua de la prevista para que pasara por los drenajes. Al día siguiente, se rompió el muro y el río inundó la obra. Lejos de corregirse ahí mismo, la señora Marisa Glave hizo el ridículo con una defensa más cerrada todavía, afirmando que esas inundaciones estaban perfectamente previstas y que no había ningún problema, mientras que en la otra mitad de la pantalla se veía a los trabajadores tratando de recuperar los vehículos y máquinas que habían quedado en medio del río, y mientras se mostraba en las redes que en el plan de la concesionaria no había prevista una inundación. Con ello, Villarán y su equipo no sólo demostraban que no tienen astucia para saber torear las situaciones adversas adecuadamente, sino que, sobre todo, tampoco tienen las cosas claras respecto a su lugar como funcionarios y la importancia que tiene para una autoridad que realmente es de izquierda el mantener la independencia de la institución pública sin convertirla en protectora de los intereses de las grandes empresas, como hace por otro lado el Gobierno central prestándole policías a las grandes mineras. Y es que no es sólo una cuestión de olfato político o de «mala comunicación», como se dice. Es una cuestión de incoherencia entre lo que se dice ser y lo que se es.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Ejemplo 3: El soldado desconocido

Si salen revocados la alcaldesa y todos los regidores actuales, entraría como alcalde provisional el primer accesitario por Fuerza Social, el mismo que, según los seguidores de Fuerza Social, es un desconocido al que no han elegido. Resulta que en Fuerza Social, que ya no es partido por no pasar la valla electoral, dicen estar haciendo una política seria, no como «la tradicional», y sin embargo no sólo no conocen a la gente de su lista a la que, de ser así, sólo habrían metido para llenar cupos, sino que, además, tienen la irresponsabilidad de decir que a él no lo eligieron. Bonita seriedad. Cuando se elige una autoridad se elige también a todo su equipo y a todos los regidores, incluso a los que quedan como accesitarios. Es sumamente irresponsable decir: «yo no conozco a este señor que fue en mi lista». En realidad no es que no conozcan a Fidel Ríos Alarcón, al menos la cúpula de Fuerza Social sí lo conoce, lo que pasa es que les conviene presentarlo como alguien enteramente ajeno, extremista (por ser del Partido Comunista Peruano, aliado de Fuerza Social en la campaña) y, en buena cuenta, apelar al miedo, ese viejo enemigo durante la campaña. Así es la política para Fuerza Social, tan fluctuante según las conveniencias como puede serlo para el APRA, por ejemplo. Si en verdad están comprometidos con la ciudad, como dicen, y si finalmente sale revocada Villarán, sería bueno que ofrezcan su ayuda a la gestión temporal que tendría Ríos, en lugar de anunciar para la ciudad el caos y el terrible comunismo.

Ahora bien, todo ello es entendible dentro de la lógica de una campaña y siendo que en Fuerza Social nunca se han sentido peculiarmente allegados a los grupos socialistas o comunistas (en su interior respaldaron de manera casi unánime la decisión de Villarán de separarse de ellos). Lo que sí resulta francamente penoso es que supuestos líderes jóvenes de «izquierda» apelen a lo mismo. ¿Alguien que pretende ser de izquierda, que pretende un rol protagónico en ella y que dice: «ténganle miedo al comunismo», «yo no conozco a estos del PCP»? ¿Es en serio? Lamentablemente, sí. ¿Se imagina a Camila Vallejo diciendo lo mismo en Chile? Felizmente, no. Por allá sí hay una tradición de izquierdas sólidas y coherentes.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

A modo de conclusión

Con todo lo escrito —perdón por la extensión—, lo menos que puede permitirse una izquierda sensata en el Perú es abrazar sentimentalmente una causa que le aparta claramente de aquello a lo que está llamada a criticar. Incluso, ya puestos en ello, supongamos que por su debilidad y la necesidad de buscar aliados donde pueda, incluso entre quienes antes los botaron, tampoco es sensato que su apoyo sea un cheque en blanco, sin condiciones, sin una agenda propiamente de izquierda. Hay causas de la izquierda que sobrepasan a Villarán o a quien finalmente ocupe el sillón municipal. Esas causas, con el viejo espíritu crítico de Marx y no con el demagógico de Levitsky, debieran ser el derrotero de toda izquierda moderna en todo curso de acción. De lo contrario, su destino sólo podrá ser la mediocridad y la hipocresía cómplice con el status quo que Mariátegui, al referirse al «socialismo reformista», tanto detestaba.

La “frivolidad” como liberación. Brigitte Bardot entre Nietzsche y De Beauvoir (sumilla)

Los próximos 19, 20 y 21 de noviembre se realizará en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos la Primera Jornada de Estudios de Género: «Feminismo y Estudios de Género en debate», organizado por el grupo de estudios de género «Rikchary Warmi». Allí presentaré una ponencia que apunta a observar las diferencias entre una adhesión dogmática y una adhesión crítica al feminismo. Desde ya están cordialmente invitados. Copio a continuación mi sumilla:

La “frivolidad” como liberación. Brigitte Bardot entre Nietzsche y De Beauvoir

Arturo Rivas Seminario

En 1956, Brigitte Bardot protagonizó el largometraje Y Dios creó a la mujer. A partir de entonces, su nombre despertó los más acalorados debates y censuras en todas partes del mundo. Los conservadores la tenían por causante de toda inmoralidad y depravación; para los jóvenes era un modelo de libertad y vitalismo bohemio; y para la mayoría de feministas era una frívola cómplice de la objetivación de la mujer propia de la sociedad patriarcal. Sin embargo, una de las principales escritoras feministas, la filósofa Simone de Beauvoir, en su ensayo Brigitte Bardot y el sindrome de Lolita, la defendió como la figura más plena de liberación de la mujer, elevándola a la vez a ícono del existencialismo. La presente ponencia contrapone ese feminismo crítico de De Beauvoir y el feminismo dogmático que reduce las complejidades de la liberación femenina, simplifica las relaciones dialécticas entre hombre y mujer, y suprime con severo moralismo la esfera de la corporalidad. En ese sentido, el “cas Bardot” sirve incluso hoy de idónea piedra de toque para un feminismo crítico que, sin recaer en la frivolidad de la sensibilidad y el deseo ingenuos, se aproxima decididamente, por medio de la dialéctica hegeliana del reconocimiento, a un vitalismo como el de Nietzsche, que se coloca más allá de la misma eticidad. Por ese motivo se abordarán también las críticas que este filósofo hizo al incipiente feminismo de su época, así como el sentido liberador de las figuras femeninas que él apreciaba.

 

 

 

 

Actualización 14/11/2012:

Ya está confirmado el Programa. Mi mesa será el lunes 19 a las 17:00 horas, en el Auditorio Auxiliar (2do. piso) de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM.

El foco quemado en El Comercio

El editorial de hoy en el siempre tan objetivo e imparcial diario El Comercio se pretende iluminador respecto al conflicto entre la PUCP y la Iglesia católica. Sencillamente, no lo es. Veamos por qué.

1. Dice que los representantes de la PUCP (nótese que no da nombres) no hablan de lo central; a saber, el derecho que tenga o no la Iglesia, sino únicamente de «el uso que, de reconocérsele, podría dar la Iglesia a este derecho (obstruyendo, por ejemplo, toda investigación científica y desarrollo teórico que pueda oponerse a la doctrina católica)». En el mundo real, y no en la fantasía del editor, lo cierto es que este punto ha sido planteado como un tema relevante —y ciertamente lo es— pero nunca como el tema central. Desde el comienzo la estrategia de la PUCP se ha concentrado en lo jurídico, con el Arzobispado primero y luego con el Estado del Vaticano, al punto incluso de descuidar lo político en el asunto. Es más, yo sí creo que debía colocarse en el centro también «el uso que…», porque más allá de lo jurídico, la dimensión histórica sólo se capta al observar que las decisiones de la Iglesia romana (más allá de Cipriani) obedecen a un férreo control institucional centralizado que se inició en el siglo XII y que, tras reforzarse en Trento y Vaticano I, no tiene visos de acabar (al menos en las pretensiones de los eclesiásticos), y que luego de los monasterios, que pasaron a ser poco influyentes en la modernidad, se enfocó en las instituciones educativas hasta ahora. De todos modos, el punto es que el editorial de El Comercio es, por decir lo menos, «inexacto».

2. Luego sostienen que los «hechos que hablan a favor de la posición de la Iglesia son poderosos». Se basan en dos: el primero, que la Universidad habría sido creada dentro del derecho canónico (asumiendo que eso la marcaría de por vida y que ese derecho privado está por encima del nacional) y que no existían las asociaciones civiles en el derecho peruano de la época; el segundo, que en los estatutos de 1956 diría que la Universidad fue fundada «por la Congregación de los Sagrados Corazones» con «aprobación de todo el episcopado» (bajo el supuesto de que, por alguna razón que sólo dios conoce, esos estatutos estarían por encima de todos los demás). Sobre esto hay que aclarar lo siguiente:

a) Decir que la Universidad se fundó sobre la base del derecho canónico es dar cuenta de una gran ignorancia respecto a la historia del derecho peruano. En 1915, no sin la esperable condena y satanización de los representantes católicos, la libertad de culto fue declarada en el Perú como un principio constitucional. A partir de entonces se fortaleció la potestad política y administrativa del Estado sobre una serie de asuntos; entre ellos, la educación universitaria. Por eso mismo fue un logro para Dintilhac obtener del presidente Pardo el permiso para operar como universidad (1917). Sin la autorización del Ministerio de Justicia, Instrucción y Culto, sencillamente la creación de la Universidad Católica no hubiese sido legalmente posible, por más autorización que diera el Vaticano, lo cual además no ocurrió oficialmente sino después. En 1921, el arzobispo Emilio Lisson no quería aún aceptar la creación civil de la Universidad Católica, pero fue finalmente convencido por Dintilhac. El título de Pontificia se le concedió a la Universidad recién en 1942. De las tres, sólo la ley peruana era y sigue siendo una condición sine qua non. El abogado del Arzobispado, Natale Amprimo, sigue diciendo que la Universidad fue fundada «en el amparo de las leyes eclesiásticas» pero sin señalar qué ley eclesiástica autorizó y dispuso la creación de la PUCP. ¿O acaso pretende que la Resolución Suprema del 24 de marzo de 1917, firmada por el presidente de la República José Pardo y por el ministro Wenceslao Valera, es una ley eclesiástica?

