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No, tampoco (1): Las «izquierdas» por el NO

Inicio una serie de notas sobre la consulta de revocatoria o, más precisamente, sobre las campañas políticas de uno y otro lado. Como hay gentes a quienes siempre el entusiasmo les perturba la comprensión lectora, hago en esta primera entrada algunas advertencias preliminares:

El tema de la revocatoria en sí mismo no me interesa. No me interesa tampoco hacer campaña a favor o en contra de la misma. Quien quiera encontrar apoyo emocional o concordancia con su opinión, hace mal en leer lo que escribo y los remito a las columnas de Correo y Perú 21 o de La Primera y La República, según sea el caso. Yo ni siquiera diré cuál será mi voto, o incluso si votaré o no, y espero que ningún iluminado crea que puede deducirlo de estos textos. Digo esto porque no faltan, sobre todo en sociedades como la nuestra —y más aún a través de las redes sociales—, quienes, a pesar de su firme dogmatismo y precisamente por él, tienen tan poca seguridad de sí mismos y de sus creencias, que leen columnas de opinión sólo para reconocerse en «otros»; lo que no significa, lamentablemente, dejarse interpelar por el otro en su diferencia, sino pretender que éste comparta la misma opinión que uno ya ha establecido con certeza, como quien encuentra placer al mirar su reflejo en un espejo.

Por ende, mi interés en el tema es otro: advertir la incomprensión respecto a la naturaleza estética de la política, aquella que se aparta de la racionalidad tanto como de los moralismos y que se aproxima al trasfondo preconsciente de la misma, a su base fundamentalmente sensible. Es un interés exclusivamente filosófico. Y si el título se enfoca en una posición es sólo porque en ella este descuido ha sido especialmente significativo. Por «estética», desde luego, no me refiero a lo artístico ni tampoco (no únicamente, al menos) a lo publicitario o retórico en la política, sino también a aquello que, en general, se entiende dentro de los conceptos de biopolítica (acuñado por Foucault, como se sabe) y del de antipolítica que tiene un alcance ontológico (semejante al que Kant describiese como un impulso natural a la insociabilidad). Desde que el idealismo (como platonismo popular) ha arraigado tanto en las teorías políticas modernas, estos conceptos y lo que implican no suelen sino ser tomados negativamente, como un lastre que hay que superar o evitar, incluso bajo la creencia de que para ser «criollo» en la política hay que ser también corrupto. Para mí, en cambio, se trata de algo sencillamente humano y, sólo por ello, ya lo suficientemente digno para que la filosofía le tome tal cual es. Para decirlo con Nietzsche: «Donde los demás ven ideales, yo sólo veo lo que es humano, demasiado humano», ya que, para alcanzar «la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida», es necesario mirar «con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo», y no «atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza» (Humano, demasiado humano).

No está de más decir que no es éste tampoco un ensayo de cinismo. Hay cierta intelligentsia que tiene tan mal gusto y poca perspicacia que creen que si uno critica toda falsa certeza es porque, en el fondo, todo le da igual y se puede permitir ser poco serio con todo y coherente con nada. Son los que se toman alegremente eso que le diera pesadillas a Dostoievski — el «todo está permitido». Para ellos será necesario señalar lo que Camus; a saber, que la denuncia de la hipocresía no puede servir de pretexto para el cinismo. No todo tiene por qué estar permitido, ni siquiera cuando uno se enfoca en lo sensible que está tan lejos de las moralinas. Esto quiere decir que yo sí tomo partido por una posición en este tema, pero creo que hacerlo público sólo ayudaría a la superficialidad que estoy criticando y de la que estoy francamente hastiado, tanto que no he querido por eso participar de campañas que, además de poco lúcidas (una menos que la otra), siento y pienso que son (ambas) poco serias con cuestiones de fondo, fundamentalmente con la democracia misma. En consecuencia, sólo escribo ahora porque no comparto hipocresías que encubren su trasfondo «demasiado humano» con ídolos que ya casi se caen por sí solos. De ello no se puede deducir que todo me dé igual. Hay una decisión que tomar y hay que tomarla seria y responsablemente; no como obispos, tampoco como payasos. No sería filósofo si no creyese que hay que meditarlo bien, pero, por lo mismo, no acepto los prejuicios con que quiere guiarse de uno u otro lado el voto. El lector que honestamente busque razones para inclinarse por una de las opciones, haría mal en guiarse por lo que aquí desarrollo. Mejor hará si piensa bien las cosas por sí solo o, en todo caso, si busca en la prensa a su sofista preferido.

Lima, febrero 2013.

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(1) Las «izquierdas» por el NO

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La izquierda apoyó en su momento la propuesta legislativa en la que se incluía el derecho a revocatoria. Veinte años después, recién a causa de que su uso egoísta es evidente porque ha llegado a Lima (esto se venía denunciando en provincias desde hace muchos años) y sin ningún análisis serio que evalúe la pertinencia de esta figura hoy, la revocatoria se ha convertido, para algunos que dicen ser de izquierda, en una mala palabra. Parece que ahora ella fuese por naturaleza una propuesta antidemocrática y debilitadora de la institucionalidad política (a pesar de que apela al voto democrático y está dentro de esa institucionalidad). ¿Qué es lo que ha ocurrido entonces? Según un politólogo recientemente canonizado, la izquierda ha estado «modernizándose», dejando de ser bruta, achorada y cruenta, para adecentarse yendo hacia un democrático centro «paniagüista» (o toledista). Este buen politólogo sabe decir lo que esa «izquierda» «moderna» y la derecha quieren escuchar (eso tiene de político más que de politólogo). Pero a esa «izquierda» emprendedora (en la que no es casual que entre gente que apoya los abusos de las grandes mineras, como «Nano» Guerra que fue precandidato en Fuerza Social) le han contado un cuento que han creído verídico — un cuento que se llama ideología y según la cual se puede ser tan igualitarista como rico porque se ha entronizado al emprendimiento como el non plus ultra de la ontología social; y según la cual, para ser de izquierda (que es lo «in«), basta con tener «sensibilidad social» (con personas o con gatos, da igual), hacer uno que otro donativo u obra de caridad (por ejemplo colectas en temporada de friaje) y, sobre todo, eso está muy claro (a menos que seas un rojo cavernario con ideas trasnochadas), asumir que la modernidad, la superación de las propias taras y el abandono del violentismo, pasan también por abandonar la crítica del sistema de producción y acumulación económica, la crítica del trabajo alienado, la defensa de los derechos laborales, la actividad reguladora y empresarial del Estado, etc.; es decir, todo aquello que de algún modo puede aún hacer una diferencia objetiva entre derecha e izquierda, especialmente por lo primero. No hay mayor victoria ideológica para la derecha que hacer que los ex-izquierdistas olviden o repriman el que de eso precisamente se trataba ser de izquierda. Por otro lado, creer que se es de izquierda porque algún derechista extremo te dice que estás a su izquierda es claramente una equivocación.

Lo anterior nos lleva entonces a una primera conclusión que acaso sea la más relevante en este tema: gran parte de la denominada «izquierda» ha perdido la brújula y no sabe ya orientarse, posicionarse políticamente. La derecha sigue sabiendo muy bien qué es ser de izquierda y por eso lo censura colocándolo en el mismo paquete de lo que una nueva izquierda peruana sí debería autocriticar y dejar atrás. Incluso ciertas formas de redistribución muy acotada y de programas sociales son mecanismos que la derecha acepta porque no dejan de ser un mero asistencialismo, algo más elaborado quizá, pero asistencialismo al fin y al cabo que se puede empatar bien con la idea del éxito emprendedor y que no supone amenaza alguna a las estructuras socioeconómicas de fondo porque se trata del ripio. La misma ministra Trivelli, que para algún despistado es «izquierdosa», lo afirma así: «Los programas sociales no tienen como meta sacar a la gente de pobre» (7/2/2013). Lo que los saca de pobre es su propio emprendimiento; por supuesto, asumiendo que todos tienen las mismas  oportunidades que no tienen. ¿Es entonces esta «izquierda» realmente de izquierda? A estas alturas, la pregunta es ya meramente retórica. Evidentemente, no lo es.

