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La “frivolidad” como liberación. Brigitte Bardot entre Nietzsche y De Beauvoir (sumilla)

Los próximos 19, 20 y 21 de noviembre se realizará en la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos la Primera Jornada de Estudios de Género: «Feminismo y Estudios de Género en debate», organizado por el grupo de estudios de género «Rikchary Warmi». Allí presentaré una ponencia que apunta a observar las diferencias entre una adhesión dogmática y una adhesión crítica al feminismo. Desde ya están cordialmente invitados. Copio a continuación mi sumilla:

La “frivolidad” como liberación. Brigitte Bardot entre Nietzsche y De Beauvoir

Arturo Rivas Seminario

En 1956, Brigitte Bardot protagonizó el largometraje Y Dios creó a la mujer. A partir de entonces, su nombre despertó los más acalorados debates y censuras en todas partes del mundo. Los conservadores la tenían por causante de toda inmoralidad y depravación; para los jóvenes era un modelo de libertad y vitalismo bohemio; y para la mayoría de feministas era una frívola cómplice de la objetivación de la mujer propia de la sociedad patriarcal. Sin embargo, una de las principales escritoras feministas, la filósofa Simone de Beauvoir, en su ensayo Brigitte Bardot y el sindrome de Lolita, la defendió como la figura más plena de liberación de la mujer, elevándola a la vez a ícono del existencialismo. La presente ponencia contrapone ese feminismo crítico de De Beauvoir y el feminismo dogmático que reduce las complejidades de la liberación femenina, simplifica las relaciones dialécticas entre hombre y mujer, y suprime con severo moralismo la esfera de la corporalidad. En ese sentido, el “cas Bardot” sirve incluso hoy de idónea piedra de toque para un feminismo crítico que, sin recaer en la frivolidad de la sensibilidad y el deseo ingenuos, se aproxima decididamente, por medio de la dialéctica hegeliana del reconocimiento, a un vitalismo como el de Nietzsche, que se coloca más allá de la misma eticidad. Por ese motivo se abordarán también las críticas que este filósofo hizo al incipiente feminismo de su época, así como el sentido liberador de las figuras femeninas que él apreciaba.

 

 

 

 

Actualización 14/11/2012:

Ya está confirmado el Programa. Mi mesa será el lunes 19 a las 17:00 horas, en el Auditorio Auxiliar (2do. piso) de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSM.

«La frase de Hegel «Dios ha muerto»» (sumilla) y sobre el VIII SEF

Después de muchos años, y luego de haber participado en otros simposios y congresos, vuelvo a participar este año en el Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP. He decidido hacerlo con un tema que llevo trabajando un par de años: la significación de la muerte de Dios, que es un proyecto con el que pretendo, fundamentalmente a partir de la historia de la filosofía medieval y moderna, medir el alcance filosófico de tal «noticia», analizar las posibilidades de validación de la religiosidad contemporánea más allá de los límites ilustrados, cuestionar las bases epistemológicas del agnosticismo y, sobre todo, abrirle paso a un ateísmo no positivista (en contra de la mayoría de ateos de la actualidad). Mi ponencia, programada para este viernes 21, abordará específicamente el modo como Hegel se apropia de la intuición artística (romántica) de la muerte de Dios y la desarrolla conceptualmente. Para quien pudiera estar interesado, copio a continuación la sumilla:

La primera mención filosófica de la muerte de Dios no corresponde a Nietzsche, que la hace suya en la línea de su ateísmo, sino a Hegel, para quien se trata de la comprensión filosófica de un momento histórico en el que se toma conciencia del acabamiento de la divinidad como ente supremo, como realidad suprasensible, para descubrir luego su transformación, su resurrección como una divinidad que permanece entre los hombres, realizándose en el dominio de la libertad humana; esto es, se trata de la muerte de Dios en el horizonte del saber absoluto y de la eticidad.