b) Es sintomático cómo los defensores de la Iglesia apelan al pasado para señalar que así como las cosas fueron alguna vez, así deberían seguirlo siendo para siempre, aun cuando en ese origen no hubiese nada de lo que es el Vaticano hoy. Nietzsche sabía bien de esa obsesión por los orígenes y con su método genealógico la criticó certeramente. En el caso de la PUCP sucede lo mismo, con el agravante de que se miente deliberadamente al decir que fue la Iglesia la que fundó la Universidad. De cualquier modo, si es verdad que a la gente de El Comercio les preocupa el respeto de la ley, entonces deben saber que el derecho peruano actual no permite la modificación que el Vaticano desea. Independientemente de si en 1956 había compatibilidad o no entre la ley peruana y la eclesiástica, el derecho es cambiante y es claro que hoy no la hay. Ni siquiera bajo la forma de elección de candidatos, porque se dispone la restricción de que estos deben ser «idóneos» y porque la decisión final (y esto se llama soberanía), recae sobre un Estado extranjero y no sobre la misma asamblea. La «rebeldía» de la PUCP, por otra parte, se basa en que en ningún lugar de la constitución Ex Corde Ecclesiae se pone ese requisito de elección; es más, el artículo 3, numeral 4, dice claramente que el requisito de aprobación de los estatutos no es para las universidades católicas fundadas por laicos, como la PUCP, sino sólo para las eclesiásticas. Si la PUCP hubiese sido fundada por la Congregación de los Sagrados Corazones, como se dice, ¿por qué esta congregación no estuvo nunca involucrada? ¿O por qué entonces se le llamaba en la época «Centro Dintilhac» o «Escuelita del padre Jorge»? ¿Y dónde quedan entonces los laicos que participaron en su fundación?

El editor de El Comercio afirma que «ni siquiera existían en la fecha las asociaciones civiles en el Perú». En efecto, las asociaciones civiles se dan a partir del Código Civil de 1936, por lo que el mismo padre Dintilhac la inscribió como asociación civil en 1937. Pero el punto es que existen ahora y que la PUCP está ahora legalmente reconocida como tal. El derecho funciona así. Es un pésimo hermeneuta del derecho el que pretende que un status quo de hace casi cien años prevalezca por sobre el derecho nacional vigente. Más aún si pretende que un vacío legal de esa época tuviese en el ordenamiento civil que ser suplido por el derecho canónico. Amprimo dice que el problema se debe a que «en los últimos años las autoridades han ido modificando sus estatutos sin consultarle a sus dueños». Primero: la Iglesia no es dueña de la PUCP como ha sido largamente demostrado. Segundo: la soberanía estatutaria de las instituciones eclesiásticas, según el Concordato de 1980, corresponde sólo a los órganos que forman parte de la jerarquía de la Iglesia. Por eso mismo Juan Espinoza Espinoza distingue entre «asociaciones religiosas» y «asociaciones civiles con fines religiosos» (Derecho de las personas, Lima: Huallaga, 2001, pp. 457-458). Sólo las primeras deben someter sus estatutos a la Iglesia y la PUCP no es parte de ellas; de hecho, ninguna universidad, aunque hubiese sido fundada por la Iglesia, podría serlo porque su naturaleza misma hace que sus miembros estén fuera de la jerarquía eclesiástica y deben por tanto guiarse por lo que manda la ley peruana. Y tercero: la jurisprudencia del Tribunal de Registros Públicos ha establecido que

«No se requiere la autorización previa de la autoridad eclesiástica cuando se modifica el estatuto de una asociación civil entre cuyos fines se encuentra la difusión de la fe católica, cuando su organización y estructura guardan concordancia con las normas del Código Civil» (Res. Nº 736-2005-SUNARP-TR-L).

Ergo, sólo el derecho civil peruano es vinculante. Más claro no puede estar.

Viñeta "Kuraka" de Juan Acevedo (detalle), publicada en El Otorongo.

3. Dicen también que la autonomía no viene al caso porque «la autonomía se garantiza contra el Estado, no contra el dueño». Seguramente, en la mentalidad de liberalismo estrecho que tiene quien escribe, eso es así, pero el principio del liberalismo —fundamentalmente de sus vertientes moral y política— no se limita únicamente a una defensa de la libertad individual frente al Estado, sino también frente a toda otra fuente de coacción. En ese sentido, no es de extrañarse que una larga tradición liberal en el catolicismo, que data por lo menos del siglo XIV, haya afirmado la libertad individual del creyente en contra de la Iglesia. En esa tradición, despreciada siempre por quienes se agrandan cuando el Estado les impone una restricción pero que se arrodillan y rezan cuando es la Iglesia la que lo hace, se gestó el respeto por las leyes nacionales y el laicismo, entendiendo que esa separación entre moral católica y derecho nacional era ella misma un mandato religioso. La autonomía, pues, aunque no quieran los dueños del periódico aceptarlo, está en el meollo del asunto.

4. Que los argumentos de quien escribe son, más que simples, simplistas, lo muestra cuando afirma que la posición de la PUCP «implica estar dispuestos a asumir un robo (a la Iglesia) con tal de tener una universidad diversa». ¿Analiza críticamente, al menos un poco, el supuesto de que la Iglesia sea la dueña? En absoluto. Por ligerezas como estas es que hay por allí gente sin criterio que cree que por el sólo hecho de llamarse católica ya le debe pertenecer a la Iglesia. Dice el editorial que «si estamos en un Estado constitucional, los derechos que tiene cada cual deben determinarse según la ley y no según si a los demás nos parece bien o no». Pues bien, la Ley Universitaria, en concordancia con los principios constitucionales pertinentes, determinan que las asambleas son instancias autónomas y que sólo ellas son las encargadas de elegir al rector. A la Iglesia católica se le da, según el Concordato vigente (que es otro tema de vergüenza nacional), la facultad de regir con su derecho privado sólo a los seminarios e institutos teológicos. De modo que, más allá del caso de la PUCP, si alguna universidad que la Iglesia cree y administre eligiese a su rector por decisión o influjo del arzobispo, la Asamblea Nacional de Rectores podría aplicar la Ley e imponer sanciones a la Universidad exigiéndole la adecuación de sus estatutos a la ley nacional. (Y éste sí es un tema del que nuestro ilustre periodismo de investigación no informa.)

5. El editor de El Comercio cree que las tinieblas medievales son luminosas. Por eso enfatiza lo del «pésimo ejemplo» que darían las autoridades a los alumnos (como si estos fuesen críos en pañales) al supuestamente manipular el tema… ¡Qué tal conciencia! Además, si el que escribe es de aquellos seres precarios que actúan básicamente por imitación, a pesar de su avanzada edad, ese es asunto suyo; que no nos meta a los estudiantes universitarios en su grupo.

6. Y se afirma también en la columna que las autoridades han pasado por encima «ya varias veces en el conflicto paralelo sobre la herencia de Riva-Agüero, de lo que disponen los tribunales». ¿No es acaso el abogado del Arzobispado, pasándose de «vivo», quien quiso aprovechar un exceso meramente interpretativo y no vinculante del Tribunal Constitucional para pedir que se le dé la razón al Arzobispado sin siquiera iniciar un juicio sobre dichos bienes? ¿No fue acaso que el Poder Judicial, en doble instancia, rechazó esta pretensión? Entonces, ¿quién es el que pretende pasar por encima de los tribunales y no acatarlos? ¿Quién el que desinforma y quiere manipular?

7. El editor se escandaliza porque los representantes de la Universidad digan que el rechazo de los actuales estatutos por parte del Papa (que no es sino el rey del Vaticano) no es un verdadero problema, toda vez que el término «católico» no es de exclusividad de la Iglesia, por más que el derecho canónico, inaplicable en nuestro ordenamiento civil y registral, así lo estipule. Dice que se opone a los sectarismos de cualquier tipo, pero la «imparcialidad» de la que hace gala la columna se limita a señalar que Cipriani es un personaje nefasto para la apertura intelectual; nunca pone en la menor duda el presupuesto indemostrado de que la Iglesia sea la propietaria, en cuyo caso, aun si así fuese, no podría ésta «manejar su propiedad como mejor le parezca». Las universidades no son propiedades cualesquiera y eso deberían saberlo los Miró Quesada por propia experiencia. Como se ha dicho, por más normas privadas que tenga la Iglesia, en la elección de autoridades toda universidad debe someterse a las leyes nacionales. En caso contrario, puede y debe ser inhabilitada.

Estas observaciones desde luego no pretenden que los fanáticos dejen de pensar como piensan. Están dirigidas más bien a quienes quieren seriamente hacerse una opinión informada sobre el tema. El Comercio, en cambio, lanza opiniones desinformadas sobre esto como lo ha hecho siempre sobre muchos otros temas. No se quiere tampoco que un periódico con una dudosa reputación a lo largo de toda su historia sea ahora una lumbrera del periodismo nacional, pero hay que decirles a estos señores que para iluminar sobre un asunto es preciso estar bien informado y tener un poco de autocrítica para no hablar de lo que no se sabe. Porque un foco quemado, como el que tienen escribiendo esta columna, no alumbra en absoluto. Menos aún si su posición es exactamente la misma, con los mismos argumentos y términos, y por ende los mismo vicios, que la expresada por Amprimo. (¿Qué… tan poco original es Martha Meier Miró Quesada, la editora central de fin de semana adjunta a la dirección?) Así las cosas, el lema de la PUCP bien podría ampliarse según el propio texto evangélico: Et lux in tenebris lucetet tenebrae eam non comprehenderunt.

Caricatura de Carlín (La República, 26-02-2012)

El Informe de la CVR y la educación según Aldo Mariátegui

La ministra de Educación, Patricia Salas, ha tenido el acierto de reaccionar frente al tema del MOVADEF proponiendo la inclusión de las conclusiones del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación del Perú (CVR) en los currículos escolares, a fin de que se recuerde y discuta con los estudiantes lo que ocurrió en nuestro pasado reciente. Aldo Mariátegui ha reaccionado a su vez en contra de esta posibilidad en una columna de su diario. Más allá de la pésima redacción (ni siquiera puede darle estructura a lo que escribe), creo que sus opiniones merecen respuesta por lo que trasciende a Mariátegui; esto es, por la idea de educación que presupone.