La autodenominada «izquierda liberal» o «liberalismo de izquierda», o también llamada «centro-izquierda» (apelando a una presunta neutralidad) o, de modo más patético aún, «izquierda democrática» (como si fuera del margen puesto por la derecha no hubiese democracia), es en realidad una «derecha de avanzada», con sensibilidad social pero defensora en última instancia de lo que usualmente se conoce como capitalismo avanzado o tardío. Es en esta derecha, que a lo más llega a ser progresista de un modo bastante confuso, donde en realidad están ubicados los que son calificados también como «izquierda caviar». Incluso este término da cuenta de la diferencia entre derecha e izquierda, pues en nuestro país, en el que la izquierda real es casi inexistente, suele ser usado sólo por la derecha, pero nació siendo utilizado por la izquierda francesa y el uso desde ese lado, aún hoy, es otro y mucho más claro y preciso. Lo que vemos en el Perú, pues, es una pugna ya larga entre una derecha «bruta y achorada», lo que en términos menos panfletarios sería una derecha reaccionaria, plenamente anti-igualitaria y en el fondo autocrática (a veces ni tan en el fondo), y otra derecha liberal, progresista, muy igualitaria en cuestiones morales pero no tanto en cuestiones económicas. Dicho progresismo, además, es confuso porque se basa más en un sentimentalismo de la compasión universal que en un pensamiento crítico. Una pugna entre dos tendencias de la derecha: eso es. Por su parte, la izquierda peruana está también dividida (vaya novedad) entre quienes andan políticamente perdidos, no saben muy bien cómo «adecentarse» y lo hacen con un partido (Fuerza Social) que deja de ser partido en tiempo récord y que, aún así, los bota cuando ya no le sirven, y los pocos que sí hacen una pequeña labor de izquierda a través de los sindicatos, por ejemplo, o de los movimientos campesinos.

No deseo extenderme en esto que sí debe ser analizado con más detalle pero no acá, pues a lo que quería ir es a identificar tres, sólo tres ejemplos que muestran que la alcaldesa de Lima y sus defensores acérrimos de «izquierda» no sólo no son de izquierda por lo antes dicho, sino que, además, no tienen una auténtica preocupación social o, en todo caso, que la ponen entre paréntesis con mucha naturalidad cuando no les conviene.

Ejemplo 1: Los parados de La Parada

La alcaldesa Villarán quiere ordenar la ciudad y continuar con las obras que empezó su antecesor. Loable y necesaria labor. Les dijo a los transportistas que no podían competir con la ruta del Metropolitano por el contrato que había firmado la Municipalidad, los sacó de esa ruta, hizo propaganda de su «reforma del transporte» para obtener respaldo ciudadano, y, al final, los transportistas volvieron a la misma ruta, sin que la Municipalidad haga ya algo y sin que sus seguidores, tan prestos para la publicidad por el NO, hagan tampoco algo al respecto (como una campaña de los mismos ciudadanos en las calles, por ejemplo). Luego fue a botar a los comerciantes de La Parada para que se vayan al nuevo mercado mayorista de Santa Anita. Lo empezó a hacer de un modo «democrático», según sus entusiastas; es decir, no los botó, sólo prohibió a los camiones que ingresaran. El operativo posterior, como es público, fue un fiasco y ella tuvo que asumir su responsabilidad. Ni siquiera el alcalde de La Victoria estaba enterado del operativo que habría en su distrito. Lo que, sin embargo, pasó desapercibido para Villarán en todo momento fue el destino de los comerciantes minoristas, aquellos que estaban impedidos de integrarse al nuevo mercado y que eran los más vulnerables, los de menos recursos, los que su propia teología liberacionista le exhortaba a proteger. Ni siquiera por eso. Tuvo la derecha que, estratégicamente desde luego, ponerse del lado de los minoristas y tuvo que generarse revuelo en la prensa, para que recién la alcaldesa, luego de decir que para ellos habría otros lugares, diera su brazo a torcer y, con el gesto «democrático» que la caracteriza, los aceptara también en el mercado de Santa Anita.

No sé cuántas veces, innumerables ya, le he escuchado a la alcaldesa ponerse en los pies —o eso decía al menos— del ama de casa, la de Carabayllo, la de Comas, la de San Juan… No obstante, en lo de La Parada tampoco pensó en las amas de casa o en las muchas personas que no van a supermercados y que compraban ahí sus productos para sus casas o bodegas porque les salía mucho menos costoso. El pueblo con pocos recursos, no importa. Como diría cualquier facho: el orden es lo esencial. Pero como el dios de los liberacionistas es juguetón y el peruano es fiel al libre mercado, terminó creándose La Paradita, con lo cual la autoridad, una vez más, terminó quedando en ridículo.

"Peso importante", caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

«Peso importante», caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

Ejemplo 2: Lo que el río se llevó

Villarán no tiene mala voluntad, de eso no hay ninguna duda. Pero a veces tampoco tiene una voluntad firme cuando debe, como con la empresa brasilera contratada por la Municipalidad para el Proyecto Vía Parque Rímac. El problema de fondo en lo que a esta nota interesa es éste: la alcaldesa se dice de izquierda pero, en lugar de defender los intereses públicos de los ciudadanos que votaron por ella, exigiéndole a la empresa explicaciones claras y convincentes en nombre de esos ciudadanos por los claros errores cometidos, prefirió ponerse del lado del capital privado y defender al contratista como si fuese la misma Municipalidad la que hacía la obra, poniéndose a dar explicaciones que luego la quemarían a ella sola. Dijo que era una obra de gran ingeniería y que no se estaba filtrando más agua de la prevista para que pasara por los drenajes. Al día siguiente, se rompió el muro y el río inundó la obra. Lejos de corregirse ahí mismo, la señora Marisa Glave hizo el ridículo con una defensa más cerrada todavía, afirmando que esas inundaciones estaban perfectamente previstas y que no había ningún problema, mientras que en la otra mitad de la pantalla se veía a los trabajadores tratando de recuperar los vehículos y máquinas que habían quedado en medio del río, y mientras se mostraba en las redes que en el plan de la concesionaria no había prevista una inundación. Con ello, Villarán y su equipo no sólo demostraban que no tienen astucia para saber torear las situaciones adversas adecuadamente, sino que, sobre todo, tampoco tienen las cosas claras respecto a su lugar como funcionarios y la importancia que tiene para una autoridad que realmente es de izquierda el mantener la independencia de la institución pública sin convertirla en protectora de los intereses de las grandes empresas, como hace por otro lado el Gobierno central prestándole policías a las grandes mineras. Y es que no es sólo una cuestión de olfato político o de «mala comunicación», como se dice. Es una cuestión de incoherencia entre lo que se dice ser y lo que se es.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Ejemplo 3: El soldado desconocido

Si salen revocados la alcaldesa y todos los regidores actuales, entraría como alcalde provisional el primer accesitario por Fuerza Social, el mismo que, según los seguidores de Fuerza Social, es un desconocido al que no han elegido. Resulta que en Fuerza Social, que ya no es partido por no pasar la valla electoral, dicen estar haciendo una política seria, no como «la tradicional», y sin embargo no sólo no conocen a la gente de su lista a la que, de ser así, sólo habrían metido para llenar cupos, sino que, además, tienen la irresponsabilidad de decir que a él no lo eligieron. Bonita seriedad. Cuando se elige una autoridad se elige también a todo su equipo y a todos los regidores, incluso a los que quedan como accesitarios. Es sumamente irresponsable decir: «yo no conozco a este señor que fue en mi lista». En realidad no es que no conozcan a Fidel Ríos Alarcón, al menos la cúpula de Fuerza Social sí lo conoce, lo que pasa es que les conviene presentarlo como alguien enteramente ajeno, extremista (por ser del Partido Comunista Peruano, aliado de Fuerza Social en la campaña) y, en buena cuenta, apelar al miedo, ese viejo enemigo durante la campaña. Así es la política para Fuerza Social, tan fluctuante según las conveniencias como puede serlo para el APRA, por ejemplo. Si en verdad están comprometidos con la ciudad, como dicen, y si finalmente sale revocada Villarán, sería bueno que ofrezcan su ayuda a la gestión temporal que tendría Ríos, en lugar de anunciar para la ciudad el caos y el terrible comunismo.

Ahora bien, todo ello es entendible dentro de la lógica de una campaña y siendo que en Fuerza Social nunca se han sentido peculiarmente allegados a los grupos socialistas o comunistas (en su interior respaldaron de manera casi unánime la decisión de Villarán de separarse de ellos). Lo que sí resulta francamente penoso es que supuestos líderes jóvenes de «izquierda» apelen a lo mismo. ¿Alguien que pretende ser de izquierda, que pretende un rol protagónico en ella y que dice: «ténganle miedo al comunismo», «yo no conozco a estos del PCP»? ¿Es en serio? Lamentablemente, sí. ¿Se imagina a Camila Vallejo diciendo lo mismo en Chile? Felizmente, no. Por allá sí hay una tradición de izquierdas sólidas y coherentes.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

A modo de conclusión

Con todo lo escrito —perdón por la extensión—, lo menos que puede permitirse una izquierda sensata en el Perú es abrazar sentimentalmente una causa que le aparta claramente de aquello a lo que está llamada a criticar. Incluso, ya puestos en ello, supongamos que por su debilidad y la necesidad de buscar aliados donde pueda, incluso entre quienes antes los botaron, tampoco es sensato que su apoyo sea un cheque en blanco, sin condiciones, sin una agenda propiamente de izquierda. Hay causas de la izquierda que sobrepasan a Villarán o a quien finalmente ocupe el sillón municipal. Esas causas, con el viejo espíritu crítico de Marx y no con el demagógico de Levitsky, debieran ser el derrotero de toda izquierda moderna en todo curso de acción. De lo contrario, su destino sólo podrá ser la mediocridad y la hipocresía cómplice con el status quo que Mariátegui, al referirse al «socialismo reformista», tanto detestaba.