Para discernir el significado y alcance de esta concepción de la muerte de Dios, es preciso pues, en primer término, distinguir lo que este fenómeno epocal trae de suyo y el modo como Hegel lo incorpora en su sistema filosófico, elevando su forma representativa propia del arte al concepto. Concluiremos luego con una somera observación del alcance de esta concepción en la tradición posterior a Hegel.

Quisiera aprovechar para decir unas palabras sobre el VIII SEF. En primer lugar, que estoy gratamente sorprendido por la variedad de temas y autores que están siendo trabajados: desde la metafísica platónica hasta los debates filosóficos contemporáneos, pasando por la filosofía trascendental, la ética, la filosofía del arte, la fenomenología, la filosofía política, la filosofía de la historia y la filosofía latinoamericana. A mi juicio, especial mención merecen la ponencia de Juan Pablo Cotrina (UNMSM) sobre la fenomenología de Sartre, que en nuestro ámbito ha sido poco trabajada; la de Erich Luna (PUCP) sobre Quentin Meillassoux, uno de los más sugerentes filósofos franceses de la actualidad pero un gran desconocido en la academia peruana; la de Ethel Barja (PUCP) sobre Georges Didi-Huberman, importante esteta de nuestros días; y la ponencia de Míjail Mitrovic (PUCP) sobre el humanismo y el antihumanismo (contra lecturas excesivamente humanistas de Marx). Lamentablemente no contamos con las sumillas enviadas por los ponentes, que sería bueno que en estos eventos estuviesen colgadas en la Web.

En esta edición del SEF participan también como invitados especiales dos exégetas hegelianos: José María Ripalda y Volker Rühle. El primero disertará sobre la justicia, mientras que el segundo hará lo propio con la historicidad en Nietzsche. Ambas conferencias son el miércoles 19. Al respecto hay que señalar que se trata de dos buenos invitados, sin duda, pero es de lamentar que lo sean no por invitación exclusiva de los propios estudiantes, sino porque ya se encuentran en Lima para participar del Coloquio sobre Hegel que se celebra los días anteriores. Sería bueno que el SEF pudiese traer a sus propios invitados y que los estudiantes, que son finalmente los beneficiados, participen más activamente en este tema.

Por otro lado, se deja extrañar la interdisciplinariedad —que los filósofos tanto suelen elogiar en sus escritos, como la misma presentación del simposio— en las mesas magistrales. Mientras que en la Universidad se siga pensando que el estudiante de filosofía sólo puede dialogar y aprender de otros filósofos, que son además los mismos que escucha en clases, no se motivará a una interdisciplinariedad real. No hay siquiera presencia de filósofos de otras universidades, como para que se trate de un otro más tangible que aquél que teóricamente —dicen— debe interpelarnos. Felizmente ese no es el caso de las mesas de estudiantes.

Otro asunto relativo a una deficiencia generalizada de la profesión es la ausencia, tanto entre alumnos como entre profesores, de ponencias que reflejen trabajos de campo; es decir, filosofía lejos del sillón al lado de la chimenea, más vinculada con el mundo de la vida (el real, no el concepto) y no únicamente productora de exégesis que son necesarias pero insuficientes. El filósofo debiera estar obligado a realizar prácticas pre-profesionales y los simposios bien podrían reflejar los trabajos que realicen. Lamentablemente, el sillón y la chimenea son bastante cómodas y autocomplacientes, y es poco probable que esto cambie. A mi me hubiese gustado presentar el trabajo que estoy haciendo actualmente en la pinacoteca y el taller de arte del Hospital psiquiátrico Víctor Larco Herrera, pero, desafortunadamente, el compromiso de investigación me impide hacerlo antes de su publicación. Desde aquí, sin embargo, hago un llamado a los jóvenes filósofos para que vuelquen su formación al mundo. Véanlo si quieren como un retorno a la caverna. Véanlo como quieran, pero háganlo. Las razones del mundo y no las de la academia son las que demandan un auténtico reto para la filosofía (y no me refiero únicamente a la filosofía política o la ética).