Dice el director de Correo que este «documento genera demasiados reparos». En primer lugar hay que evaluar qué reparos. Si se trata de los reparos infundados del fujimorismo o los de él mismo, estos son irrelevantes. Tan irrelevantes como los reparos de un fundamentalist ante la enseñanza del evolucionismo. Luego, si se trata de reparos atendibles, precisamente la educación está (o debe de estar) hecha para discutir lo que se lee, criticarlo y criticarse también uno mismo (esto último, en lo que Mariátegui es más bien ocioso, es fundamental), llevarlo más lejos, contrastarlo con otros documentos (como el libro del presidente Humala, por ejemplo), etc. Evidentemente estos temas no entrarían al currículo del jardín de infantes, sino en la educación histórica y cívica de la secundaria avanzada. La educación, más aún en ese nivel, no puede ser la repetición de versiones oficiales que no son puestas en duda, que es como se suele enseñar la historia en nuestras escuelas, sino análisis críticos que evalúen, para decirlo como Nietzsche, la utilidad y perjuicios de la ciencia histórica para la vida presente, teniendo en cuenta que toda historia es una interpretación sujeta a evaluación y, eventualmente, a refutación. Pero la idea que Mariátegui tiene de la educación no es ésta, sino una que prefiere dar textos oleados y sacramentados, verdades libres de toda duda o murmuración, para poder evaluar el aprendizaje con pruebas igualmente facilistas de elección múltiple o de verdadero/falso. Los estudiantes, entonces, quizá recuerden a la perfección el rostro de Abimael Guzmán, pero seguirán sin haber entendido nada respecto a las causas de lo que ocurrió, atribuyéndolo sólo a que existen seres humanos que son malos en sí mismos, monstruosos por naturaleza, como el cuco o los psicópatas (o como el mismo Mariátegui, según algunos de sus detractores). En la filosofía, en cambio, esa que se enseña en los cursos de Estudios Generales que Mariátegui considera que fueron una pérdida de tiempo en su paso por la PUCP, se nos advierte que no hay verdadero conocimiento si no se conocen las causas, si no se pregunta el porqué. Por otro lado, ¿existe una historia libre de reparos? No. Eso sólo significaría que se está asumiendo una versión del pasado acríticamente, sin darse cuenta de los condicionamientos, intereses y necesidades del historiador, ni los de uno mismo. Y, como demostró Nietzsche en su Segunda Intempestiva (Sobre la utilidad y perjuicio de la historia para la vida), ese positivismo es sumamente dañino pues sacrifica al pensamiento y la libertad de espíritu.

También dice Aldo Mariátegui que «a mucha gente no le va a gustar esa versión caviar de que el terrorismo fue ‘un conflicto armado interno'». Esta es una de las muchas mentiras deliberadamente hechas para confundir y, sobre la base de un simplismo, pretender descalificar un texto que es conceptualmente cuidadoso (la CVR tuvo a especialistas que delimitaron y sustentaron el uso de los términos finalmente utilizados). Lo cierto es que en el Informe de la CVR al terrorismo se le llama terrorismo: «La CVR ha encontrado que el PCP-SL (…) se expresó como un proyecto militarista y totalitario de características terroristas» (p. 317); y condena sus estrategias, como «el llamado equilibrio estratégico que acentuó el carácter terrorista de sus acciones» (p. 319). Desde luego que hay temas discutibles, por ejemplo el reclamo de que Sendero Luminoso no haya respetado los Convenios de Ginebra (p. 127). ¿Dónde se ha visto que un grupo terrorista respete convenios de guerra? Pero eso mismo ayuda a reforzar que se trataba de terroristas y no de un grupo beligerante (una guerrilla). Cuando la CVR habla de «conflicto armado interno», se refiere a la totalidad de la situación de violencia, en la que no sólo había actos terroristas por parte de Sendero Luminoso y del MRTA, sino también negligencia y actos terroristas por agentes del Estado, y, distinguidas siempre, actuaciones legítimas y heroicas por parte de los grupos de ronderos y las Fuerzas Armadas, de las que la CVR dice que «reconoce la esforzada y sacrificada labor que (…) realizaron durante los años de violencia y rinde su más sentido homenaje a los más de un millar de valerosos agentes militares que perdieron la vida o quedaron discapacitados en cumplimiento de su deber» (p. 323). ¿Dónde la CVR deja «a los militares y policías virtualmente como unos torpes carniceros», como afirma? ¿Cómo llamar, pues, a este período de violencia? ¿No hubo acaso un conflicto, no fue armado ni interno? Aldo Mariátegui quiere ver una legitimación del terrorismo y una descalificación de las fuerzas armadas y policiales donde no hay sino un ajustado y estricto discernimiento de las acciones y omisiones que posibilitaron o impulsaron la violencia. La actitud de Mariátegui, en cambio, contribuye a la causa del terrorismo en la misma medida en que renuncia a pensarlo.

También cuestiona el cálculo estadístico utilizado por la CVR para estimar la cantidad más probable de víctimas. Según Mariátegui se trata de cifras «infladas por un método para contar anchovetas». Que se sepa, la estadística es una ciencia que se ha ido haciendo rigurosa no sólo para contar anchovetas, sino también, por ejemplo, para estimaciones de ganancias en negocios, para indagar los efectos de un medicamento y para los sondeos de aprobación política como los que Mariátegui difunde en su programa y en su diario con gran entusiasmo cuando se trata de la alcaldesa de Lima. Eso no quita, desde luego, que el método mismo pueda ser discutido seriamente, pero también es preciso aclarar que ello no afecta en absoluto el contenido sustancial de las conclusiones de la CVR.

Cómo no va a ser valioso, pues, leer en los textos escolares algo como lo que sigue:

La CVR encuentra asimismo un potencial genocida en proclamas del PCP-SL que llaman a «pagar la cuota de sangre» (1982), «inducir genocidio» (1985) y que anuncian que «el triunfo de la revolución costará un millón de muertos» (1988). Esto se conjuga con concepciones racistas y de superioridad sobre pueblos indígenas (p. 318).

El Informe Final de la CVR no es un documento definitivo, así como la noción de verdad manejada por la Comisión es todo lo opuesto a la de una verdad absoluta e incontrovertible. El liberalismo, el buen liberalismo político, está también alejado de una noción de verdad incontrovertible. Lo que caracteriza como verdadero al Informe de la CVR es que hasta ahora es la mejor explicación —rigurosa, ordenada y sistemática— de nuestro pasado reciente. ¿Por qué «no puede ser materia de enseñanza escolar»? ¿Porque sus autores tenían y tienen posiciones políticas? ¿Y quién no tiene una? Precisamente Nietzsche criticaba, en la obra citada, que el positivismo pretendiese un estudioso desinteresado. Para estudiar nuestro pasado y nuestro presentea propósito del Informe de la CVR como su mejor fuente hasta el momento, porque además incluye testimonios y documentos directos, no se requiere considerarle como a la Biblia, que es lo que erróneamente cree Mariátegui. Las fuentes históricas, para su ilustración, porque parece que en su caso no fue así, deben ser consideradas críticamente. Y allí el maestro cumple nada más una función de facilitador y guía, apelando en todo momento a la inteligencia de esos escolares que él menoscaba porque tienen «el criterio en formación». El criterio, señor Mariátegui, en las personas que no son fanáticos u obsesivos, siempre está en formación. Eso no acaba con el baile de promoción ni cuando se cumple la mayoría de edad.

Lo que sí es importante señalar es que no basta con la inclusión de las conclusiones de la CVR en los textos escolares. Por un lado, esos textos deben ser presentados de maneras más sugerentes, con imágenes y vídeos, con la música que hicieron las víctimas de la violencia para sanar sus heridas, con cómics, películas y todos los medios tecnológicos que la educación de nuestro tiempo requiere para atraer la atención y el interés de los estudiantes. Por otro lado, la sola lectura de esos textos no garantiza nada. Es preciso que esta medida se dé en medio de una formación de pensamiento crítico más amplia que respalde a nuestra educación histórica y cívica.

Volviendo sobre lo dicho por Mariátegui, tal parece que tiene razón Salomón Lerner Febres, filósofo y ex-presidente de la CVR, cuando afirma que:

Es tan clara la condena de la Comisión a SL que las falsedades expresadas por estos diarios sólo pueden tener tres explicaciones: o no han leído el informe ni su resumen y hablan sin conocimiento, lo cual es en extremo irresponsable; o han leído y no han entendido lo que allí se dice: hecho que evidencia la pequeñez intelectual de quienes hoy dirigen esas publicaciones; o han leído, han entendido y han optado conscientemente por la mentira y la calumnia, lo cual delata su insignificancia moral.

Como en los desafíos que lanzaba Platón a los sofistas torpes, díganos, señor Mariátegui, qué prefiere: ignorante o inmoral.

Identidades y nacionalismos según Anderson

Benedict Anderson es uno de los más destacados teóricos de la actualidad. Su libro Comunidades imaginadas marcó un hito en el desarrollo de los estudios culturales. Este historiador por la Universidad de Cornell y profesor emérito de esa misma casa de estudios, recibió este año el Doctorado Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica del Perú y concedió una breve entrevista al semanario PuntoEdu (Año 7, Nº 220), del cual quiero extraer dos comentarios suyos; uno sobre las identidades y otro sobre los nacionalismos. Respecto a las identidades, se le pregunta y responde lo siguiente:

El sistema global dice que vivimos en un mundo globalizado, pero probablemente se están reduciendo los lugares en los que podemos mostrar nuestras identidades. ¿Cómo lo ve?

La gente tiene una idea equivocada de lo que es la identidad. Se habla de ella como si estuviera adentro tuyo, pero no lo está. La identidad es la respuesta que das cuando alguien te pregunta quién eres. Entonces, miras quién pregunta, por qué lo hace, dónde y cuándo. Es una respuesta estratégica a una pregunta, por eso puedes tener varias identidades.