En defensa de la ministra Jara

La congresista del partido oficialista y recientemente nombrada ministra de la Mujer, Ana Jara, ha sido en los últimos días objeto de rechazo y de burla por sus declaraciones acerca de temas relacionados con su sector, así como por haber expresado sus creencias religiosas. Aun cuando su juramento como ministra haya sido anecdótico (algo de lo que seguiremos «disfrutando» mientras no se reglamenten las juramentaciones oficiales, como propuso la congresista Salgado), muchas de esas burlas y críticas han sido desproporcionadas e injustas.

En primer lugar porque, respecto a que prometió en lugar de juramentar, ella ha señalado (en entrevista con Beto Ortiz) que se trató de una promesa de honor como la que se permite en la función notarial. Y ciertamente su justificación es más que respetable: el juramento iría en contra de la creencia de que el hombre no es enteramente dueño de sí mismo, mientras que la promesa no. Algunos se han burlado también de las frases que dijo, como si fuese una orate inventando cualquier insensatez, cuando en realidad era una cita de la Biblia que la mayoría de peruanos (la mayoría que se dice cristiana) debiera conocer. Que dicha promesa implicase una amenaza real a la secularidad del Estado es algo que sólo puede cruzar por las atribuladas y ya paranoicas mentes de quienes se sienten defraudados porque el presidente Humala no está siendo tan nacionalista ni tan «caviar» como pensaron que sería (y como convenientemente lo fue en su campaña). Jara ha insistido en no haber querido imponer sus creencias o dar una clase de religión, sino tan sólo haber querido hacer una promesa de honor de un modo que ella consideraba sagrado. Ello debiera ser más que suficiente, sobre todo porque si algún sentido tienen estos formalismos es por el hecho de dar la palabra con un acto «religioso» (el respeto de las formalidades tenía carácter religioso en la política antigua, por ejemplo en la Roma republicana). La presencia del crucifijo, por la que nuestros autoproclamados predicadores de la tolerancia, en la práctica bastante intolerantes, no se rasgan las vestiduras, es exactamente lo mismo a las palabras de la ministra. Claro que un ateo puede sostener que no debiera haber tampoco un crucifijo, pero el ateo que esto escribe considera que lo inteligente es el respeto de la libertad individual y el pragmatismo; como el que tuvieron los estadounidenses cuando se discutió que los declarantes en los juicios o los políticos jurasen con la Biblia, porque, si una persona quiere creer que tiene que ser honesta por haber hecho un juramento o una promesa sagrada, claramente conviene aprovechar esa creencia.

Por otro lado, Jara ha señalado que su agenda inmediata es la de continuar e implementar nuevos programas sociales en favor de las mujeres, habiendo recibido un Ministerio debilitado por la reciente creación del Ministerio de Inclusión Social. Desde esa reestructuración de funciones ha dicho también que buscará «establecer políticas públicas que vayan al fortalecimiento de la familia. No existen políticas públicas que vayan en protección del núcleo básico que es la familia». Por más pavor que le tengan las activistas feministas y homosexuales a que se mencione una protección del núcleo familiar, porque por algún motivo se les ocurre que eso no es obligación del Estado y que conlleva en sí mismo algo conservador, lo que dice la ministra no es sino una reafirmación de un principio constitucional: «La comunidad y el Estado (…) protegen a la familia y promueven el matrimonio. Reconocen a estos últimos como institutos naturales y fundamentales de la sociedad» (art. 4). También es cierto que la Constitución afirma en su artículo 6 que:

La política nacional de población tiene como objetivo difundir y promover la paternidad y maternidad responsables. Reconoce el derecho de las familias y de las personas a decidir. En tal sentido, el Estado asegura los programas de educación y la información adecuados y el acceso a los medios, que no afecten la vida o la salud.

Corresponde entonces ver si la ministra se opone a este otro artículo. En la misma entrevista televisiva dijo:

Si hay que hablar del protocolo médico del aborto terapéutico, hablamos de un protocolo, es decir, de procedimientos de carácter médico cuya competencia está exclusivamente bajo el Ministerio de Salud, de manera multisectorial con el Ministerio de Justicia que le tiene que dar el marco jurídico y una opinión del Ministerio de la Mujer que yo presido. Habremos de opinar, pero especialmente es un tema de carácter técnico. Nos tiene que decir la cartera de Salud en qué momento se pone en riesgo la vida de la madre. Hay que darle la formalidad al protocolo y eso es lo que yo dije, yo no me voy a negar a que siga su curso lo que Mocha García Naranjo aperturó en el Ministerio de buscar que el protocolo del aborto terapéutico finalmente vea la luz, pero la competencia no está en la cartera de la Mujer sino de Salud.

Como se ve, la posición de la ministra es bastante clara y sensata. Al Ministerio de la Mujer le correspondía poner en agenda una política de interés para las mujeres, pero, una vez hecho eso, ésta debe pasar al ministerio respectivo.

Sobre el aborto en caso de violaciones, dijo estar en contra a título personal. Para quienes no parecen entenderlo, eso significa que no hará política a partir de sus opiniones. Y sin embargo, más allá de eso, su opinión personal se aviene estrictamente con lo estipulado por la Constitución: el derecho a decidir no puede ir, según ésta, en contra de la vida o de la salud. No al menos dentro de los programas del Estado. Por ello, es a enmarcar todas las políticas públicas dentro del mandato supremo de la Constitución a lo que se refiere Jara cuando afirma que

existe dentro de las nueva corriente de libertades personales, el derecho a la mujer de decidir sobre su vida y sobre su cuerpo, pero creo que estas políticas públicas deban darse en el marco de un consenso social, dentro de un tiempo histórico; es decir, que las políticas busquen el interés general, no particular.

Efectivamente, ese marco es la Constitución y, en el supuesto de que quisiera permitirse el aborto por violación, habría que cambiarla. Por ello, acierta Jara al agregar, como congresista que es, «que el debate, en todo caso, se abra en el Poder Legislativo, que es la tribuna por excelencia. Nosotros somos núcleos ejecutores». Pero el problema en ese supuesto es que nuestra Constitución garantiza el derecho a la vida del concebido dentro del núcleo de derechos que no puede ser modificado, además de no ser posible retirar un derecho otorgado. De modo que en última instancia no interesa lo que piensen la ministra o el periodista, esto es, si la mujer violada puede tener una «relación sobrenatural» de amor con su hijo o si éste, al haber sido concebido sin amor, será objeto de odio por parte de su madre. Eso es algo que queda abierto por la libertad propia de la naturaleza humana. Lo cierto es que el Estado no puede permitir el aborto por ninguna otra causa que no sea el riesgo de muerte de la madre.

Evidentemente, este asunto del aborto, más aun en casos de violación, se reduce si se evita la concepción. Ahí es cuando la llamada píldora del día siguiente muestra su importancia. No obstante, existe en nuestro ordenamiento jurídico una sentencia del Tribunal Constitucional que, por cuestionable que sea, prohíbe que el Estado reparta dicha píldora dentro de sus programas. Por eso la ministra hace bien al decir que no se puede repartir actualmente, hasta que la sentencia sea modificada, porque ningún miembro del gobierno puede colocarse por encima del Estado de derecho, y menos aún si es también notario público. Como diría Kant (cf. Metafísica de las Costumbres), se puede protestar todo lo que se quiera, pero, al final, se debe obedecer.

Algo interesante en la entrevista son las peculiaridades de la fe evangélica que allí expresa la ministra, más allá de su aprobación del uso de preservativos como un «método natural». Su respeto del libre albedrío, su comprensión de que las convicciones se inscriben en situaciones históricas cambiantes, su rechazo de la culpa católica, el énfasis salvífico en la fe, el rechazo de la adoración de imágenes de lo divino, el énfasis en la hermenéutica bíblica personal (por encima de toda autoridad) con un sentido práctico pero restringido a la fe personal… todo ello que es herencia de Lutero lo expresa como una creyente que está muy alejada del fanatismo religioso en el que, fanáticamente, se le ha querido encasillar. Hay quienes se han burlado de lo que dijo respecto a que «ya se encargará el Señor de irnos perfeccionando en el ser tripartito que somos (alma, cuerpo y espíritu)», como siendo algo irracional. Sin embargo, la comedia siempre es buena precisamente porque el comediante no se cree su propio chiste (sobre todo porque uno de los recursos paradójicos de la comedia es la extrema simplificación). En este caso, el que se burla debe ser consciente, salvo ignorancia supina, que juzga desde su concepción dualista (alma y cuerpo), o monista (sólo cuerpo), a una antropología que no ha inventado -bueno fuese- la ministra, sino que está presente en varias tradiciones, incluyendo la judía y la cristiana. Burlarse por ignorancia es algo divertido como recurso cómico, pero fuera de la comedia, es decir, prestándole alguna seriedad, sólo puede ser una idiotez.