La imagen elegida para el simposio de este año está muy bien (de hecho, mucho mejor que la incomprensible grafía del año pasado). Uno puede o no estar de acuerdo con el trasfondo ilustrado del dibujo de Goya, pero es un hecho que la filosofía debe defender siempre su prerrogativa racional o reflexiva, incluso con aquello que es prerreflexivo. Y, más allá de eso, es un buen síntoma que el mismo afiche (una imagen) dé que pensar.

El VIII Simposio de Estudiantes de Filosofía se realizará los días 19, 20 y 21 de septiembre en el Auditorio de Humanidades de la PUCP. El programa completo puede ser encontrado en la página Web del Centro de Estudios Filosóficos, la misma página en la que deben inscribirse quienes deseen asistir y no sean miembros de la comunidad PUCP.

Identidades y nacionalismos según Anderson

Benedict Anderson es uno de los más destacados teóricos de la actualidad. Su libro Comunidades imaginadas marcó un hito en el desarrollo de los estudios culturales. Este historiador por la Universidad de Cornell y profesor emérito de esa misma casa de estudios, recibió este año el Doctorado Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica del Perú y concedió una breve entrevista al semanario PuntoEdu (Año 7, Nº 220), del cual quiero extraer dos comentarios suyos; uno sobre las identidades y otro sobre los nacionalismos. Respecto a las identidades, se le pregunta y responde lo siguiente:

El sistema global dice que vivimos en un mundo globalizado, pero probablemente se están reduciendo los lugares en los que podemos mostrar nuestras identidades. ¿Cómo lo ve?

La gente tiene una idea equivocada de lo que es la identidad. Se habla de ella como si estuviera adentro tuyo, pero no lo está. La identidad es la respuesta que das cuando alguien te pregunta quién eres. Entonces, miras quién pregunta, por qué lo hace, dónde y cuándo. Es una respuesta estratégica a una pregunta, por eso puedes tener varias identidades.

Y respecto a los nacionalismos, agrega:

En un mundo globalizado, el nacionalismo es visto como algo del pasado. ahora todo el mundo está unificado. el mandato es abrir tus fronteras y dejar que el capitalismo haga su trabajo.

Mi idea sobre el nacionalismo es que se trata del futuro más que del pasado. El nacionalismo tiene que ver con adónde vamos; es tener un futuro común. La idea del nacionalismo es siempre, de alguna manera, emancipadora. Se trata de una idea de identidad, de lo que implica ser el miembro de una nación, y algunas cosas serán negadas y otras permitidas. El capitalismo, por ejemplo, ha estado en el mundo por cerca de 400 años y no hizo nada por el estatus de las mujeres; el nacionalismo sí. ¿Por qué? Porque ellas eran americanas y era intolerable que sean tratadas así. Al final obtienen lo que quieren no porque sean mujeres, sino porque son parte de la nación (lo mismo que los negros y los gays). El nacionalismo es más confiable que los derechos humanos, que pueden ser explotados por extranjeros: “Venimos a defender los derechos humanos en tu país”, e invaden. Pero si cambian los derechos de los miembros de una nación, los cambios son más durables porque no son una intervención externa. Las cosas no pueden ser reversibles, es imposible.

¿Necesitamos un enemigo común para construir comunidad?

No puedes hacer política sin enemigos. La política se basa en el conflicto. No todo nacionalismo necesita enemigos, pero sí cada acto político.

