Como Aristóteles, somos amigos de Platón pero somos más amigos de la verdad. Y la verdad es que, aun cuando haya que defender la autonomía universitaria de la Pontificia Universidad Católica del Perú frente a las ilegales pretensiones de la Iglesia católica, hay que hacer también algunas precisiones a unas declaraciones vertidas en los últimos días en su defensa.
Una primera es la del historiador Nelson Manrique, en su artículo «La batalla por la PUCP» (La República 20/9/2011). Hace bien Manrique en contextualizar el caso dentro de una contraofensiva de los grupos más conservadores y reaccionarios del catolicismo europeo y latinoamericano. La reciente visita del Papa Ratzinger a España, por ejemplo, es parte de esa avanzada que se quiere al menos allí donde el conservadurismo religioso y moral impera. Mientras tanto, la jugada no le salió en Reino Unido, donde se ha probado que financió su viaje con fondos de ayuda a los pobres y con impuestos (no sólo de ingleses católicos). Y asimismo en Austria, donde un grupo importante de religiosos y feligreses promueven cambios radicales en las estructuras eclesiales bajo amenaza de cisma. Manrique nos brinda una perspectiva interesante: el mismo conservadurismo católico que antes estaba más alarmado por el auge de las sectas evangélicas, ahora se ha dedicado a luchar contra las tendencias liberales y modernizadoras del propio catolicismo. «Remar mar adentro», que le dicen. Como observaba Nietzsche: «Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera, se vuelven hacia dentro«. Lo que se deja extrañar es un estudio sobre cómo esa avanzada conservadora ha tomado centros educativos y programas específicos, como los de confirmación en colegios no dirigidos por ellos.
Ahora bien, lo curioso es que, siendo normalmente Manrique un historiador prolijo, haya pasado sin esa misma rigurosidad un dato innecesario y fácilmente cuestionable: «Poco después del autogolpe del 5/4/92 se creó un obispado castrense». Pero el obispado castrense en el Perú data de 1943. Esto no quiere decir, sin embargo, que el resto del artículo carezca de validez, por cuanto ayuda a colocar el avance del conservadurismo católico en el contexto nacional del régimen dictatorial de Alberto Fujimori, con el que este conservadurismo se avino bien. Tampoco se invalida la peculiar cercanía entre estos sectores y ciertas cúpulas militares (recuérdese el vídeo de Cipriani con los militares). Y sin embargo no es acá necesario pretender nexos causales específicos, como se pretendería con ese dato erróneo. Basta con observar el aire de familia para comprender la afinidad ideológica y moral que, en tanto aliado de los poderosos y codicioso de los bienes ajenos, lo deslegitima como pastor de su iglesia.
Caricatura publicada en El Otorongo (05-09-2011).
La segunda declaración corresponde al artículo «PUCP: El problema de fondo» del sociólogo Sinesio López (La República 17/9/2011). En él, López señala acertadamente que la controversia entre la PUCP y el cardenal Cipriani no es, en el fondo, un asunto religioso, ni legal, ni académico, sino un asunto ideológico. Y aquí empiezan los problemas con el artículo, porque su autor no se refiere a lo ideológico propiamente, sino a lo político: «A mi juicio, el problema de fondo es político»; y da como explicación de ese problema un asunto de carácter más bien económico (la herencia de Riva-Agüero), para recién después añadir como propósito ulterior el control ideológico de la Universidad. Ahora bien, los dos últimos son, en buena cuenta, asuntos jurídicos y académicos, pero, aunque les falte claridad a las distinciones de López, se entiende que por tratarse de aspectos más formales sean puestos de lado y así poder llegar al meollo del asunto. El problema con el «problema político» del que escribe López es que la intención y las acciones políticas son posteriores en el orden de las experiencias humanas. Hay toda una serie de creencias (conscientes o no) que están antes de toda consideración política o económica. Claro, si se sigue a Hegel y a Marx, se puede pensar que la economía política está en la base de todo, pero eso es finalmente tan insostenible como creer que en el origen está dios (cuando ya sabemos que está el mono). Más preciso, por lo tanto, es afirmar que el problema de fondo es ideológico, y no sería mala idea también explicar cuál es (o cuáles son) la(s) ideología(s) contrapuesta(s) a la de Cipriani.