Por todo esto, la única observación seria que se le puede hacer a la ministra es que, mientras esté en el cargo, debe respetar la naturaleza secular del Estado por el hecho de ser ministra, absteniéndose consecuentemente de hacer públicas sus creencias personales, por más que se lo pida la prensa necesitada de titulares. En ese sentido, no es incorrecta la decisión del Congreso de llamarla para que aclare su postura como ministra (y no a título personal). El Congreso es el lugar adecuado para la defensa de los intereses ciudadanos y donde se le debe «recordar» que está obligada por la misma Constitución a respetar las políticas de salud y educación sexual que sean de interés público y en particular de las mujeres. No obstante, en la entrevista con Ortiz dijo que separa sus creencias religiosas sin conflicto alguno, porque «si hay que establecer políticas de natalidad para evitar un hogar que no tiene la estabilidad y calidad de vida que requiere para poder recibir hijos, pues, podemos implementar estas medidas de natalidad». De tal manera que, por ahora al menos, la ministra Jara parece tener claras las cosas y no debieran sus declaraciones causar el revuelo desproporcionado y algo fanático que han causado.

Identidades y nacionalismos según Anderson

Benedict Anderson es uno de los más destacados teóricos de la actualidad. Su libro Comunidades imaginadas marcó un hito en el desarrollo de los estudios culturales. Este historiador por la Universidad de Cornell y profesor emérito de esa misma casa de estudios, recibió este año el Doctorado Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica del Perú y concedió una breve entrevista al semanario PuntoEdu (Año 7, Nº 220), del cual quiero extraer dos comentarios suyos; uno sobre las identidades y otro sobre los nacionalismos. Respecto a las identidades, se le pregunta y responde lo siguiente:

El sistema global dice que vivimos en un mundo globalizado, pero probablemente se están reduciendo los lugares en los que podemos mostrar nuestras identidades. ¿Cómo lo ve?

La gente tiene una idea equivocada de lo que es la identidad. Se habla de ella como si estuviera adentro tuyo, pero no lo está. La identidad es la respuesta que das cuando alguien te pregunta quién eres. Entonces, miras quién pregunta, por qué lo hace, dónde y cuándo. Es una respuesta estratégica a una pregunta, por eso puedes tener varias identidades.

Y respecto a los nacionalismos, agrega:

En un mundo globalizado, el nacionalismo es visto como algo del pasado. ahora todo el mundo está unificado. el mandato es abrir tus fronteras y dejar que el capitalismo haga su trabajo.

Mi idea sobre el nacionalismo es que se trata del futuro más que del pasado. El nacionalismo tiene que ver con adónde vamos; es tener un futuro común. La idea del nacionalismo es siempre, de alguna manera, emancipadora. Se trata de una idea de identidad, de lo que implica ser el miembro de una nación, y algunas cosas serán negadas y otras permitidas. El capitalismo, por ejemplo, ha estado en el mundo por cerca de 400 años y no hizo nada por el estatus de las mujeres; el nacionalismo sí. ¿Por qué? Porque ellas eran americanas y era intolerable que sean tratadas así. Al final obtienen lo que quieren no porque sean mujeres, sino porque son parte de la nación (lo mismo que los negros y los gays). El nacionalismo es más confiable que los derechos humanos, que pueden ser explotados por extranjeros: “Venimos a defender los derechos humanos en tu país”, e invaden. Pero si cambian los derechos de los miembros de una nación, los cambios son más durables porque no son una intervención externa. Las cosas no pueden ser reversibles, es imposible.

¿Necesitamos un enemigo común para construir comunidad?

No puedes hacer política sin enemigos. La política se basa en el conflicto. No todo nacionalismo necesita enemigos, pero sí cada acto político.

La observación de Anderson sobre la identidad desmitifica su carácter interior ampliamente extendido. Una cosa es la constitución de una conciencia unitaria que llamamos «yo» a partir de la memoria y la regularidad, y otra muy distinta es que tengamos dentro de nosotros esa suerte de esencia originaria que sería nuestra «alma». Lo que llamamos así es, en contra de lo que le conviene sostener a las religiones, sólo una síntesis realizada por nuestra imaginación y que no tiene ninguna verificación real. Pero lo que aquí interesa es que también las ficciones imaginativas tienen efectos reales en las sociedades y en sus políticas. No es extraño encontrar en múltiples discursos identitarios en ámbitos rurales peruanos, por ejemplo, ese platonismo, mientras que, en la práctica, y al mismo tiempo, sucede que las identidades cambian con total ductilidad en razón de las circunstancias. Por eso Anderson, que es historiador pero también antropólogo, sostiene que la identidad es básicamente el modo como se responde ante un otro que te cuestiona. Hay allí un «aire de familia» posible entre la dialéctica social hegeliana (su lado más aristotélico), la dialéctica social de Marx (que decapita los rezagos «místicos» de Hegel), la crítica de la subjetividad cartesiana (y de la moral) emprendida por Nietzsche, y una comprensión pragmática como la de Wittgenstein al modo de los juegos del lenguaje. Aunque la gente necesite creer en su identidad como un alma eterna, el analista y el investigador social ganan mucho al comprender la identidad en ese otro sentido, y cabe preguntarse incluso si el desarrollo de las ciencias sociales no ha sido posible precisamente en la medida en que se ha dado ese giro.

En torno a los nacionalismos, parece igualmente acertada la convicción de que estos son cosa del futuro más que del pasado. No hay en el panorama nada que haga pensar en su desaparición y quizá así sea mejor, porque, como señalaba Kant (Cf. Hacia la paz perpetua), no habría nada más tiránico e imposible de controlar que un Estado mundial, siendo la idea de Estados confederados la más conducente hacia una paz duradera. Es que los críticos de los nacionalismos han mirado con cierta ingenuidad los procesos globales, como si estos se dieran por una mano invisible universal, y han desatendido, como señala Anderson, el rol de los nacionalismos. En ese sentido, es cierto que varios derechos políticos y sociales han sido obtenidos en procesos de autoafirmación nacional, y no, por ejemplo, como resultado de la expansión del capitalismo. Sin embargo, creo que Anderson pasa muy rápidamente al otro lado. Ninguna idea es enteramente emancipadora y los nacionalismos han sido con frecuencia no sólo ajenos sino contrarios a las libertades individuales, además de castigar el disenso y encerrarse en posiciones dogmáticas. No en vano se han desarrollado tribunales internacionales que puedan proteger esas libertades cuando ya no encuentran protección alguna en las jurisdicciones nacionales. Del mismo modo, muchos procesos emancipadores nacionales han sido influidos por procesos internacionales; de modo que hay que afinar aún más los alcances y peligros de los nacionalismos, sin buscar suprimirlos ni tampoco exaltando sus logros de manera unívoca. El mismo ejemplo de los derechos de las mujeres así lo demuestra: ¿en qué medida se les concedió por ser americanas o más bien por una idea de igualdad universal?

Se trata pues, según creo, de una confrontación constante, y a la que deberíamos ya estar acostumbrados, entre lo individual, lo nacional (el ethos), lo estatal (que no es lo mismo porque casi todo Estado es plurinacional y estas naciones o subnaciones están cobrando fuerza), lo supranacional (bloques) y lo global. En la actualidad, no hay país donde todos esos frentes no confluyan en la vida política de la nación. Por lo mismo, la oposición entre derechos humanos (universales) y derechos nacionales no es algo que pueda ser simplificado en la oposición de nacionalismo y globalización. En todo caso, en lo que tiene razón Anderson es en que los procesos internos de una nación deben ser políticamente respetados porque, al ser procesos del ethos, son consensuados y por ende más estables. Eso no invalida las intervenciones que se dan en un marco jurídico internacional. Ahora bien, que las libertades ganadas en el ethos no puedan ser reversibles, es algo que requiere aclaración. Es cierto que una vez que se abre paso una demanda al interior de una nación lo más probable es que ella ya no decline, en tanto demanda de individuos que conforman esa nación, pero las medidas políticas desde luego que pueden ser reversibles. Hay Estados que han pasado de un régimen liberal a uno totalmente autocrático e incluso con apoyo mayoritario de la población. Las coyunturas y las situaciones de fondo han de ser tenidas  allí más en cuenta. Y en esos casos es donde adquiere importancia la influencia internacional, tanto política como jurídica.

Por último, es interesante la observación de que cada acto político necesita enemigos, aunque no toda nación. Como se sabe, el tema de la amistad y de la enemistad fue colocado con fuerza en la teoría política por Carl Schmitt, lo que fue rechazado casi de inmediato por cierta vertiente liberal. El gran problema con Schmitt es que estaba convencido de que las estructuras y las identidades políticas son círculos cerrados, cuando en realidad no lo son, y no sólo desde la modernidad sino desde siempre. En ese sentido, el primer enemigo debe ser encontrado al interior y no al exterior, incluso dentro de un mismo individuo. Por otro lado, como decía Heidegger, una cosa es tener adversarios y otra muy distinta tener meros enemigos. ¿Cuál es la diferencia? Que en la mera enemistad la identidad, que supone siempre una diferencia, se enfoca en la desaparición del otro; mientras que, entre adversarios, la enemistad misma es vista como necesaria, y por tanto el mejor bien que uno puede hacerse está en hacer más fuerte al adversario, no en eliminarlo. Esto lo comprendió tempranamente la tradición liberal al alentar la libre competencia y sólo un reciente pacifismo exacerbado no llega a comprender cómo el conflicto es necesario. En efecto, el conflicto es necesario, pero hay dos modos distintos de entenderlo y eso es algo que conviene recordar para no caer en los torpes antagonismos chauvinistas en los que con frecuencia han caído y caen los nacionalismos. En el Perú, basta escuchar a alguien como Antauro Humala para comprender a lo que me refiero.