La observación de Anderson sobre la identidad desmitifica su carácter interior ampliamente extendido. Una cosa es la constitución de una conciencia unitaria que llamamos «yo» a partir de la memoria y la regularidad, y otra muy distinta es que tengamos dentro de nosotros esa suerte de esencia originaria que sería nuestra «alma». Lo que llamamos así es, en contra de lo que le conviene sostener a las religiones, sólo una síntesis realizada por nuestra imaginación y que no tiene ninguna verificación real. Pero lo que aquí interesa es que también las ficciones imaginativas tienen efectos reales en las sociedades y en sus políticas. No es extraño encontrar en múltiples discursos identitarios en ámbitos rurales peruanos, por ejemplo, ese platonismo, mientras que, en la práctica, y al mismo tiempo, sucede que las identidades cambian con total ductilidad en razón de las circunstancias. Por eso Anderson, que es historiador pero también antropólogo, sostiene que la identidad es básicamente el modo como se responde ante un otro que te cuestiona. Hay allí un «aire de familia» posible entre la dialéctica social hegeliana (su lado más aristotélico), la dialéctica social de Marx (que decapita los rezagos «místicos» de Hegel), la crítica de la subjetividad cartesiana (y de la moral) emprendida por Nietzsche, y una comprensión pragmática como la de Wittgenstein al modo de los juegos del lenguaje. Aunque la gente necesite creer en su identidad como un alma eterna, el analista y el investigador social ganan mucho al comprender la identidad en ese otro sentido, y cabe preguntarse incluso si el desarrollo de las ciencias sociales no ha sido posible precisamente en la medida en que se ha dado ese giro.

En torno a los nacionalismos, parece igualmente acertada la convicción de que estos son cosa del futuro más que del pasado. No hay en el panorama nada que haga pensar en su desaparición y quizá así sea mejor, porque, como señalaba Kant (Cf. Hacia la paz perpetua), no habría nada más tiránico e imposible de controlar que un Estado mundial, siendo la idea de Estados confederados la más conducente hacia una paz duradera. Es que los críticos de los nacionalismos han mirado con cierta ingenuidad los procesos globales, como si estos se dieran por una mano invisible universal, y han desatendido, como señala Anderson, el rol de los nacionalismos. En ese sentido, es cierto que varios derechos políticos y sociales han sido obtenidos en procesos de autoafirmación nacional, y no, por ejemplo, como resultado de la expansión del capitalismo. Sin embargo, creo que Anderson pasa muy rápidamente al otro lado. Ninguna idea es enteramente emancipadora y los nacionalismos han sido con frecuencia no sólo ajenos sino contrarios a las libertades individuales, además de castigar el disenso y encerrarse en posiciones dogmáticas. No en vano se han desarrollado tribunales internacionales que puedan proteger esas libertades cuando ya no encuentran protección alguna en las jurisdicciones nacionales. Del mismo modo, muchos procesos emancipadores nacionales han sido influidos por procesos internacionales; de modo que hay que afinar aún más los alcances y peligros de los nacionalismos, sin buscar suprimirlos ni tampoco exaltando sus logros de manera unívoca. El mismo ejemplo de los derechos de las mujeres así lo demuestra: ¿en qué medida se les concedió por ser americanas o más bien por una idea de igualdad universal?

Se trata pues, según creo, de una confrontación constante, y a la que deberíamos ya estar acostumbrados, entre lo individual, lo nacional (el ethos), lo estatal (que no es lo mismo porque casi todo Estado es plurinacional y estas naciones o subnaciones están cobrando fuerza), lo supranacional (bloques) y lo global. En la actualidad, no hay país donde todos esos frentes no confluyan en la vida política de la nación. Por lo mismo, la oposición entre derechos humanos (universales) y derechos nacionales no es algo que pueda ser simplificado en la oposición de nacionalismo y globalización. En todo caso, en lo que tiene razón Anderson es en que los procesos internos de una nación deben ser políticamente respetados porque, al ser procesos del ethos, son consensuados y por ende más estables. Eso no invalida las intervenciones que se dan en un marco jurídico internacional. Ahora bien, que las libertades ganadas en el ethos no puedan ser reversibles, es algo que requiere aclaración. Es cierto que una vez que se abre paso una demanda al interior de una nación lo más probable es que ella ya no decline, en tanto demanda de individuos que conforman esa nación, pero las medidas políticas desde luego que pueden ser reversibles. Hay Estados que han pasado de un régimen liberal a uno totalmente autocrático e incluso con apoyo mayoritario de la población. Las coyunturas y las situaciones de fondo han de ser tenidas  allí más en cuenta. Y en esos casos es donde adquiere importancia la influencia internacional, tanto política como jurídica.