Y respecto a los nacionalismos, agrega:

En un mundo globalizado, el nacionalismo es visto como algo del pasado. ahora todo el mundo está unificado. el mandato es abrir tus fronteras y dejar que el capitalismo haga su trabajo.

Mi idea sobre el nacionalismo es que se trata del futuro más que del pasado. El nacionalismo tiene que ver con adónde vamos; es tener un futuro común. La idea del nacionalismo es siempre, de alguna manera, emancipadora. Se trata de una idea de identidad, de lo que implica ser el miembro de una nación, y algunas cosas serán negadas y otras permitidas. El capitalismo, por ejemplo, ha estado en el mundo por cerca de 400 años y no hizo nada por el estatus de las mujeres; el nacionalismo sí. ¿Por qué? Porque ellas eran americanas y era intolerable que sean tratadas así. Al final obtienen lo que quieren no porque sean mujeres, sino porque son parte de la nación (lo mismo que los negros y los gays). El nacionalismo es más confiable que los derechos humanos, que pueden ser explotados por extranjeros: “Venimos a defender los derechos humanos en tu país”, e invaden. Pero si cambian los derechos de los miembros de una nación, los cambios son más durables porque no son una intervención externa. Las cosas no pueden ser reversibles, es imposible.

¿Necesitamos un enemigo común para construir comunidad?

No puedes hacer política sin enemigos. La política se basa en el conflicto. No todo nacionalismo necesita enemigos, pero sí cada acto político.

La observación de Anderson sobre la identidad desmitifica su carácter interior ampliamente extendido. Una cosa es la constitución de una conciencia unitaria que llamamos «yo» a partir de la memoria y la regularidad, y otra muy distinta es que tengamos dentro de nosotros esa suerte de esencia originaria que sería nuestra «alma». Lo que llamamos así es, en contra de lo que le conviene sostener a las religiones, sólo una síntesis realizada por nuestra imaginación y que no tiene ninguna verificación real. Pero lo que aquí interesa es que también las ficciones imaginativas tienen efectos reales en las sociedades y en sus políticas. No es extraño encontrar en múltiples discursos identitarios en ámbitos rurales peruanos, por ejemplo, ese platonismo, mientras que, en la práctica, y al mismo tiempo, sucede que las identidades cambian con total ductilidad en razón de las circunstancias. Por eso Anderson, que es historiador pero también antropólogo, sostiene que la identidad es básicamente el modo como se responde ante un otro que te cuestiona. Hay allí un «aire de familia» posible entre la dialéctica social hegeliana (su lado más aristotélico), la dialéctica social de Marx (que decapita los rezagos «místicos» de Hegel), la crítica de la subjetividad cartesiana (y de la moral) emprendida por Nietzsche, y una comprensión pragmática como la de Wittgenstein al modo de los juegos del lenguaje. Aunque la gente necesite creer en su identidad como un alma eterna, el analista y el investigador social ganan mucho al comprender la identidad en ese otro sentido, y cabe preguntarse incluso si el desarrollo de las ciencias sociales no ha sido posible precisamente en la medida en que se ha dado ese giro.

En torno a los nacionalismos, parece igualmente acertada la convicción de que estos son cosa del futuro más que del pasado. No hay en el panorama nada que haga pensar en su desaparición y quizá así sea mejor, porque, como señalaba Kant (Cf. Hacia la paz perpetua), no habría nada más tiránico e imposible de controlar que un Estado mundial, siendo la idea de Estados confederados la más conducente hacia una paz duradera. Es que los críticos de los nacionalismos han mirado con cierta ingenuidad los procesos globales, como si estos se dieran por una mano invisible universal, y han desatendido, como señala Anderson, el rol de los nacionalismos. En ese sentido, es cierto que varios derechos políticos y sociales han sido obtenidos en procesos de autoafirmación nacional, y no, por ejemplo, como resultado de la expansión del capitalismo. Sin embargo, creo que Anderson pasa muy rápidamente al otro lado. Ninguna idea es enteramente emancipadora y los nacionalismos han sido con frecuencia no sólo ajenos sino contrarios a las libertades individuales, además de castigar el disenso y encerrarse en posiciones dogmáticas. No en vano se han desarrollado tribunales internacionales que puedan proteger esas libertades cuando ya no encuentran protección alguna en las jurisdicciones nacionales. Del mismo modo, muchos procesos emancipadores nacionales han sido influidos por procesos internacionales; de modo que hay que afinar aún más los alcances y peligros de los nacionalismos, sin buscar suprimirlos ni tampoco exaltando sus logros de manera unívoca. El mismo ejemplo de los derechos de las mujeres así lo demuestra: ¿en qué medida se les concedió por ser americanas o más bien por una idea de igualdad universal?

Se trata pues, según creo, de una confrontación constante, y a la que deberíamos ya estar acostumbrados, entre lo individual, lo nacional (el ethos), lo estatal (que no es lo mismo porque casi todo Estado es plurinacional y estas naciones o subnaciones están cobrando fuerza), lo supranacional (bloques) y lo global. En la actualidad, no hay país donde todos esos frentes no confluyan en la vida política de la nación. Por lo mismo, la oposición entre derechos humanos (universales) y derechos nacionales no es algo que pueda ser simplificado en la oposición de nacionalismo y globalización. En todo caso, en lo que tiene razón Anderson es en que los procesos internos de una nación deben ser políticamente respetados porque, al ser procesos del ethos, son consensuados y por ende más estables. Eso no invalida las intervenciones que se dan en un marco jurídico internacional. Ahora bien, que las libertades ganadas en el ethos no puedan ser reversibles, es algo que requiere aclaración. Es cierto que una vez que se abre paso una demanda al interior de una nación lo más probable es que ella ya no decline, en tanto demanda de individuos que conforman esa nación, pero las medidas políticas desde luego que pueden ser reversibles. Hay Estados que han pasado de un régimen liberal a uno totalmente autocrático e incluso con apoyo mayoritario de la población. Las coyunturas y las situaciones de fondo han de ser tenidas  allí más en cuenta. Y en esos casos es donde adquiere importancia la influencia internacional, tanto política como jurídica.

Por último, es interesante la observación de que cada acto político necesita enemigos, aunque no toda nación. Como se sabe, el tema de la amistad y de la enemistad fue colocado con fuerza en la teoría política por Carl Schmitt, lo que fue rechazado casi de inmediato por cierta vertiente liberal. El gran problema con Schmitt es que estaba convencido de que las estructuras y las identidades políticas son círculos cerrados, cuando en realidad no lo son, y no sólo desde la modernidad sino desde siempre. En ese sentido, el primer enemigo debe ser encontrado al interior y no al exterior, incluso dentro de un mismo individuo. Por otro lado, como decía Heidegger, una cosa es tener adversarios y otra muy distinta tener meros enemigos. ¿Cuál es la diferencia? Que en la mera enemistad la identidad, que supone siempre una diferencia, se enfoca en la desaparición del otro; mientras que, entre adversarios, la enemistad misma es vista como necesaria, y por tanto el mejor bien que uno puede hacerse está en hacer más fuerte al adversario, no en eliminarlo. Esto lo comprendió tempranamente la tradición liberal al alentar la libre competencia y sólo un reciente pacifismo exacerbado no llega a comprender cómo el conflicto es necesario. En efecto, el conflicto es necesario, pero hay dos modos distintos de entenderlo y eso es algo que conviene recordar para no caer en los torpes antagonismos chauvinistas en los que con frecuencia han caído y caen los nacionalismos. En el Perú, basta escuchar a alguien como Antauro Humala para comprender a lo que me refiero.

Cipriani, el indulto y la mala conciencia

El cardenal Cipriani quiere dar lecciones de derecho en su programa radial: «El indulto es una gracia que tiene el presidente de la República de la que no tiene que dar cuenta a nadie sino a su propia conciencia«. Y ni siquiera puede decirse que como jurisconsulto sea un buen religioso, porque ni siquiera es esto último. Sin embargo, esta declaración es sintomática del tipo sacerdotal y del tipo autocrático que se puede encontrar simultáneamente en el sujeto Cipriani.

En primer lugar, hay que señalar por qué la declaración del cardenal es, además de oportunista, insensata — un llamado a no respetar el orden democrático y un desprecio incluso de la pericia médica. Lo es porque, desde que nos regimos por una Constitución, no es cierto que el Presidente pueda decidir a quién indulta sin dar cuenta de nada a nadie. Si bien nuestra Constitución, en su artículo 118, inciso 21, no le demanda explícitamente una rendición de cuentas, el hecho mismo de ser una facultad otorgada al Presidente por la Constitución implica dos cosas:

Primero, que esta facultad, en el fondo, está anclada en la soberanía popular, a la que el Presidente debe rendir cuentas de todos sus actos, incluso de aquellos que derivan de facultades especiales. Esto quiere decir que no por tener el Presidente dichas facultades, el demos deja de tener la soberanía. De allí que exista una comisión encargada de evaluar las solicitudes y sugerir al Presidente quiénes deben ser indultados. Aunque el Presidente no tenga que seguir lo que le dice esta comisión de indultos, lo hace para garantizar la independencia del acto respecto a su voluntad personal. Por eso es un preside-nte y no un mon-arca.

Segundo, y más importante aun, que, al ser una facultad constitucional, debe obedecer los requerimientos propios del derecho constitucional. Es en ese ámbito donde cobra especial importancia la razonabilidad como único modo de garantizar la igualdad ante la ley (que es un derecho constitucional) y el respeto de las demás garantías constitucionales. Es por este requerimiento del constitucionalismo contemporáneo que los jueces están obligados a emitir sentencias razonadas y razonables; es decir, no como meros aplicadores autómatas de la ley, como «la boca que pronuncia las palabras de la ley», que es como los pensó la Revolución francesa gracias a Montesquieu. Ahora, en cambio, el juez debe ser —y parecer— razonable en la valoración de los hechos (de las pruebas actuadas) y en la interpretación de la ley, e igualmente debe justificar —razonar— las motivaciones de su decisión. Este mismo mandato constitucional alcanza a todas las instancias de gobierno — a toda decisión que se tome en ellas, incluyendo las gracias presidenciales. Por eso la tendencia actual en los regímenes democráticos es a que el indulto se conceda en atención del interés común (nuevamente el principio de la soberanía del pueblo) o por causas humanitarias. Esto significa que quedan excluidas las motivaciones del tipo «nos salvó del terrorismo», «recuperó la economía» o «ha sido el mejor presidente que hayamos tenido», que habitualmente esgrimen los políticos fujimoristas y que ociosamente repite un porcentaje minoritario de la población.