Cipriani, el indulto y la mala conciencia

El cardenal Cipriani quiere dar lecciones de derecho en su programa radial: «El indulto es una gracia que tiene el presidente de la República de la que no tiene que dar cuenta a nadie sino a su propia conciencia«. Y ni siquiera puede decirse que como jurisconsulto sea un buen religioso, porque ni siquiera es esto último. Sin embargo, esta declaración es sintomática del tipo sacerdotal y del tipo autocrático que se puede encontrar simultáneamente en el sujeto Cipriani.

En primer lugar, hay que señalar por qué la declaración del cardenal es, además de oportunista, insensata — un llamado a no respetar el orden democrático y un desprecio incluso de la pericia médica. Lo es porque, desde que nos regimos por una Constitución, no es cierto que el Presidente pueda decidir a quién indulta sin dar cuenta de nada a nadie. Si bien nuestra Constitución, en su artículo 118, inciso 21, no le demanda explícitamente una rendición de cuentas, el hecho mismo de ser una facultad otorgada al Presidente por la Constitución implica dos cosas:

Primero, que esta facultad, en el fondo, está anclada en la soberanía popular, a la que el Presidente debe rendir cuentas de todos sus actos, incluso de aquellos que derivan de facultades especiales. Esto quiere decir que no por tener el Presidente dichas facultades, el demos deja de tener la soberanía. De allí que exista una comisión encargada de evaluar las solicitudes y sugerir al Presidente quiénes deben ser indultados. Aunque el Presidente no tenga que seguir lo que le dice esta comisión de indultos, lo hace para garantizar la independencia del acto respecto a su voluntad personal. Por eso es un preside-nte y no un mon-arca.

Segundo, y más importante aun, que, al ser una facultad constitucional, debe obedecer los requerimientos propios del derecho constitucional. Es en ese ámbito donde cobra especial importancia la razonabilidad como único modo de garantizar la igualdad ante la ley (que es un derecho constitucional) y el respeto de las demás garantías constitucionales. Es por este requerimiento del constitucionalismo contemporáneo que los jueces están obligados a emitir sentencias razonadas y razonables; es decir, no como meros aplicadores autómatas de la ley, como «la boca que pronuncia las palabras de la ley», que es como los pensó la Revolución francesa gracias a Montesquieu. Ahora, en cambio, el juez debe ser —y parecer— razonable en la valoración de los hechos (de las pruebas actuadas) y en la interpretación de la ley, e igualmente debe justificar —razonar— las motivaciones de su decisión. Este mismo mandato constitucional alcanza a todas las instancias de gobierno — a toda decisión que se tome en ellas, incluyendo las gracias presidenciales. Por eso la tendencia actual en los regímenes democráticos es a que el indulto se conceda en atención del interés común (nuevamente el principio de la soberanía del pueblo) o por causas humanitarias. Esto significa que quedan excluidas las motivaciones del tipo «nos salvó del terrorismo», «recuperó la economía» o «ha sido el mejor presidente que hayamos tenido», que habitualmente esgrimen los políticos fujimoristas y que ociosamente repite un porcentaje minoritario de la población.

Ahora bien, como la posibilidad de indultar a Alberto Fujimori es sumamente impopular (65% en contra), no es nada inocente que el cardenal apele a lo segundo. No obstante, la causa humanitaria supone que el encarcelado esté imposibilitado de seguir cumpliendo su condena, ya sea por encontrarse en trance mortal, lo que podría dar pie efectivamente a un indulto total para que pase sus últimos días u horas de vida en libertad, o sea porque las condiciones de su encarcelamiento no son las adecuadas para su salud, para lo cual lo más razonable sería un indulto parcial, esto es, conmutar su arresto en prisión por un arresto domiciliario en un hospital o clínica. Lo primero no viene (aún) al caso. Lo segundo, como han afirmado los médicos del INEN, tampoco, pues «el referido paciente se encuentra en condición estable, despierto, lúcido y con función motriz normal». Pero al cardenal poco le importa lo que piensen los médicos; ellos no están en contacto con Dios como él. Los fujimoristas, por su parte, han llegado al colmo de decir que debiera ser indultado porque está deprimido.

A ello hay que agregar tres cuestiones relevantes: 1) Fujimori no se encuentra detenido en una prisión común, sino en un establecimiento especial donde tiene todas las facilidades que el gobierno anterior le proporcionó. 2) Está condenado por secuestro agravado en contra del periodista Gustavo Gorriti y, por una ley dada en su propio gobierno, en mayo de 1995, como medida populista impulsada por él mismo ante el aumento de estos delitos, esto no haría posible su indulto, en cuyo caso se violaría no sólo la ley sino además la equidad en contra de todos aquellos sentenciados por delito de secuestro agravado a los que no se les haya permitido presentar solicitud de indulto. 3) Dentro del derecho internacional no es aceptable la amnistía o el indulto en casos de delitos de lesa humanidad, y en la sentencia de Fujimori, ratificada por la Corte Suprema peruana, es decir, con carácter de sentencia firme, se señala claramente que los delitos por los que se le condenó constituyen crímenes de lesa humanidad por haber sido sistemáticos y generalizados, con posición de dominio de su parte.

Entonces, ¿qué sentido tiene la «gracia presidencial»?

La clemencia es una figura antigua ejercida por aquel gobernante soberano que tenía dominio político suficiente pero que necesitaba mostrarse compasivo y generoso para legitimarse ante sus gobernados. Esta figura la tenemos, por ejemplo, en el célebre episodio bíblico donde Pilatos ofrece la liberación de un prisionero por la Pascua judía.  Además de apelar Cipriani a un individualismo extremo, solipsista, aunque, claro, no generalizado sino permisible sólo para el poderoso, que es quien le paga un sueldo a la jerarquía católica, su mención del indulto alude a esa antigua condición del derecho de gracia que es la del realismo político, la de la lógica utilitaria en la política. El viejo Maquiavelo sabía bien cuánto le convenía al princeps mostrarse clemente, aun cuando fuese una mera apariencia. ¿Sorprendería esto de un hombre de fe? A decir verdad, no, por lo que sabemos de la historia política de la Iglesia católica y sus negociaciones con el poder secular. (Véase, por ejemplo, el excelente estudio de H. Berman, La formación de la tradición jurídica de Occidente).

No obstante, cuando la soberanía pasó a la «voluntad unificada del pueblo» (en alusión a Rousseau y más precisamente a Kant), el derecho de gracia perdió su sentido de soberanía absoluta y empezó a limitarse con una serie de requisitos que lo adecuaban a los regímenes constitucionales de derecho. Ese mismo tránsito desde el perdón soberano hacia la reconciliación comunitaria, propio de la Ilustración, puede observarse también en el arte; por ejemplo en Mozart, en la ambivalencia entre sus óperas La clemenza di Tito y Così fan tutte (véase el ensayo de I. Nagel, Autonomía y gracia. Sobre las óperas de Mozart). Por eso, incluso en las monarquías constitucionales como la española, el Rey debe ajustar su facultad a la ley, porque su sola conciencia no está más por encima de ella. Pero la confusión que hace Cipriani entre la noción actual del indulto y la del antiguo derecho de gracia (de origen «divino») que tenían los monarcas absolutos (como el Papa), no es casual ni un simple descuido. Antes bien, es un testimonio de parte de una no menos antigua vocación sacerdotal.

Cuando Nietzsche analizó el origen de la mala conciencia moral (Genealogía de la moral) encontró al sacerdote; aquél viejo zorro que se dio cuenta que no importaba el dominio exterior, político, porque más poderoso y sutil era quien dominaba la interioridad, para lo cual inventó la conciencia moral e incluso la llenó de culpabilidad innata. Como decía Albert Camus, «a mala conciencia, confesión necesaria». Por eso, cuando el viejo zorro que es Cipriani dice que el Presidente no debe rendirle cuentas a nadie salvo a su propia conciencia, allí mismo está colocándose él: como su guía espiritual, él puede llegar ahí donde ningún otro puede llegar. Así el sacerdote se hace soberano en el más pleno sentido del término, porque influye decisivamente en todos (por ser todos «hijos de Dios») y especialmente en quien gobierna, sin necesidad de ensuciarse las manos él mismo.