Por último, es interesante la observación de que cada acto político necesita enemigos, aunque no toda nación. Como se sabe, el tema de la amistad y de la enemistad fue colocado con fuerza en la teoría política por Carl Schmitt, lo que fue rechazado casi de inmediato por cierta vertiente liberal. El gran problema con Schmitt es que estaba convencido de que las estructuras y las identidades políticas son círculos cerrados, cuando en realidad no lo son, y no sólo desde la modernidad sino desde siempre. En ese sentido, el primer enemigo debe ser encontrado al interior y no al exterior, incluso dentro de un mismo individuo. Por otro lado, como decía Heidegger, una cosa es tener adversarios y otra muy distinta tener meros enemigos. ¿Cuál es la diferencia? Que en la mera enemistad la identidad, que supone siempre una diferencia, se enfoca en la desaparición del otro; mientras que, entre adversarios, la enemistad misma es vista como necesaria, y por tanto el mejor bien que uno puede hacerse está en hacer más fuerte al adversario, no en eliminarlo. Esto lo comprendió tempranamente la tradición liberal al alentar la libre competencia y sólo un reciente pacifismo exacerbado no llega a comprender cómo el conflicto es necesario. En efecto, el conflicto es necesario, pero hay dos modos distintos de entenderlo y eso es algo que conviene recordar para no caer en los torpes antagonismos chauvinistas en los que con frecuencia han caído y caen los nacionalismos. En el Perú, basta escuchar a alguien como Antauro Humala para comprender a lo que me refiero.

Algunas precisiones a algunos defensores de la PUCP

Como Aristóteles, somos amigos de Platón pero somos más amigos de la verdad. Y la verdad es que, aun cuando haya que defender la autonomía universitaria de la Pontificia Universidad Católica del Perú frente a las ilegales pretensiones de la Iglesia católica, hay que hacer también algunas precisiones a unas declaraciones vertidas en los últimos días en su defensa.

Una primera es la del historiador Nelson Manrique, en su artículo «La batalla por la PUCP» (La República 20/9/2011). Hace bien Manrique en contextualizar el caso dentro de una contraofensiva de los grupos más conservadores y reaccionarios del catolicismo europeo y latinoamericano. La reciente visita del Papa Ratzinger a España, por ejemplo, es parte de esa avanzada que se quiere al menos allí donde el conservadurismo religioso y moral impera. Mientras tanto, la jugada no le salió en Reino Unido, donde se ha probado que financió su viaje con fondos de ayuda a los pobres y con impuestos (no sólo de ingleses católicos). Y asimismo en Austria, donde un grupo importante de religiosos y feligreses promueven cambios radicales en las estructuras eclesiales bajo amenaza de cisma. Manrique nos brinda una perspectiva interesante: el mismo conservadurismo católico que antes estaba más alarmado por el auge de las sectas evangélicas, ahora se ha dedicado a luchar contra las tendencias liberales y modernizadoras del propio catolicismo. «Remar mar adentro», que le dicen. Como observaba Nietzsche: «Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera, se vuelven hacia dentro«. Lo que se deja extrañar es un estudio sobre cómo esa avanzada conservadora ha tomado centros educativos y programas específicos, como los de confirmación en colegios no dirigidos por ellos.

Ahora bien, lo curioso es que, siendo normalmente Manrique un historiador prolijo, haya pasado sin esa misma rigurosidad un dato innecesario y fácilmente cuestionable: «Poco después del autogolpe del 5/4/92 se creó un obispado castrense». Pero el obispado castrense en el Perú data de 1943. Esto no quiere decir, sin embargo, que el resto del artículo carezca de validez, por cuanto ayuda a colocar el avance del conservadurismo católico en el contexto nacional del régimen dictatorial de Alberto Fujimori, con el que este conservadurismo se avino bien. Tampoco se invalida la peculiar cercanía entre estos sectores y ciertas cúpulas militares (recuérdese el vídeo de Cipriani con los militares). Y sin embargo no es acá necesario pretender nexos causales específicos, como se pretendería con ese dato erróneo. Basta con observar el aire de familia para comprender la afinidad ideológica y moral que, en tanto aliado de los poderosos y codicioso de los bienes ajenos, lo deslegitima como pastor de su iglesia.