Ahora bien, como la posibilidad de indultar a Alberto Fujimori es sumamente impopular (65% en contra), no es nada inocente que el cardenal apele a lo segundo. No obstante, la causa humanitaria supone que el encarcelado esté imposibilitado de seguir cumpliendo su condena, ya sea por encontrarse en trance mortal, lo que podría dar pie efectivamente a un indulto total para que pase sus últimos días u horas de vida en libertad, o sea porque las condiciones de su encarcelamiento no son las adecuadas para su salud, para lo cual lo más razonable sería un indulto parcial, esto es, conmutar su arresto en prisión por un arresto domiciliario en un hospital o clínica. Lo primero no viene (aún) al caso. Lo segundo, como han afirmado los médicos del INEN, tampoco, pues «el referido paciente se encuentra en condición estable, despierto, lúcido y con función motriz normal». Pero al cardenal poco le importa lo que piensen los médicos; ellos no están en contacto con Dios como él. Los fujimoristas, por su parte, han llegado al colmo de decir que debiera ser indultado porque está deprimido.

A ello hay que agregar tres cuestiones relevantes: 1) Fujimori no se encuentra detenido en una prisión común, sino en un establecimiento especial donde tiene todas las facilidades que el gobierno anterior le proporcionó. 2) Está condenado por secuestro agravado en contra del periodista Gustavo Gorriti y, por una ley dada en su propio gobierno, en mayo de 1995, como medida populista impulsada por él mismo ante el aumento de estos delitos, esto no haría posible su indulto, en cuyo caso se violaría no sólo la ley sino además la equidad en contra de todos aquellos sentenciados por delito de secuestro agravado a los que no se les haya permitido presentar solicitud de indulto. 3) Dentro del derecho internacional no es aceptable la amnistía o el indulto en casos de delitos de lesa humanidad, y en la sentencia de Fujimori, ratificada por la Corte Suprema peruana, es decir, con carácter de sentencia firme, se señala claramente que los delitos por los que se le condenó constituyen crímenes de lesa humanidad por haber sido sistemáticos y generalizados, con posición de dominio de su parte.

Entonces, ¿qué sentido tiene la «gracia presidencial»?

La clemencia es una figura antigua ejercida por aquel gobernante soberano que tenía dominio político suficiente pero que necesitaba mostrarse compasivo y generoso para legitimarse ante sus gobernados. Esta figura la tenemos, por ejemplo, en el célebre episodio bíblico donde Pilatos ofrece la liberación de un prisionero por la Pascua judía.  Además de apelar Cipriani a un individualismo extremo, solipsista, aunque, claro, no generalizado sino permisible sólo para el poderoso, que es quien le paga un sueldo a la jerarquía católica, su mención del indulto alude a esa antigua condición del derecho de gracia que es la del realismo político, la de la lógica utilitaria en la política. El viejo Maquiavelo sabía bien cuánto le convenía al princeps mostrarse clemente, aun cuando fuese una mera apariencia. ¿Sorprendería esto de un hombre de fe? A decir verdad, no, por lo que sabemos de la historia política de la Iglesia católica y sus negociaciones con el poder secular. (Véase, por ejemplo, el excelente estudio de H. Berman, La formación de la tradición jurídica de Occidente).

No obstante, cuando la soberanía pasó a la «voluntad unificada del pueblo» (en alusión a Rousseau y más precisamente a Kant), el derecho de gracia perdió su sentido de soberanía absoluta y empezó a limitarse con una serie de requisitos que lo adecuaban a los regímenes constitucionales de derecho. Ese mismo tránsito desde el perdón soberano hacia la reconciliación comunitaria, propio de la Ilustración, puede observarse también en el arte; por ejemplo en Mozart, en la ambivalencia entre sus óperas La clemenza di Tito y Così fan tutte (véase el ensayo de I. Nagel, Autonomía y gracia. Sobre las óperas de Mozart). Por eso, incluso en las monarquías constitucionales como la española, el Rey debe ajustar su facultad a la ley, porque su sola conciencia no está más por encima de ella. Pero la confusión que hace Cipriani entre la noción actual del indulto y la del antiguo derecho de gracia (de origen «divino») que tenían los monarcas absolutos (como el Papa), no es casual ni un simple descuido. Antes bien, es un testimonio de parte de una no menos antigua vocación sacerdotal.

Cuando Nietzsche analizó el origen de la mala conciencia moral (Genealogía de la moral) encontró al sacerdote; aquél viejo zorro que se dio cuenta que no importaba el dominio exterior, político, porque más poderoso y sutil era quien dominaba la interioridad, para lo cual inventó la conciencia moral e incluso la llenó de culpabilidad innata. Como decía Albert Camus, «a mala conciencia, confesión necesaria». Por eso, cuando el viejo zorro que es Cipriani dice que el Presidente no debe rendirle cuentas a nadie salvo a su propia conciencia, allí mismo está colocándose él: como su guía espiritual, él puede llegar ahí donde ningún otro puede llegar. Así el sacerdote se hace soberano en el más pleno sentido del término, porque influye decisivamente en todos (por ser todos «hijos de Dios») y especialmente en quien gobierna, sin necesidad de ensuciarse las manos él mismo.

Ese es el juego político de Cipriani, identificable incluso en una simple declaración como la referida. Él no quiere gobernar el Estado, ni que fuese tonto, sino la conciencia de los gobernantes. Cuando amonesta desde su púlpito radial a los ministros de salud por temas de anticoncepción, también apela, casi en un acto desesperado, al peso de sus propias conciencias. Pero así las cosas, todo depende de que el amonestado, sobre todo si es creyente, y más aún si es el Presidente de la República, tenga la suficiente claridad, es decir, una buena conciencia intelectual para asignarle al cardenal el fuero de su púlpito y negarle acceso al de las políticas de Estado (y también hay dudas de esto con el presidente Humala).

Dios y el César no deben ir juntos; hay en eso incluso un mandato cristiano que, desde luego, no le conviene al sacerdote angurriento de poder. Con un primado de la Iglesia peruana como Cipriani, todo católico peruano, por el solo hecho de serlo, seguramente tiene bien ganadas sus indulgencias plenarias.

Algunas precisiones a algunos defensores de la PUCP

Como Aristóteles, somos amigos de Platón pero somos más amigos de la verdad. Y la verdad es que, aun cuando haya que defender la autonomía universitaria de la Pontificia Universidad Católica del Perú frente a las ilegales pretensiones de la Iglesia católica, hay que hacer también algunas precisiones a unas declaraciones vertidas en los últimos días en su defensa.

Una primera es la del historiador Nelson Manrique, en su artículo «La batalla por la PUCP» (La República 20/9/2011). Hace bien Manrique en contextualizar el caso dentro de una contraofensiva de los grupos más conservadores y reaccionarios del catolicismo europeo y latinoamericano. La reciente visita del Papa Ratzinger a España, por ejemplo, es parte de esa avanzada que se quiere al menos allí donde el conservadurismo religioso y moral impera. Mientras tanto, la jugada no le salió en Reino Unido, donde se ha probado que financió su viaje con fondos de ayuda a los pobres y con impuestos (no sólo de ingleses católicos). Y asimismo en Austria, donde un grupo importante de religiosos y feligreses promueven cambios radicales en las estructuras eclesiales bajo amenaza de cisma. Manrique nos brinda una perspectiva interesante: el mismo conservadurismo católico que antes estaba más alarmado por el auge de las sectas evangélicas, ahora se ha dedicado a luchar contra las tendencias liberales y modernizadoras del propio catolicismo. «Remar mar adentro», que le dicen. Como observaba Nietzsche: «Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera, se vuelven hacia dentro«. Lo que se deja extrañar es un estudio sobre cómo esa avanzada conservadora ha tomado centros educativos y programas específicos, como los de confirmación en colegios no dirigidos por ellos.

Ahora bien, lo curioso es que, siendo normalmente Manrique un historiador prolijo, haya pasado sin esa misma rigurosidad un dato innecesario y fácilmente cuestionable: «Poco después del autogolpe del 5/4/92 se creó un obispado castrense». Pero el obispado castrense en el Perú data de 1943. Esto no quiere decir, sin embargo, que el resto del artículo carezca de validez, por cuanto ayuda a colocar el avance del conservadurismo católico en el contexto nacional del régimen dictatorial de Alberto Fujimori, con el que este conservadurismo se avino bien. Tampoco se invalida la peculiar cercanía entre estos sectores y ciertas cúpulas militares (recuérdese el vídeo de Cipriani con los militares). Y sin embargo no es acá necesario pretender nexos causales específicos, como se pretendería con ese dato erróneo. Basta con observar el aire de familia para comprender la afinidad ideológica y moral que, en tanto aliado de los poderosos y codicioso de los bienes ajenos, lo deslegitima como pastor de su iglesia.

Caricatura publicada en El Otorongo (05-09-2011).

La segunda declaración corresponde al artículo «PUCP: El problema de fondo» del sociólogo Sinesio López (La República 17/9/2011). En él, López señala acertadamente que la controversia entre la PUCP y el cardenal Cipriani no es, en el fondo, un asunto religioso, ni legal, ni académico, sino un asunto ideológico. Y aquí empiezan los problemas con el artículo, porque su autor no se refiere a lo ideológico propiamente, sino a lo político: «A mi juicio, el problema de fondo es político»; y da como explicación de ese problema un asunto de carácter más bien económico (la herencia de Riva-Agüero), para recién después añadir como propósito ulterior el control ideológico de la Universidad. Ahora bien, los dos últimos son, en buena cuenta, asuntos jurídicos y académicos, pero, aunque les falte claridad a las distinciones de López, se entiende que por tratarse de aspectos más formales sean puestos de lado y así poder llegar al meollo del asunto. El problema con el «problema político» del que escribe López es que la intención y las acciones políticas son posteriores en el orden de las experiencias humanas. Hay toda una serie de creencias (conscientes o no) que están antes de toda consideración política o económica. Claro, si se sigue a Hegel y a Marx, se puede pensar que la economía política está en la base de todo, pero eso es finalmente tan insostenible como creer que en el origen está dios (cuando ya sabemos que está el mono). Más preciso, por lo tanto, es afirmar que el problema de fondo es ideológico, y no sería mala idea también explicar cuál es (o cuáles son) la(s) ideología(s) contrapuesta(s) a la de Cipriani.