Ese es el juego político de Cipriani, identificable incluso en una simple declaración como la referida. Él no quiere gobernar el Estado, ni que fuese tonto, sino la conciencia de los gobernantes. Cuando amonesta desde su púlpito radial a los ministros de salud por temas de anticoncepción, también apela, casi en un acto desesperado, al peso de sus propias conciencias. Pero así las cosas, todo depende de que el amonestado, sobre todo si es creyente, y más aún si es el Presidente de la República, tenga la suficiente claridad, es decir, una buena conciencia intelectual para asignarle al cardenal el fuero de su púlpito y negarle acceso al de las políticas de Estado (y también hay dudas de esto con el presidente Humala).

Dios y el César no deben ir juntos; hay en eso incluso un mandato cristiano que, desde luego, no le conviene al sacerdote angurriento de poder. Con un primado de la Iglesia peruana como Cipriani, todo católico peruano, por el solo hecho de serlo, seguramente tiene bien ganadas sus indulgencias plenarias.

La seriedad de Cipriani. Vade retro, cardenal

El pasado 1º de mayo el cardenal Juan Luis Cipriani publicó en el diario El Comercio un artículo titulado «Los irrenunciables derechos humanos». Dos son los pájaros que el príncipe de la Iglesia católica ha querido liquidar juntos: las críticas de Mario Vargas Llosa por su cercanía con la dictadura fujimorista y la frase que se le adjudica en la que calificaba a los derechos humanos como una cojudez. Incluso más allá de si logra sus objetivos, el texto revela la ignorancia, los prejuicios y los deliberados engaños del cardenal. Me refiero a lo siguiente:

LO QUE CITA:

1. Dice que los derechos humanos constan «en la doctrina de Santo Tomás de Aquino«. No refiere siquiera dónde se encuentra eso. ¿Habrá leído al Aquinate o se basará en algún manual de Navarra? Lo cierto es que en ningún lugar de su vasta obra Tomás de Aquino trata sobre la concepción moderna de derechos humanos. Lo más próximo sería su noción de ley natural, pero no deriva de ella en absoluto lo otro por tratarse de una noción sumamente restrictiva con la libertad personal, que no renuncia sino que depende con mayor fuerza de sus doctrinas dogmáticas que sacan del centro al sujeto y colocan una objetivante verdad fuera de la cual éste no podría salvarse. Muy distinto es por otro lado el derecho natural de Guillermo de Ockham, que no será «santo» ni doctor de la Iglesia, pero fue un teólogo cristiano mucho más perspicaz y defensor de la libertad personal porque comprendía que la verdad cristiana (la caritas) habita —agustinianamente hablando— al interior del hombre, y no en un dogma institucionalmente establecido que aliena esa verdad.

2. También dice que el Concilio Vaticano II desarrolló esta doctrina «de manera muy significativa». A decir verdad, el aggiornamento de ese concilio fue bastante insuficiente para los cambios de los tiempos. Y a pesar de eso, el papa Ratzinger ha dado ostensibles pasos en reversa, desde los más formales como el volver a celebrar misa en latín, hasta otros más doctrinales y menos anecdóticos. Las voces de protesta a ese respecto se han dejado escuchar en los últimos años en Europa, pero, claro, de eso calla nuestro cardenal.

3. Afirma asimismo que «ya Aristóteles los aludió en la Ética a Nicómaco y fue tema importante de la filosofía griega». (¿¡Qué?!). Esta línea es tan absurda e insostenible que, si fuese cristiano, me daría vergüenza el sólo reproducirla. Supongamos, con buena fe, que simplemente no ha leído dicha obra; porque si lo hubiese hecho y sostuviese lo mismo tendríamos que poner en seria duda su capacidad intelectual. Más allá de eso, no parece advertir el cardenal la línea cristiana que va dando paso a la concepción moderna de los derechos humanos. Es una línea agustiniana y no tomista, que si se remonta más atrás debe hacerlo en línea hebrea y no griega, y que tiene entre sus principales adalides a religiosos protestantes mucho más que a católicos, que los hubo, pero muy excepcionalmente y sin mucho trasfondo que los apoyara, como Bartolomé de las Casas. Los primeros católicos modernos que se insertaron en esa línea fueron disidentes espantados de las guerras religiosas y alejados ya de todo intento contrarreformista y toda práctica inquisitorial. Desde la Iglesia, sin embargo, arreciaron dichas prácticas mucho más que en la Edad Media. Algunos jesuitas como Spee las condenaron argumentadamente y se orientaron en defensa de la libertad individual hasta que el papado decretó la supresión de la Compañía de Jesús, que en el siglo XVIII resultaba molesta por su liberalismo y su «laxismo moral». Tras todo ello, era evidente que esta línea sólo podía secularizarse para evitar los dogmatismos religiosos que le cerraban el paso. Allí es donde tomó cuerpo en manos de los filósofos ilustrados y con la Declaración de 1789, y logró su forma filosófica más acabada, secular pero en los fundamentos aún cristiana, en la filosofía moral de Kant. De allí a la reciente Declaración de 1948 hay sólo un paso. La otra línea es la jurídica del constitucionalismo y del derecho internacional, que en varias ocasiones durante el régimen fujimorista criticó también Juan Luis Cipriani, como critica ahora las políticas de distribución de anticonceptivos.

4. Luego cita una publicación propia de 1985 (Catecismo de Doctrina Social) donde habría escrito que «los derechos humanos son cualidades rectas y justas que tiene el hombre por su propia condición de persona”. Y que «como derechos naturales innatos –con los que el hombre nace, vive y muere–, tienen como fundamento la ley natural, impresa por Dios en la naturaleza humana, para que sea guía y norma de conducta en su vida temporal».

Los derechos humanos no son «cualidades rectas que tiene el hombre…». La definición de Cipriani parte de un conocimiento seguro y correcto de la naturaleza humana. La definición vigente de derechos humanos parte de una suspensión de juicio respecto de los conocimientos que se creen ciertos sobre su naturaleza y, sobre todo, la finalidad que tendría la misma. Esta diferencia se deja notar en las consecuencias prácticas. Mientras una se abre realmente a toda persona y particularmente a los más desprotegidos, la otra se cierra sólo a aquellos que «libremente» quieran encaminarse según las verdades que Dios ha dispuesto por naturaleza. En ese sentido se orienta también la «ley natural» a la que hace mención, que quizá sea la más antinatural que el hombre haya concebido. Lo natural es lo que efectivamente puede darse en la realidad, no lo que una institución moralista determine como tal.

5. Señala también que durante su arzobispado en Ayacucho el episcopado tenía varios programas sociales. Lo que cientos de personas le han reclamado (religiosos inclusive) no es eso, sino el absoluto abandono y desprotección en que su arzobispado dejaba a quienes a él acudían temerosos por la violencia de la que eran víctimas, tanto la de los terroristas como de los militares. Según varios testimonios, luego recogidos y contrastados por la prensa independiente, había incluso un cartel en su puerta solicitando que no molestasen y que se dirigieran a las instituciones correspondientes. Según Cipriani, ese cartel tenía otro fin, pero tal parece que en la noción de caritas del ahora cardenal es más importante el rito litúrgico que el auxilio y la compañía pastoral (contrariamente a lo que Jesús proclamó).

6. Según Cipriani, él nunca calificó a los derechos humanos como una cojudez, sino que ha sido maliciosamente interpretado. Asegura haber dicho al reportero de Caretas: «Y durante ese tiempo no he visto a los de la Coordinadora de Derechos Humanos… ¡esa cojudez!», refiriéndose a la Coordinadora. Tendría el cardenal que admitir que, a la luz de su propia declaración, la expresión es lo suficientemente ambigua como para entenderse del modo que le disgusta. Pero, aun si se hubiese referido a la Coordinadora, eso significa que una institución que defiende y promueve el respeto por los derechos humanos es para él una cojudez, con lo que no se aleja realmente en nada de lo otro. Nótese además que «cojudez» es una palabra tan fuerte para el cardenal, que en su artículo se limita a poner unos puntos suspensivos más ambiguos aún (como si uno dijese de él: «¡ese…!»). Y en el mismo artículo afirma que esa frase fue grabada deslealmente por el reportero que no le advirtió que estaba siendo grabado. ¿Se dará cuenta el cardenal que con estas declaraciones demuestra su doblez moral? En público, hay que ser decente; en privado, no. Esa doblez es la misma que su Iglesia (tanto con el papa Ratzinger como con el papa Wojtyla) ha estado vergonzosamente demostrando con la prohibición de denunciar en público los casos de pederastia. Es que el perdón de Dios alcanza al pecado pero no al escándalo, ¿verdad? Felizmente existen leyes humanas, porque esa «ley natural» del cardenal no representa ninguna justicia.