Caricatura publicada en El Otorongo (05-09-2011).

La segunda declaración corresponde al artículo «PUCP: El problema de fondo» del sociólogo Sinesio López (La República 17/9/2011). En él, López señala acertadamente que la controversia entre la PUCP y el cardenal Cipriani no es, en el fondo, un asunto religioso, ni legal, ni académico, sino un asunto ideológico. Y aquí empiezan los problemas con el artículo, porque su autor no se refiere a lo ideológico propiamente, sino a lo político: «A mi juicio, el problema de fondo es político»; y da como explicación de ese problema un asunto de carácter más bien económico (la herencia de Riva-Agüero), para recién después añadir como propósito ulterior el control ideológico de la Universidad. Ahora bien, los dos últimos son, en buena cuenta, asuntos jurídicos y académicos, pero, aunque les falte claridad a las distinciones de López, se entiende que por tratarse de aspectos más formales sean puestos de lado y así poder llegar al meollo del asunto. El problema con el «problema político» del que escribe López es que la intención y las acciones políticas son posteriores en el orden de las experiencias humanas. Hay toda una serie de creencias (conscientes o no) que están antes de toda consideración política o económica. Claro, si se sigue a Hegel y a Marx, se puede pensar que la economía política está en la base de todo, pero eso es finalmente tan insostenible como creer que en el origen está dios (cuando ya sabemos que está el mono). Más preciso, por lo tanto, es afirmar que el problema de fondo es ideológico, y no sería mala idea también explicar cuál es (o cuáles son) la(s) ideología(s) contrapuesta(s) a la de Cipriani.

Lo que le interesa a Sinesio López, en este y otros artículos, es mostrar al cardenal como el político que efectivamente es. Sin embargo, su método es pésimo, no sólo en cuanto a acusaciones que no cuentan con un debido sustento («Cipriani hizo un acuerdo bajo la mesa con el ex presidente García y con algunos dirigentes apristas con la finalidad precisa de presionar al Tribunal Constitucional»), sino, además, porque confunde respecto a la cuestión jurídica a la que se refiere («lo esgrime para sostener que los tribunales le han dado la razón. Es cierto: se la han dado sin tenerla, por presión de García y compañía»). Sobre lo primero no aporta prueba alguna de ese presunto acuerdo. Es cierto que el TC, dominado por el aprismo, se excedió en sus funciones y que la única explicación es que quisieron beneficiar claramente al cardenal, pero de allí a afirmar que hubo un acuerdo, es algo tan infundado como innecesario. Lo ideológico, nuevamente, es precedente a lo político, y no es necesario pretender falsas certezas en contra de una sentencia que es suficientemente censurable por su subjetivismo – por ir contra el ordenamiento jurídico. Y, por el otro lado, afirmar que le han dado la razón a Cipriani sin tenerla, es, por lo menos, una afirmación confusa. La sentencia del TC está debidamente fundamentada y debe tenerse como instancia nacional máxima en lo que atañe al pedido de amparo presentado en primer lugar por la PUCP. La sentencia estipula que no hay peligro real sobre la administración de los bienes de la Universidad y por lo tanto la acción de amparo es improcedente. Hasta ese punto la sentencia es legítima y debe ser acatada. El problema está en que esa sentencia también se pronuncia sobre el contenido mismo del litigio; algo que no había sido puesto a su consideración porque le compete exclusivamente al Poder Judicial resolver, y, en ese sentido, dos sentencias de este último señalan que es improcedente tomar este exceso del TC como una sentencia adelantada, que era lo que ilegalmente solicitaban los abogados del Arzobispado liderados por Amprimo.