Lo que le interesa a Sinesio López, en este y otros artículos, es mostrar al cardenal como el político que efectivamente es. Sin embargo, su método es pésimo, no sólo en cuanto a acusaciones que no cuentan con un debido sustento («Cipriani hizo un acuerdo bajo la mesa con el ex presidente García y con algunos dirigentes apristas con la finalidad precisa de presionar al Tribunal Constitucional»), sino, además, porque confunde respecto a la cuestión jurídica a la que se refiere («lo esgrime para sostener que los tribunales le han dado la razón. Es cierto: se la han dado sin tenerla, por presión de García y compañía»). Sobre lo primero no aporta prueba alguna de ese presunto acuerdo. Es cierto que el TC, dominado por el aprismo, se excedió en sus funciones y que la única explicación es que quisieron beneficiar claramente al cardenal, pero de allí a afirmar que hubo un acuerdo, es algo tan infundado como innecesario. Lo ideológico, nuevamente, es precedente a lo político, y no es necesario pretender falsas certezas en contra de una sentencia que es suficientemente censurable por su subjetivismo – por ir contra el ordenamiento jurídico. Y, por el otro lado, afirmar que le han dado la razón a Cipriani sin tenerla, es, por lo menos, una afirmación confusa. La sentencia del TC está debidamente fundamentada y debe tenerse como instancia nacional máxima en lo que atañe al pedido de amparo presentado en primer lugar por la PUCP. La sentencia estipula que no hay peligro real sobre la administración de los bienes de la Universidad y por lo tanto la acción de amparo es improcedente. Hasta ese punto la sentencia es legítima y debe ser acatada. El problema está en que esa sentencia también se pronuncia sobre el contenido mismo del litigio; algo que no había sido puesto a su consideración porque le compete exclusivamente al Poder Judicial resolver, y, en ese sentido, dos sentencias de este último señalan que es improcedente tomar este exceso del TC como una sentencia adelantada, que era lo que ilegalmente solicitaban los abogados del Arzobispado liderados por Amprimo.
Lo que no puede hacer López, siendo un hombre cuya formación le exige rigurosidad, es «magalizar» la opinión, por más opinión (doxa) que sea, al punto de basarse en un «runrún» (sic), y no cuidar que sus expresiones sean precisas y aclaradoras. Ser incendiario a la vez que confuso es algo que la defensa de la PUCP no necesita ante la opinión pública. Lo que sí es un acierto en su artículo es observar que no toda la tradición tomista tiene los problemas para conciliar fe y razón crítica que parecen tener los ultramontanos acólitos del cardenal y el cardenal mismo, que ha dado la directiva a sus parroquias de «desagraviarlo» públicamente a través de las homilías dominicales. Porque así como controla a su rebaño, así quiere controlar a la Universidad. Porque le parece horrorizante que una alumna cargue una pancarta que diga «soy satánica y soy de la Católica» (aun cuando la Ex Corde Ecclesiae permite expresamente distintas confesiones o la carencia de ella en todos los niveles, incluso directivos, de una universidad católica). Porque considera «penoso» que los alumnos tengan libertad para expresar públicamente sus opiniones, como ha sostenido en su programa radial. Porque si alguien le llama «rata con sotana», es su deber cristiano mirar la paja del ojo ajeno en lugar de la viga que tiene en el propio. Sí, es un acierto referirse a Tomás de Aquino, que pudo escribir contra gentiles y contra averroístas porque precisamente se lo permitía un contexto de libre discusión académica; libre de las injerencias de la Iglesia de entonces que miraba con malos ojos varios de sus argumentos (y que los condenó, para luego de un tiempo recién rehabilitarlos). No obstante, aquí comete López otro error innecesario: «Me pregunto si ha llegado ya la hora de decirle a Cipriani lo que el brillante monje Marsilio de Padua le dijo al Papa en 1324 en su famosa obra Defensor Pacis«. Pues bien, Marsilio de Padua no era ningún monje. Sí lo era su amigo Guillermo de Ockham, monje franciscano que escribió varias obras contra la tiranía papal y promovía el laicismo como un postura fielmente (ortodoxamente) cristiana. Cosa distinta es que el emperador Luis IV de Baviera, que lo tenía como asesor y protegido, nombrara a Marsilio vicario espiritual de Roma tras invadir la ciudad por la negativa del papado de aceptar la separación entre poder espirirtual (moral) y poder terrenal (político). Pero Marsilio no era un monje. Al contrario, más bien porque era un laico profesor de la facultad de Artes de la Universidad de París (la Sorbona), es que su postura conciliarista y no papista respecto al interior de la Iglesia tenía fundamentos filosóficos (aristotélicos) y no teológicos o bíblicos, como sí era el caso de Ockham.