7. Cipriani dice también que él no confunde su calidad de miembro numerario del Opus Dei con la de primado de la Iglesia católica peruana. Esto debe ser una broma de mal gusto. O de otra manera, esto sí sería una cojudez. Es evidente el copamiento que el Opus Dei ha tenido en los últimos años de un gran número de diócesis y parroquias gracias al mandato directo e irrefutable del cardenal. Se ha impuesto prepotentemente por sobre la voluntad de los fieles tanto como sobre diversas órdenes, sin importarle ni su antigüedad ni su actividad pastoral. De eso no sólo he recibido testimonios de numerosos religiosos, sino que además lo he presenciado en Arequipa y en la capilla de la Pontificia Universidad Católica del Perú, donde los sacerdotes que suscriben en sus enseñanzas la Teología de la liberación no pueden celebrar misa. Otros casos polémicos han sido los de la expulsión de la Congregación Maryknoll de Juli (Puno) y el irracional veto contra el teólogo y reconocido biblista Eduardo Arens porque «no mencionaba el nombre del Obispo en misa, y que su estilo de celebración era muy popular». Un hombre tan dogmático y autocrático no obedece sólo al Papa, como afirma, sino sobre todo a lo que su torcida razón e intereses personales y sectarios le ordenan. En la doctrina moral católica eso se llama concupiscencia.

LO QUE NO EXPLICA:

8. Lo que Cipriani no ha explicado es una serie de acusaciones que se condicen bien con las que le conocemos en Lima. Por ejemplo, que siendo obispo auxiliar de Ayacucho les prohibiera a los jesuitas enseñar en la Universidad de Huamanga y que haya cerrado oficinas de ayuda social dirigidas por religiosos como el jesuita Carlos Schmidt McCormack. Tampoco ha aclarado —le sería más difícil que lo de la «cojudez»— por qué afirmó en 1993, durante una homilía por el día del Ejército y poco después de que se hiciera pública la denuncia por los crímenes del grupo Colina en La Cantuta que «el caso La Cantuta está siendo utilizado políticamente y bajo el pretexto de la defensa de los derechos humanos se está dando el último intento de atropellar la libertad del pueblo peruano. Esa libertad que ya la hemos consolidado todavía encuentra pequeñas voces de peruanos que no tienen cariño a su pueblo y siguen creando dudas acerca de la integridad moral del Ejército y de las autoridades que gobiernan el país. Y esas dudas son una traición a la patria». ¿Se equivoca Vargas Llosa cuando afirma que el cardenal defendió a ultranza los crímenes de Fujimori? En absoluto. ¿Dudar es un pecado y una traición para el cardenal? Claramente lo es. El cardenal defiende el «chicheñó». Por lo mismo en 1994 criticó a quienes rechazaron la amnistía que liberaba a los miembros del grupo Colina, acusándolos de armar «un circo político».

Sorprende que ahora el cardenal se faje a favor de la libertad cuando en 1996, en momentos en que la prensa opositora empezaba a documentar los crímenes de Fujimori, el cardenal exhortara a que Indecopi y la Defensoría del Pueblo se encargaran de «velar por la veracidad de las publicaciones».

EL CARDENAL SÍ TIENE QUIÉN LE ESCRIBA:

9. Cipriani le ha pedido seriedad Vargas Llosa por sus recientes declaraciones en contra de la candidata Fujimori. Esa seriedad que él no tiene ni siquiera cuando hace tales declaraciones. Que se sepa, el escritor no tiene el respaldo y coerción institucional que tiene el cardenal, que no ha tenido reparos nunca (ni siquiera ahora) para utilizar sus homilías, comunicados y programa radial para hacer una burda politiquería y moralismo, diciéndole a sus feligreses cómo y en qué deben creer si quieren ser niños buenos. ¿Y ahora quiere presentarse como defensor de la libertad que estos tienen, como si Vargas Llosa la estuviese coactando? Esa supuesta defensa no tiene la autoridad moral que les daba a los profetas su desinterés y distancia frente a toda forma de poder. El espíritu de las palabras de Cipriani confirma siempre que no sólo de pan vive ese hombre, sino también del poder que tiene sobre otros, especialmente si son hombres poderosos. Representa así muy bien a la cristiandad como proyecto político pero no al cristianismo como caritas, y no deja de ser sintomático que este artículo suyo termine aludiendo justamente a la cristiandad. Por poner un ejemplo de claro interés y angurria personal, en una de sus emisiones radiales exhortó a los «buenos católicos» que estudian o trabajan en la Pontificia Universidad Católica del Perú a que se opongan a la defensa que ésta viene sosteniendo en contra de sus intentos por hacerse con el control de la misma. ¿Qué autoridad es la que puede pretender ahora el cardenal? Institucional, sin duda, pero no moral.

10. Si los derechos humanos son, como dice en su artículo Cipriani, el derecho «a actuar libremente», eso mismo confirma que él es un continuo y sistemático ultrajador de estos derechos, diciéndole incesantemente a la gente cómo deben de actuar y qué está prohibido hacer porque es pecado. Lo que pasa es que uno es libre pero sólo para hacer lo que está dentro del plan que se les ha ocurrido a unas gentes hacer aparecer como plan divino. Ocultar su humanidad de origen es el mejor mecanismo de control; sacralizando, canonizando y condenando a su conveniencia. Pero eso mismo hace que la humanidad negada y reprimida termine por estallar y de la peor manera, como en el caso de los sacerdotes pederastas. Vargas Llosa no se equivoca al decir que el cardenal Cipriani representa el sector más oscurantista de la Iglesia católica.

El primer derecho de un cristiano (que piense en seguir a Jesús antes que a un príncipe del Vaticano) es a disentir de sus autoridades y de la Iglesia. Pues no se puede obedecer a dos señores a la vez. Y en algunos circunstancias, más que un derecho, es su deber. Como lo hizo Ockham contra el Papa. Como lo hizo Kierkegaard contra su obispo. Éste último gastó sus últimas fuerzas y dinero en combatir al que desde su profunda religiosidad consideraba el primer enemigo del cristianismo: la cristiandad. En el Perú sabemos bien a qué se refería.

Feliz día de la madre, Keiko Sofía

Hoy miles de mujeres esterilizadas sin su consentimiento durante el régimen de Alberto Fujimori no celebrarán el día de la madre. La candidata Fujimori, sin embargo, se vale de su reciente condición de madre para su campaña electoral: «Yo también soy madre», dice en un spot. Ya sabemos a quiénes no va dirigido el mensaje. Lo que pasa más desapercibido es ese «también», que tiene un claro aunque implícito uso justificatorio. Como si ser madre le diera un status político especial. Si así fuese, tendríamos que recordar que también es hija, ¿verdad? Y no sólo hija de Alberto Fujimori, sino también de Susana Higuchi. Ya que han insistido tanto la candidata y sus allegados en la importancia de ser madre, veamos lo que sobre Keiko Sofía ha declarado su propia madre.

Entrevista de Sonia Sullón y Enrique Chávez (Caretas Nº 1710, 28 de febrero de 2002):

– Un fin de semana entre abril y mayo de 1992, ocho personas me sacaron con mucha violencia del departamento que nos fue asignado [donde también vivió Keiko] en el segundo piso de uno de los edificios del SIE. Me sacaron con los ojos vendados, me encapucharon, me metieron en una camioneta 4×4 y me llevaron a no sé dónde. Me torturaron con golpes hasta que caí inconsciente. Me inyectaron algo para que me quedara totalmente dormida. Allí me aplicaron electroschock, porque cuando vi hablar a Demetrio Peñaherrera, me preguntaba a mí misma: ¿me habrán hecho lo mismo? Yo, como `Vaticano’, quedé con lagunas mentales, no hilaba bien las oraciones, no sabía lo que hablaba. No reconocí a nadie. Pero sé que todos tenían porte militar. No sé cuántos días pasaron, pero me ponen la misma ropa con la que me encontraron. Aparentemente estaba desnuda, tambaleante. Me sacaron de ese lugar y me dejaron por la parte posterior al departamento asignado al Pentagonito.

– ¿Por qué entonces callar las torturas en 1992?

Por mis hijos.

Lo que podemos preguntarnos nosotros es por qué ha callado siempre esto Keiko Sofía, por qué no ha dicho dónde estuvo cuando torturaban a su madre (en varias ocasiones entre 1992 y el 2000); dónde estuvo cuando su madre, ella sola, intentó infructuosamente inscribir su candidatura e hizo una huelga de hambre; dónde estuvo cuando su padre la tenía encerrada en Palacio de Gobierno o cuando ella ejerció como una valiente opositora a la dictadura de Fujimori desde el Congreso (aun sabiendo que al hacerlo no vería a sus hijos). En el 2002, cuando esta entrevista de Caretas tuvo lugar, ella declaró que no iba a seguir declarando porque «Mi hija Keiko me ha dicho que ya no declare». Ahí sí estaba Keiko Sofía, pero no precisamente para defenderla, sino actuando, como siempre, en el nombre del padre.

Fuente: Revista Caretas.

Entrevista de Carlos Cabanillas (Caretas Nº 1981, 21 de junio de 2007):

Sus hijos (Kenyi y Sachi Marcela) han negado que usted haya sido secuestrada y torturada en los calabozos del SIN. Discrepa con ellos, asumo.
– ¿Cómo vamos a discrepar si no hablamos de política? Con Kenyi jugamos ludo, con Keiko y su marido, telefunken. Un problema menos para conversar.