Lo que no puede hacer López, siendo un hombre cuya formación le exige rigurosidad, es «magalizar» la opinión, por más opinión (doxa) que sea, al punto de basarse en un «runrún» (sic), y no cuidar que sus expresiones sean precisas y aclaradoras. Ser incendiario a la vez que confuso es algo que la defensa de la PUCP no necesita ante la opinión pública. Lo que sí es un acierto en su artículo es observar que no toda la tradición tomista tiene los problemas para conciliar fe y razón crítica que parecen tener los ultramontanos acólitos del cardenal y el cardenal mismo, que ha dado la directiva a sus parroquias de «desagraviarlo» públicamente a través de las homilías dominicales. Porque así como controla a su rebaño, así quiere controlar a la Universidad. Porque le parece horrorizante que una alumna cargue una pancarta que diga «soy satánica y soy de la Católica» (aun cuando la Ex Corde Ecclesiae permite expresamente distintas confesiones o la carencia de ella en todos los niveles, incluso directivos, de una universidad católica). Porque considera «penoso» que los alumnos tengan libertad para expresar públicamente sus opiniones, como ha sostenido en su programa radial. Porque si alguien le llama «rata con sotana», es su deber cristiano mirar la paja del ojo ajeno en lugar de la viga que tiene en el propio. Sí, es un acierto referirse a Tomás de Aquino, que pudo escribir contra gentiles y contra averroístas porque precisamente se lo permitía un contexto de libre discusión académica; libre de las injerencias de la Iglesia de entonces que miraba con malos ojos varios de sus argumentos (y que los condenó, para luego de un tiempo recién rehabilitarlos). No obstante, aquí comete López otro error innecesario: «Me pregunto si ha llegado ya la hora de decirle a Cipriani lo que el brillante monje Marsilio de Padua le dijo al Papa en 1324 en su famosa obra Defensor Pacis«. Pues bien, Marsilio de Padua no era ningún monje. Sí lo era su amigo Guillermo de Ockham, monje franciscano que escribió varias obras contra la tiranía papal y promovía el laicismo como un postura fielmente (ortodoxamente) cristiana. Cosa distinta es que el emperador Luis IV de Baviera, que lo tenía como asesor y protegido, nombrara a Marsilio vicario espiritual de Roma tras invadir la ciudad por la negativa del papado de aceptar la separación entre poder espirirtual (moral) y poder terrenal (político). Pero Marsilio no era un monje. Al contrario, más bien porque era un laico profesor de la facultad de Artes de la Universidad de París (la Sorbona), es que su postura conciliarista y no papista respecto al interior de la Iglesia tenía fundamentos filosóficos (aristotélicos) y no teológicos o bíblicos, como sí era el caso de Ockham.

Y unas últimas declaraciones por comentar son las del filósofo Miguel Giusti, en su artículo «PUCP: la tragedia y la farsa» (La República 04/9/2011) y en una entrevista en Canal N. En la primera, más allá de su mala estructura y de su cuestionable uso de los conceptos de tragedia y de farsa, sostiene Giusti que en «el Perú padecemos un curioso, patético y doloroso retraso de la conciencia histórica». Curiosamente, es de falta de conciencia histórica de lo que le acusa el jesuita Rafael Fernández: «sorprende una visión de la Iglesia tan pobre. Ella aparece como clerical, irracional, patológica, y finalmente, ajena a la historia». «PUCP: caricaturas y falacias» (La República 14/9/2011). El reclamo de Fernández es correcto. Por un lado, los filósofos no debemos simplificar la mirada, sino que, como en las tragedias griegas e incluso en las comedias, debemos hacer visibles las complejidades que se suele pasar por alto. Por el otro, resulta por lo menos curioso que un filósofo hegeliano no perciba el actual momento de la controversia entre la PUCP y el Arzobispado como parte de una dialéctica más amplia, dentro de un proceso histórico en el que la reacción de Cipriani sólo puede ser vista como enteramente esperable y coherente con ciertas lógicas de un pensamiento católico reaccionario que no es únicamente peruano. El Perú no es una isla de retraso, como sugiere Giusti, sino un bastión (entre otros) de la avanzada católica reaccionaria que alcanza al mismo Benedicto XVI en sus críticas a los excesos democratizadores del Concilio Vaticano II. Esa ceguera histórica le hace ver como concluido (fuera del Perú) lo que es un conflicto bastante vivo, y como repliegue lo que, más allá de hasta donde él llega a ver, es una campaña publicitaria de enormes dimensiones (ahora más que nunca los viajes papales tienen una intención restauradora). El también filósofo Luis Bacigalupo, por su parte, ha presentado muy bien el problema de la PUCP en el contexto de la oleada restauradora dentro de la Iglesia católica (véase aquí). Ahora bien, en el fondo, la declaración de Giusti es oportuna y acertada en cuanto a que el cardenal Cipriani ha empujado la situación de la PUCP directo al borde de una ruptura con la Iglesia (y en ese sentido, al haber agudizado las contradicciones, el cardenal es un buen marxista ortodoxo). Sin embargo, sería ingenuo pensar que el problema se debe exclusivamente a Cipriani o a las facciones conservadoras de la Iglesia católica peruana allegadas a él. Al contrario, el problema entre la PUCP y el Arzobispado de Lima es apenas un episodio de una serie de pugnas que seguiremos viendo al interior de la Iglesia, entre una facción renovadora y otra restauradora, y acaso también entre el Estado monárquico del Vaticano y otros Estados constitucionales de derecho, democráticos y no-confesionales, que, por mandato cristiano incluso, no pueden dejarse pisar el poncho.