Lo que le interesa a Sinesio López, en este y otros artículos, es mostrar al cardenal como el político que efectivamente es. Sin embargo, su método es pésimo, no sólo en cuanto a acusaciones que no cuentan con un debido sustento («Cipriani hizo un acuerdo bajo la mesa con el ex presidente García y con algunos dirigentes apristas con la finalidad precisa de presionar al Tribunal Constitucional»), sino, además, porque confunde respecto a la cuestión jurídica a la que se refiere («lo esgrime para sostener que los tribunales le han dado la razón. Es cierto: se la han dado sin tenerla, por presión de García y compañía»). Sobre lo primero no aporta prueba alguna de ese presunto acuerdo. Es cierto que el TC, dominado por el aprismo, se excedió en sus funciones y que la única explicación es que quisieron beneficiar claramente al cardenal, pero de allí a afirmar que hubo un acuerdo, es algo tan infundado como innecesario. Lo ideológico, nuevamente, es precedente a lo político, y no es necesario pretender falsas certezas en contra de una sentencia que es suficientemente censurable por su subjetivismo – por ir contra el ordenamiento jurídico. Y, por el otro lado, afirmar que le han dado la razón a Cipriani sin tenerla, es, por lo menos, una afirmación confusa. La sentencia del TC está debidamente fundamentada y debe tenerse como instancia nacional máxima en lo que atañe al pedido de amparo presentado en primer lugar por la PUCP. La sentencia estipula que no hay peligro real sobre la administración de los bienes de la Universidad y por lo tanto la acción de amparo es improcedente. Hasta ese punto la sentencia es legítima y debe ser acatada. El problema está en que esa sentencia también se pronuncia sobre el contenido mismo del litigio; algo que no había sido puesto a su consideración porque le compete exclusivamente al Poder Judicial resolver, y, en ese sentido, dos sentencias de este último señalan que es improcedente tomar este exceso del TC como una sentencia adelantada, que era lo que ilegalmente solicitaban los abogados del Arzobispado liderados por Amprimo.

Lo que no puede hacer López, siendo un hombre cuya formación le exige rigurosidad, es «magalizar» la opinión, por más opinión (doxa) que sea, al punto de basarse en un «runrún» (sic), y no cuidar que sus expresiones sean precisas y aclaradoras. Ser incendiario a la vez que confuso es algo que la defensa de la PUCP no necesita ante la opinión pública. Lo que sí es un acierto en su artículo es observar que no toda la tradición tomista tiene los problemas para conciliar fe y razón crítica que parecen tener los ultramontanos acólitos del cardenal y el cardenal mismo, que ha dado la directiva a sus parroquias de «desagraviarlo» públicamente a través de las homilías dominicales. Porque así como controla a su rebaño, así quiere controlar a la Universidad. Porque le parece horrorizante que una alumna cargue una pancarta que diga «soy satánica y soy de la Católica» (aun cuando la Ex Corde Ecclesiae permite expresamente distintas confesiones o la carencia de ella en todos los niveles, incluso directivos, de una universidad católica). Porque considera «penoso» que los alumnos tengan libertad para expresar públicamente sus opiniones, como ha sostenido en su programa radial. Porque si alguien le llama «rata con sotana», es su deber cristiano mirar la paja del ojo ajeno en lugar de la viga que tiene en el propio. Sí, es un acierto referirse a Tomás de Aquino, que pudo escribir contra gentiles y contra averroístas porque precisamente se lo permitía un contexto de libre discusión académica; libre de las injerencias de la Iglesia de entonces que miraba con malos ojos varios de sus argumentos (y que los condenó, para luego de un tiempo recién rehabilitarlos). No obstante, aquí comete López otro error innecesario: «Me pregunto si ha llegado ya la hora de decirle a Cipriani lo que el brillante monje Marsilio de Padua le dijo al Papa en 1324 en su famosa obra Defensor Pacis«. Pues bien, Marsilio de Padua no era ningún monje. Sí lo era su amigo Guillermo de Ockham, monje franciscano que escribió varias obras contra la tiranía papal y promovía el laicismo como un postura fielmente (ortodoxamente) cristiana. Cosa distinta es que el emperador Luis IV de Baviera, que lo tenía como asesor y protegido, nombrara a Marsilio vicario espiritual de Roma tras invadir la ciudad por la negativa del papado de aceptar la separación entre poder espirirtual (moral) y poder terrenal (político). Pero Marsilio no era un monje. Al contrario, más bien porque era un laico profesor de la facultad de Artes de la Universidad de París (la Sorbona), es que su postura conciliarista y no papista respecto al interior de la Iglesia tenía fundamentos filosóficos (aristotélicos) y no teológicos o bíblicos, como sí era el caso de Ockham.

Y unas últimas declaraciones por comentar son las del filósofo Miguel Giusti, en su artículo «PUCP: la tragedia y la farsa» (La República 04/9/2011) y en una entrevista en Canal N. En la primera, más allá de su mala estructura y de su cuestionable uso de los conceptos de tragedia y de farsa, sostiene Giusti que en «el Perú padecemos un curioso, patético y doloroso retraso de la conciencia histórica». Curiosamente, es de falta de conciencia histórica de lo que le acusa el jesuita Rafael Fernández: «sorprende una visión de la Iglesia tan pobre. Ella aparece como clerical, irracional, patológica, y finalmente, ajena a la historia». «PUCP: caricaturas y falacias» (La República 14/9/2011). El reclamo de Fernández es correcto. Por un lado, los filósofos no debemos simplificar la mirada, sino que, como en las tragedias griegas e incluso en las comedias, debemos hacer visibles las complejidades que se suele pasar por alto. Por el otro, resulta por lo menos curioso que un filósofo hegeliano no perciba el actual momento de la controversia entre la PUCP y el Arzobispado como parte de una dialéctica más amplia, dentro de un proceso histórico en el que la reacción de Cipriani sólo puede ser vista como enteramente esperable y coherente con ciertas lógicas de un pensamiento católico reaccionario que no es únicamente peruano. El Perú no es una isla de retraso, como sugiere Giusti, sino un bastión (entre otros) de la avanzada católica reaccionaria que alcanza al mismo Benedicto XVI en sus críticas a los excesos democratizadores del Concilio Vaticano II. Esa ceguera histórica le hace ver como concluido (fuera del Perú) lo que es un conflicto bastante vivo, y como repliegue lo que, más allá de hasta donde él llega a ver, es una campaña publicitaria de enormes dimensiones (ahora más que nunca los viajes papales tienen una intención restauradora). El también filósofo Luis Bacigalupo, por su parte, ha presentado muy bien el problema de la PUCP en el contexto de la oleada restauradora dentro de la Iglesia católica (véase aquí). Ahora bien, en el fondo, la declaración de Giusti es oportuna y acertada en cuanto a que el cardenal Cipriani ha empujado la situación de la PUCP directo al borde de una ruptura con la Iglesia (y en ese sentido, al haber agudizado las contradicciones, el cardenal es un buen marxista ortodoxo). Sin embargo, sería ingenuo pensar que el problema se debe exclusivamente a Cipriani o a las facciones conservadoras de la Iglesia católica peruana allegadas a él. Al contrario, el problema entre la PUCP y el Arzobispado de Lima es apenas un episodio de una serie de pugnas que seguiremos viendo al interior de la Iglesia, entre una facción renovadora y otra restauradora, y acaso también entre el Estado monárquico del Vaticano y otros Estados constitucionales de derecho, democráticos y no-confesionales, que, por mandato cristiano incluso, no pueden dejarse pisar el poncho.

La PUCP: una cuestión de Estado Constitucional de Derecho

El litigio entre la Pontificia Universidad Católica del Perú y el cardenal Cipriani ha dejado de ser un asunto netamente jurídico sobre la herencia de Riva-Agüero (cuyo curso hasta el 2009 se puede ver aquí) para adquirir también un carácter de Estado de Derecho. Si bien no se trata de un pronunciamiento oficial del Vaticano como Estado, sí ha habido una comunicación de su Congregación para la Educación Católica con pretensiones de mandato, como lo ha reconocido el propio cardenal, pero que, al colisionar con la legislación y el interés educativo nacional, no puede ser tomada más que como una sugerencia absolutamente inaceptable. Mirko Lauer la ha descrito bien como «una suerte de decreto supremo transnacional en un tema educativo, con el deleznable argumento del uso de las palabras católica y pontificia en el nombre de la PUCP.»

La comunicación no se ha debido enteramente a las presiones de Cipriani. Fueron las mismas autoridades de la PUCP, con una ingenuidad digna de mejor causa, las que, confiando en sus buenas relaciones con el Vaticano y con otras universidades católicas, enviaron sus estatutos para que estos fuesen aprobados. Hay que reconocer que son muy pocas las universidades pontificias -entre ellas la PUCP- que tienen un régimen especial (democrático) en la elección de sus autoridades, por lo que desde esa perspectiva la PUCP debería ajustarse a lo regular entre las universidades pontificias: la autocracia, pero eso se torna inviable desde la normativa legal peruana (y los principios constitucionales que la rigen), por la cual ésta incluso perdería su habilitación como universidad si no fuese su Asamblea Universitaria la que eligiese al rector.