Y unas últimas declaraciones por comentar son las del filósofo Miguel Giusti, en su artículo «PUCP: la tragedia y la farsa» (La República 04/9/2011) y en una entrevista en Canal N. En la primera, más allá de su mala estructura y de su cuestionable uso de los conceptos de tragedia y de farsa, sostiene Giusti que en «el Perú padecemos un curioso, patético y doloroso retraso de la conciencia histórica». Curiosamente, es de falta de conciencia histórica de lo que le acusa el jesuita Rafael Fernández: «sorprende una visión de la Iglesia tan pobre. Ella aparece como clerical, irracional, patológica, y finalmente, ajena a la historia». «PUCP: caricaturas y falacias» (La República 14/9/2011). El reclamo de Fernández es correcto. Por un lado, los filósofos no debemos simplificar la mirada, sino que, como en las tragedias griegas e incluso en las comedias, debemos hacer visibles las complejidades que se suele pasar por alto. Por el otro, resulta por lo menos curioso que un filósofo hegeliano no perciba el actual momento de la controversia entre la PUCP y el Arzobispado como parte de una dialéctica más amplia, dentro de un proceso histórico en el que la reacción de Cipriani sólo puede ser vista como enteramente esperable y coherente con ciertas lógicas de un pensamiento católico reaccionario que no es únicamente peruano. El Perú no es una isla de retraso, como sugiere Giusti, sino un bastión (entre otros) de la avanzada católica reaccionaria que alcanza al mismo Benedicto XVI en sus críticas a los excesos democratizadores del Concilio Vaticano II. Esa ceguera histórica le hace ver como concluido (fuera del Perú) lo que es un conflicto bastante vivo, y como repliegue lo que, más allá de hasta donde él llega a ver, es una campaña publicitaria de enormes dimensiones (ahora más que nunca los viajes papales tienen una intención restauradora). El también filósofo Luis Bacigalupo, por su parte, ha presentado muy bien el problema de la PUCP en el contexto de la oleada restauradora dentro de la Iglesia católica (véase aquí). Ahora bien, en el fondo, la declaración de Giusti es oportuna y acertada en cuanto a que el cardenal Cipriani ha empujado la situación de la PUCP directo al borde de una ruptura con la Iglesia (y en ese sentido, al haber agudizado las contradicciones, el cardenal es un buen marxista ortodoxo). Sin embargo, sería ingenuo pensar que el problema se debe exclusivamente a Cipriani o a las facciones conservadoras de la Iglesia católica peruana allegadas a él. Al contrario, el problema entre la PUCP y el Arzobispado de Lima es apenas un episodio de una serie de pugnas que seguiremos viendo al interior de la Iglesia, entre una facción renovadora y otra restauradora, y acaso también entre el Estado monárquico del Vaticano y otros Estados constitucionales de derecho, democráticos y no-confesionales, que, por mandato cristiano incluso, no pueden dejarse pisar el poncho.