La defensa de Fujimori siempre alegó que sus marcas eran rastros del yaitó, una curación oriental a base de calor.
– Pregúntale a Fujimori si lo que me hicieron en la cara fue yaitó…

(…) (Interviene Gladys Díaz. Susana Higuchi descansa y asiente con la cabeza ante cada afirmación)

– Antes le pasaban una plancha por la espalda para que se levante. No tenía sensibilidad. Caminábamos encima suyo para que reaccione. Y sus hijos venían un minuto en Navidad o el Día de la Madre. Paraban en Palacio nomás. Cuando se casó la señora Keiko vinieron todos. Allí la comunicación mejoró.

(…) – El Mercurio de Chile asegura que los fujimoristas ya preparan la candidatura de Keiko para el 2011, usando la figura de ‘la hija que defiende al padre’.
Esos siempre están en campaña; gastan un montón de plata. Keiko es la candidata natural del fujimorismo. Tiene ángel para la gente de afuera. Para mí, tiene cara de diablo. La conozco, son intimidades familiares… La quiero, pero se desfoga conmigo. A mí me entra por un oído y me sale por el otro.

Otro episodio bastante elocuente es cuando Keiko Fujimori intentó utilizar a su madre en mayo del 2009 para justificar los US$ 400 mil que gastaron sus hermanos y ella durante su estadía en Estados Unidos. Su madre, sin embargo, en el 2001 había ya públicamente desmentido esa versión en una declaración judicial:

«Desconozco cuánto ha sido el costo de los estudios (…), pero sí debo aclarar que presumo que el investigado (Alberto Fujimori) ha pagado y paga tales estudios, ya que ni la declarante (Susana Higuchi) ni su difunto padre (Koshiro Higuchi Uemura) han pagado nunca nada referente a los estudios de sus hijos, ni los viajes que estos han realizado dentro del Perú ni al extranjero, así como tampoco la compra de autos, pago de alquiler de departamento u otros».

Keiko Fujimori ha tenido que admitir luego que el dinero lo recibió de su padre en efectivo, pero no ha podido explicar la procedencia, entre otras cosas, porque la misma Higuchi afirmó que los ingresos de su esposo apenas superaban los 500 soles mensuales.

Fuente: Diario La República.

Si aplicásemos con la candidata Fujimori el imperativo categórico de Kant, habría que decir que la máxima de sus acciones no parece haber sido la de tratar a su madre como un fin en sí misma, sino sobre todo y en la medida de lo conveniente como un medio para los fines electorales del fujimorismo. Podrá ahora presumir de su condición de madre, pero lo que se ha hecho público de su relación con su madre no habla bien de ella como hija. Incluso Vladimiro Montesinos hizo públicamente un pedido de disculpas a la señora Higuchi «por los diez años de hostilidades» (Caretas Nº 1681). No así Keiko Sofía, qué más bien le pidió que callase las denuncias contra su padre. Es que ella sí ama a su mami.

Fujimori propone la despenalización de la difamación. Un argumento «kantiano» en contra

En sus exposiciones ante la prensa nacional e internacional en el Instituto Prensa y Sociedad (IPYS), los candidatos Ollanta Humala y Keiko Fujimori han prometido respetar la libertad de prensa. La candidata Fujimori, sin embargo, ha ido más lejos proponiendo (complacientemente para los periodistas) la eventual despenalización del delito de difamación (artículo 132 del Código Penal). Que no se trata de una afirmación razonada sobre el estatuto jurídico de la calumnia, la injuria y la difamación, sino de una propuesta populista y vaciada de sustancia como las que comúnmente hace el fujimorismo y que esconde prerrogativas neoliberales, lo demuestra el hecho de que sólo se refiera a la difamación, pues está apuntando en realidad a un aspecto en específico: la sanción con pena privativa de la libertad (prisión), tras lo cual se esconde un velado intento por privatizar aún más el sistema jurídico peruano. Algo de esto se discutió, aunque de manera bastante ligera, cuando se encarceló a la popular conductora de televisión Magaly Medina, y los políticos —el Presidente de la República incluido— aprovecharon para jalar agua para sus molinos.

La pregunta es entonces doble: en primer lugar, si se debe sancionar este delito con prisión efectiva, que es lo que muchos ven como exagerado, y en segundo lugar si se debe despenalizar (sacar del Código Penal) la difamación (y asumimos que los otros dos tipos de delito contra el honor también), tal como la candidata ha propuesto, dejando su protección al dominio de lo privado y, por ende, únicamente en términos de las reparaciones económicas del Código Civil.

La tipificación de los delitos contra el honor en el ordenamiento penal responde a que se asume como un bien que es de interés público proteger y reparar, no en términos de los daños y perjuicios a los que hubiese lugar y que son atendibles en el fuero civil, sino en términos del daño hecho a la sociedad en su conjunto. Los «pragmáticos» del fujimorismo alegarán que «sociedad» es una abstracción engañosa, pero no es así. La permisividad frente a la difamación genera una alteración de la vida social; tal como la hubo, por ejemplo, en la época en que el gobierno de Alberto Fujimori, a través de Vladimiro Montesinos, pagó a diversos dueños de periódicos para que se dedicaran a insultar y difamar a los opositores al régimen. La prensa peruana aún no se repone del todo de esas prácticas (véase por ejemplo al diario Correo). Kant nos proporciona también una aguda reflexión que podríamos mencionar aquí para tener en claro por qué las reparaciones no pueden ser únicamente monetarias.

En su Metafísica de las costumbres (p. 332), a propósito del principio de igualdad en el derecho (que también opera en la valoración de la reparación), el filósofo observa el peso que tienen las diferencias de las posiciones sociales, sosteniendo que «la multa por una injuria verbal no guarda relación alguna con la ofensa, porque quien tiene mucho dinero puede permitírsela perfectamente por placer alguna vez». A lo que apunta Kant es a la imposibilidad (teórica) de equiparar una suma de dinero con el daño hecho al honor. Para evidenciarlo, sin embargo, se sirve de un caso práctico que nos posibilita incluso a no compartir sus presupuestos filosóficos y seguir advirtiendo la desigualdad, la falta de correspondencia y la promoción de injusticia que allí se hace para aquél que por su dinero se puede permitir ser injusto. En el caso peruano fue peor aún, porque no sólo los dueños de la llamada «prensa amarilla» tenían todo el dinero que por publicidad o directamente les diera el gobierno de Fujimori, con el cual podían tranquilamente no preocuparse por pagar multas, sino que además éste les garantizaba impunidad a través de su control del sistema judicial (especialmente con los jueces provisionales y el Ministerio Público). Teniendo esto presente, no resulta tan cándida ni desinteresada la propuesta de la candidata Fujimori.

Pensando en los términos de su época, Kant proponía que «la ofensa inferida al pundonor de uno puede llegar a equipararse al daño infringido al orgullo del otro, si se obligara a éste, por juicio y derecho, no sólo a retractarse públicamente, sino también, por ejemplo, a besar la mano de aquél, aun cuando sea [socialmente] inferior». A pesar de que la lejanía de su época se deje sentir, hay que reconocer el espíritu de estas líneas: causar daño al honor de alguien implica una ganancia en el orgullo de quien lo causa. Quizá el ejemplo de Magaly Medina sea en esto más que evidente, pues la conductora aumentó su orgullo y su vanidad a tal punto que se creía superior a la justicia misma, más aún con todo el dinero que gana en su programa, y lo llegaba a admitir públicamente, hasta que fue finalmente encarcelada según lo previsto en el Código Penal. Esto se dio por la consideración de una reincidencia frente a la cual la jueza estimó que el único modo de detenerla era ése (habiendo pasado ya por el servicio comunitario). A lo mejor, entonces, Kant estaba en lo cierto cuando proponía menoscabar ese orgullo de algún otro modo, y justamente unas líneas después, aunque en referencia a una situación más grave, agrega que puede ser conveniente la sanción a través de «un arresto aislado y doloroso [entiéndase en sentido moral], porque así, además de sufrir la incomodidad quedaría dolorosamente afectada la vanidad del autor y de este modo —mediante la vergüenza— se pagaría con la misma moneda, como es debido» (p. 332-333). Esto último es, desde luego, opinable, pero está claro el punto de que la retractación y la multa no parecen suficiente desagravio para el daño inferido, tanto a nivel individual como sobre todo en lo que se refiere al interés social por promover una sociedad mejor informada, menos agresiva y más respetuosa consigo misma. Lo que no hay que perder de vista, pues, es que la penalización de la calumnia, la difamación y la injuria responde precisamente a ese interés público en la protección del honor. Despenalizarlas supone abandonar el carácter social que tiene el mismo aun cuando los involucrados son dos particulares. La candidata Fujimori parece no comprender (o que no le conviene comprender) por qué a algunos nos interesa preservar la corrección pública de esa cosa exagerada para ella en nuestro ordenamiento: el derecho al honor.