Pero la muestra de que Cipriani ha estado propiciando una exigencia favorable a su causa está en el testimonio que la misma Congregación ha dado y que no ha podido recibir sino de él, que opina que la actual educación en la PUCP no es católica. En su comunicación, ésta indica que los profesores “deben respetar la doctrina y la moral católica en su enseñanza”, como si no lo hicieran y como si respetar fuese lo mismo que suscribir. Ese mandato, aplicado negativamente, es abiertamente contrario al orden constitucional, según el cual sólo los mismos principios constitucionales restringen la libertad de cátedra que, por lo demás, debe permanecer irrestricta. Se trata de un derecho tanto de los docentes como de los alumnos en todas y cada una de las universidades peruanas. Un docente que enseñe, por ejemplo, que el marxismo ofrece las mejores herramientas para analizar los procesos sociales, con toda la libertad para que sus alumnos discrepen, ¿debería estar obligado a mentir(se) y afirmar que esa creencia es errónea porque desconoce la doctrina y la moral católica, bajo riesgo de ser despedido? ¿O lo mismo si es ateo y no quiere ser hipócrita y jurar la fe católica? Según la Congregación y el cardenal, así debe ser. Pero desde luego que están equivocados, porque lo que manda es la libertad de cátedra asegurada por la Constitución. ¿De qué otro modo, además, podría garantizarse una libre discusión de ideas basada únicamente en la inteligencia y la persuasión? ¿Qué culpa tiene la institución universitaria de que el catolicismo ultramontano no persuada ni tenga autoridad moral por su alejamiento de los principios que enseñó su fundador y por los que fue crucificado? «Dios ha muerto» -decían los teólogos de la muerte de Dios a mediados del siglo pasado- y vuelve a morir cada vez que un hombre recibe un trato injusto, cada vez que se le mata (no sólo en sentido literal)… en suma, cada vez que se atenta contra su dignidad como ser libre. Al negar la libertad y al encubrir delitos abominables de sus miembros, la Iglesia católica mata a Dios una y otra vez.

Caricatura de Heduardo publicada en Perú 21 (22.08.2011)

La disyuntiva hoy planteada en nuestro contexto universitario, que no en vano tiene el nombre de universitas y se remonta al (no) tan lejano siglo XIII, cuando las universidades europeas empezaron a defender su autonomía de las facultades de teología y de los mandatos papales y episcopales, está entre ser hombres maduros guiados por el uso de la propia razón en busca honesta de la verdad, o ser un manso grupo de niños y roedores que sólo deben aprender a seguir al iluminado flautista pontificio.*  El título de Pontificia es vinculante sólo en la «Santa» Sede y en los países que se lo permitan. El nuestro, gracias a Velasco, prohibió la injerencia extranjera en su educación universitaria y el gobierno de Belaúnde lo ratificó, de modo que en nuestro caso es sólo un título honorífico, aunque obviamente el tema es discutible para quienes quisieran que el derecho canónico aún regulara nuestra vida civil.

La demanda del Vaticano se opone pues a la Ley Universitaria vigente, la misma que en su artículo 29 dispone que sólo la Asamblea, en representación de la comunidad universitaria, tiene la atribución para elegir a sus autoridades, empezando por el rector (lo que excluiría la fórmula de una terna propuesta para que el arzobispo elija). El artículo 4 es igualmente bastante claro:

La autonomía inherente a las Universidades se ejerce de conformidad con la Constitución y las leyes de la República e implica los derechos siguientes:

a. Aprobar su propio Estatuto y gobernarse de acuerdo con él;

b. Organizar su sistema académico, económico y administrativo.

c. Administrar sus bienes y rentas, elaborar su presupuesto y aplicar sus fondos con la responsabilidad que impone la ley.

Se entiende que se habla de la República del Perú (porque además el Vaticano es una monarquía absolutista) y que las responsabilidades que impone la ley son las de una asociación sin fines de lucro. Y en el mismo artículo se agrega que:

La violación de la autonomía de la Universidad es sancionable conforme a Ley.

Todo ello, en «buen cristiano», significa que la Ley faculta a la Asamblea Universitaria a decidir autónoma, soberana y definitivamente sobre la eventual participación que podría conceder a la Iglesia católica, siempre que no contravenga con lo dispuesto en ella. La Iglesia no está exenta de lo que mandan y sancionan las leyes nacionales. No nos independizamos y nos declaramos republicanos para que otra monarquía venga a imponer sus normas sobre las nuestras, y menos aún si estas propician todo lo contrario a los principios que queremos que tengan nuestras universidades (artículo 3):

a. La búsqueda de la verdad, la afirmación de los valores y el servicio a la comunidad;

b. El pluralismo y la libertad de pensamiento, de crítica, de expresión y de cátedra con lealtad a los principios constitucionales y a los fines de la correspondiente Universidad; y,

c. El rechazo de toda forma de violencia, intolerancia, discriminación y dependencia.

Y el artículo 42 dispone la obligatoriedad de que profesores, estudiantes y graduados participen en el gobierno de la universidad. La entidad fundadora puede hacerlo también sin afectar lo anterior, pero en este caso el título de Pontificia, por el cual la Iglesia alega tener un derecho, no lo tiene la PUCP desde su fundación (como si fue el caso de la Universidad de San Marcos, que renunció luego a él), sino que le fue otorgado por su 25 aniversario. La PUCP fue fundada como una asociación civil sin fines de lucro, esto es, como institución del derecho peruano y sin participación de la Iglesia sino como asociación libre de religiosos y laicos.

Cuando Cipriani pregunta retóricamente: «el que está casado ¿no está limitado por su mujer?, el que maneja un carro ¿no está limitado por un semáforo al manejar? Toda persona acepta unas normas en donde trabaja, entonces ¿por qué le va a parecer una limitación que la sagrada congregación de Roma, y no yo, les pida que se pongan en línea de lo que la Iglesia les pide?», olvida deliberadamente que quien manda en la educación peruana no es Roma, sino el Estado peruano mediante sus normas internas, empezando por la Constitución y la Ley Universitaria. Cualquier «mandato» del Vaticano no tiene en nuestro ordenamiento más valor que el reglamento de un club, y así como estos no pueden válidamente disponer reglas contrarias a los principios constitucionales ni a las leyes del país, del mismo modo la Iglesia católica tiene que ajustarse al mandato de la Ley. Por eso ninguna Iglesia puede ampararse en su libertad religiosa o en su derecho particular (derecho canónico) para justificar prácticas discriminatorias o hasta delitos como el encubrimiento de los crímenes de pedofilia. Y, por eso mismo, a los estudiantes de una universidad católica no se les puede obligar a profesar esa fe, ni siquiera para ser admitidos (y aunque estos no tengan tampoco derecho a exigir la práctica de un culto distinto dentro de esa institución como sí se hace con el culto católico). El derecho canónico, que antes podía ser el único regulador de aspectos de la vida civil como el matrimonio (no existía el matrimonio civil), no tiene ya ninguna capacidad vinculante. Incluso si un religioso comete un delito, éste debe ser procesado penalmente como cualquier ciudadano y la Iglesia puede ser civilmente responsabilizada por sus actos.

Por todo esto, hoy más que antes resultan inadmisibles, desde un punto de vista jurídico pero también ético, exigencias como la que hizo el cardenal Landázuri, Gran Canciller de la PUCP en su momento, para que se expulsara a un connotado catedrático de Derecho por el execrable acto de haberse divorciado y, peor aún, vuelto a casar. Para ser honestos, seguramente Riva-Agüero hubiese avalado esa exigencia, ya que él renunció al Ministerio de Justicia para no firmar la aprobación del divorcio civil, pero, en estos puntos, su voluntad o la de cualquier otro es irrelevante dada la primacía absoluta de la Constitución y del Estado de Derecho por sobre las morales particulares. Las garantías constitucionales deben su primacía a que siguen principios trascendentales de la razón (de razonabilidad) y no dogmas de fe.

Caricatura de Heduardo publicada en Perú 21 (21.08.2011)

El abogado de Cipriani, Natale Amprimo, ha señalado que en la Ley Universitaria se indica también que esas disposiciones no colisionan «con las reglas que rigen las universidades católicas». Sin embargo, esa es una mentira más: en ningún lugar de dicha Ley se sostiene aquello y aún si lo dijese él bien sabe que, más allá de su retórica engañosa, eso no colocaría a dichas reglas en igualdad de primacía frente a la Ley y a la Constitución. La Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae no tiene ninguna validez legal en la educación universitaria peruana, sino solamente moral (además de no disponer dicho documento requisito alguno en la elección del rector). Y al contrario, la Ley es bastante clara en que toda universidad debe ajustar sus estatutos a lo dispuesto en ella, y sólo hay una indicación en el artículo 98 respecto a la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima y a los seminarios y centros de formación de las comunidades religiosas (entiéndase: órdenes y congregaciones), a los que se respeta sus estatutos eclesiásticos en función de que puedan formar teólogos y profesores de religión, pero sin tener la categoría de universidades, sino tan sólo sus exoneraciones (y ciertamente esto va contra el principio de igualdad de culto y debiera suprimirse). Puede que Amprimo tenga la ceguera dogmática de su cliente, pero eso no le da derecho a inventar cosas buscando engañar a la opinión pública. Lamentablemente El Comercio tiene periodistas a los que les interesa sólo reproducir opiniones y no la búsqueda de la verdad, llegando al punto de afirmar que el nombre de «católica» podría perderse, como si se tratara efectivamente de una franquicia supranacional que ha monopolizado la creencia como un mero adjetivo, decidiendo quién tiene derecho a usarlo y quién no. ¡Y lo pretende la Iglesia actual, que tiene menos autoridad moral que la de los Borgia!

Las declaraciones de Cipriani muestran bastante bien su catadura moral. Por un lado dice que el actual ministro de Justicia va a inmiscuirse en el litigio (al parecer él no tuvo la formación cívica mínima que le advertiría que Consejo de Ministros y Poder Judicial son dos instituciones separadas) bajo el argumento de que proviene de «las canteras» de la PUCP; pero, ¿acaso su propio abogado en el proceso no proviene de las mismas canteras? No es que el cardenal sea un imbécil, no, sabe muy bien lo que hace, conoce la retórica que usa, plagada de medias verdades y de mentiras, pues quiere «curarse en salud» y evitar que el asunto sea tomado como una cuestión de Estado; sin embargo, como las medias verdades, y sobre todo en un hombre colérico, hacen que el pez por la boca muera, muestra también sus intenciones y su visión economicista de la fe. Por ejemplo, cuando afirmó que «los militares le expropiaron la Universidad Católica a la Iglesia» o que «nadie puede decir ‘este es un automóvil Toyota’ si la fábrica Toyota no le pone la marca«. No es el Estado de Derecho ni el bien universitario lo que le interesa, como quiere hacer creer en otras declaraciones, sino la propiedad, el interés económico de la fábrica cuya denominación social pasará en adelante a ser «Iglesia católica S.A.C.», teniéndolo a él como administrador y haciendo de la fe ni más ni menos que una marca. De estar vivo Jesús, ¿no le habría hecho lo mismo que a los mercaderes del Templo? Y si los católicos están llamados a imitar a Cristo, ¿por qué entonces no hacen lo propio? Para eso sí sigue sirviendo el derecho canónico, estén enterados: los petitorios para que se destituya a una autoridad eclesiástica son factibles.

Nótese además, porque nada es casual en la mentalidad dogmática, lo interesante que es el uso del símil de la fábrica por su sello de origen, toda vez que el dogmatismo apela siempre al Origen para fundamentar metafísicamente sus apetitos materiales. En ese sentido, hasta los Borgia eran más honestos.

Desde el rectorado de Lerner se ofreció a Cipriani que la Asamblea tuviese la obligación de escuchar al arzobispo antes de elegir a su rector, pero él no aceptó porque obviamente le interesa una injerencia directa (poder fáctico) y no una mera autoridad moral. Qué autoridad moral va a tener también él… Se le ofreció incluso algo que aun en su ambigüedad es inaceptable: que la PUCP sólo contrataría profesores que observaran la doctrina católica y tuviesen una moral intachable (lo que, claro, puede entenderse como no admitir pedófilos, pero también como no admitir profesores divorciados o alumnos homosexuales – algo también sugerido por la comunicación del Vaticano). Pero Cipriani no aceptó; su mentalidad maquiavélica sabe muy bien que sin poder fáctico él no es nada. Y claro, los católicos fanáticos siempre apelarán a la lógica del ethos (así como algunos clubes y discotecas) y denunciarán la imposición de un «pensamiento único» (que curiosamente es el que defiende la pluralidad dentro de ciertos márgenes de razonabilidad; ahí su ejemplo del semáforo y la esposa no aplica, Dios sabe por qué, y yo también: porque no les conviene) y acusarán supuestas violaciones a su libertinaje religioso, pero felizmente nos encontramos en un Estado Constitucional de Derecho que no debe permitir sus atropellos. Por varios siglos se les permitió; ahora ya no.

Al negar que se trate de una cuestión fundamentalmente económica, dice Cipriani sobre el rector de la PUCP que «el ladrón cree que todos son de su condición», pero poco después afirma: «¿Quieren dejar de ser católica y pontificia? Que lo dejen con sus consecuencias». Claro, las consecuencias según lo estipulado por el testamento de Riva-Agüero serían que los bienes de su legado pasen al arzobispado que él -todo un sofista- preside. Bastante desinteresado el divino cardenal. Ahora bien, como esa cláusula testamentaria debe someterse igualmente al imperio de la Ley, que establece que los bienes de una universidad sólo pueden ser destinados al mismo fin, seguramente Cipriani estaría pensando en otorgarlos a algún centro conservador, como la Universidad de Piura o la Católica Sedes Sapientiae. El título pontificio o el prestigio y la continuidad de la universidad que él mismo, antes de enterarse del testamento de Riva-Agüero, reconoció como «una de las mejores, si no la mejor universidad del país» no le importan en absoluto, así como no le importó dejar a los alumnos del Colegio Externado Santo Toribio sin educación y hasta sin constancias. Que no venga pues a presentarse como santo varón.

Si tanto le disgusta al cardenal que la PUCP presente un catolicismo plural, crítico, interiorizante antes que institucionalista (recuérdese lo que Jesús decía al respecto), con una clara vocación liberal y de servicio (seguramente por ello ha prohibido que los teólogos de la PUCP celebren misa en la capilla de la Universidad), debería enterarse que en prestigiosas universidades extranjeras, como la de Harvard, la Teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez (que él considera desviada) es lectura obligatoria hasta el punto en que los exámenes de idiomas de teología piden traducirlo.** Él, en cambio, ¿a quién le ha ganado? A lo mucho, su vida proporciona ejemplos precisos para aquellos libros de Nietzsche donde se denuncia la inmoralidad de los moralistas y la podredumbre del cristianismo.

Caricatura de Carlín publicada en La República (21.08.2011)

* Recuérdense las declaraciones de aquel religioso del Opus Dei que explica cómo hay ciertas lecturas que no deben ser leídas sino más bien referidas por un mediador que tiene la madurez (el dogmatismo) suficiente para señalarle cómo debe entenderlas. Esa visión de la pedagogía es absurda e idiotizante. Más aún en un nivel universitario.

** Le agradezco esta información a Raúl Zegarra.

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Una cuestión de inconciencia: «Marxismo nunca más»

El señor Luis Alberto Chávez H., secretario de un movimiento (ignoro de cuánta gente) denominado «Tradición y Acción por un Perú Mayor» (sic), me envía por correo una penosa cadena que remite a su página web: «Marxismo nunca más». Como he perdido mi tiempo leyendo algunas de las sandeces allí publicadas, me tomo la molestia de escribir aquí algo sobre ello.

En su banner hablan de frenar «el socialo-comunismo» (sic). Además de requerir unas lecciones de gramática urgente, meten al socialismo y al comunismo en un mismo saco. Por qué no «matar» a los dos pájaros de un solo tiro, ¿verdad? Bueno, pues, el problema es que ese ahorro (no hacer distinciones que incluso críticamente deben ser hechas) es un ahorro de pensamiento; es decir, abrir las puertas de par en par para que entre la estupidez y gobierne. Eso es práctica habitual en esta página: le abren todas las puertas y ventanas que encuentran.

Son tan nimios que colocan a la propiedad como un bien consagrado por la «tradición cristiana». Si tuviesen un poquito más de conocimiento de su propia tradición, se enterarían que fue largamente discutido en ella si el que sigue a Cristo debía tener propiedades y que la prioridad del derecho a la propiedad fue establecida en sociedades protestantes frente a las pretensiones tanto del Estado como de las iglesias. Rezagos de esas discusiones son también el voto de pobreza de las órdenes y congregaciones católicas, la existencia misma de las órdenes mendicantes, así como las críticas actuales a la riqueza y ostentación del romano pontífice.

Y hablan del Perú como «nación cristiana». Lamento informarle al señor Chávez que eso no está ajustado a la realidad. No sólo porque el Estado peruano, a pesar del ominoso e inconstitucional concordato con el Estado del Vaticano, es un Estado laico, sino porque la pluralidad confesional cada vez aumenta más, incluyendo a un buen número de agnósticos, mientras que a los jóvenes cristianos —sanamente, por cierto— no les interesa ya preservar una «identidad cristiana» meramente ritualista, vaciada de significación y ajena precisamente a sus conciencias.

En el saco de lo malo-en-sí-mismo meten también al marxismo. No se toman la molestia de explicar en qué consiste y por qué razones es negativo; sólo apelan a cucos ya bastante maltrechos y a un emotivismo moral bastante ramplón: ¿quién se preocupa de la «indigencia moral y espiritual»? El «marxismo» desde luego que no. ¡Quieren que el Estado regule sobre cuestiones de moralidad y de espiritualidad! ¿Qué especie de teocracia antiliberal se les ha ocurrido a estos tipos que debe ser el reino de su dios? ¿No se parecen en ello todas las tiranías, independientemente de su sesgo ideológico? ¿No fue la tradición cristiana acaso la que generó un proceso secularizador que distinguía entre morales particulares y ética universal, lo cual dio pie al ecumenismo? Pero seguro que para esta gente el ecumenismo es otro truco del maléfico marxismo que quiere debilitar su concepción de iglesia.

Y resulta ahora que el candidato Humala defiende en su programa el «hedonismo sin restricciones». ¡Caramba! Recién me entero… ¡otro motivo para votar por él! Las graves acusaciones contra Humala siguen: Quiere «demoler el orden social». ¡Qué atrevido! ¡Seguro quiere que las «natachas» tengan sueldos más altos o, como en Europa o Estados Unidos, que no usen uniformes cuando paseen a los niños! ¡Auxilio, los inmorales nos igualan! ¡Están queriendo tomar el poder para implantar su «estatismo socialista» y su «revolución anarcosexual»! Seguro qur todos sus ministros serían homosexuales y travestis o ¡peor aún: divorciados! ¿Y ahora, quién podrá defendernos? La banda de los Fujimori, ¡por supuesto! De otro modo avanzaríamos «hacia la anarquía, meta final del comunismo»… … …

¿Qué? ¡Ya pues…! ¿Estatismo y anarquismo son lo mismo? Creo que eso ni merece comentario alguno. Tampoco hay que gastar pólvora en gallinazo y por eso aquí lo dejo. Sólo un par de apuntes más: citan al antipapa Ratzinger cuando presuntamente dijo que el marxismo es la «vergüenza de nuestro tiempo». Me parece que la verdadera vergüenza de nuestro tiempo es la Iglesia católica, que, además de su pesada obsolescencia, ha callado y encubierto sistemáticamente crímenes atroces. Denunciaron al «comunismo» de Stalin pero frente al fascismo y al nazismo no dijeron ni Pío. Y lo mismo Wojtyla y Ratzinger frente a la pederastia de sus propios curas. Al mismo Ratzinger se le aplican sus palabras: «pretendiendo aportar la libertad, se mantiene a naciones enteras en condiciones de esclavitud indignas del hombre». Y eso ha hecho la cristiandad desde Constantino. Por eso decía Nietzsche que el único cristiano fue el que murió en la cruz.

Por último, ni siquiera tienen sutileza retórica. Si sonasen mínimamente serios, bueno… pero sus discursos hacen demasiado evidente el poco seso del o de los autores; caen continuamente en el absurdo y en una rimbombancia que clama a gritos por tratamiento psiquiátrico, y apelan a un moralismo de viejo cuño en contra de la libertad personal, especialmente en lo sexual, que le quita el poco poder de convencimiento que podía quedarles.

En cierto modo, me ha sorprendido encontrar en el Perú, que supuestamente avanza, tales niveles de estupidez (no encuentro descripción más generosa). No me sorprendo tanto cuando descubro que están «avalados» por el diario Correo, donde cunde la inmundicia. Como demuestra esa página, la estupidez que le es posible al hombre no tiene condicionamientos sociales ni económicos que la limiten.