El miedo y el asco

Se dice que en las próximas elecciones presidenciales —como en las últimas municipales de Lima— la esperanza debe vencer al miedo. En realidad, no es esa la oposición emocional de la actual coyuntura.

No lo es en primer lugar porque no es una oposición equivalente. El miedo es una emoción muy básica y sensible, mientras que la esperanza es un sentimiento más complejo y racional (se tiene esperanza en algo previamente establecido). Por lo mismo, normalmente el miedo moviliza más que la esperanza. Desde luego que se puede apelar siempre a lo más racional, pero las emociones que son tan elementales e inmediatas suelen ser más fuertes que las otras.

Y no lo es en segundo lugar por los candidatos. El candidato Humala no se ha caracterizado por ofrecer la claridad que es necesaria para que se desenvuelva la esperanza. Es cierto que parte de la confusión y el miedo que le rodean han sido generados y son intencionadamente mantenidos por la mayoría de periodistas, pero él mismo no está enviando las señales claras que se requeriría para confiar alegremente en él. Y la candidata Fujimori, por su parte, sí inspira una emoción elemental, tanto por ella misma como por sus acompañantes (todos antiguos colaboradores de la dictadura de su padre), que haría innecesario apelar a la esperanza; esa emoción es el asco.

Esta es la contraposición que está actualmente en juego: el miedo por un lado, el asco por el otro. Ambos están presentes en la percepción de ambos candidatos, ciertamente; pero, tal como se han planteado los términos de la campaña, el candidato Humala capitaliza los miedos mientras que la candidata Fujimori capitaliza los ascos. Puede decirse también que la política no debiera dejarse conducir por este tipo de emociones, que son muy rudimentarias, pero una aproximación a la misma que sea realista no puede eludirlas porque ni la moral ni la política con base más racional están libres de ser radicalmente afectadas por ellas.

Lo que en los últimos años se viene estudiando como biopolítica suele atender estos aspectos, pero su aproximación es de todos modos limitada en la medida que se circunscribe a la política misma. La política, en general, busca consolidar lo que dentro de un sistema de creencias se juzga como correcto, lo que puede ser institucionalizado, lo que puede controlarse de un modo u otro, y con ello involuntariamente oculta los impulsos que le dan origen y fuerza pero que están fuera de su dominio. La antipolítica es esa fuerza que actúa en contrario, que desinstitucionaliza, que hace perder el control, que conduce a la insociabilidad, y en esa medida escapa siempre a las teorías políticas que sólo podrían valorarla negativamente y querer desaparecerla. Una filosofía de corte escéptico es, según creo, la herramienta idónea para aproximarse a lo antipolítico porque asume la necesidad de este pólemos fundamental. En la biopolítica se trata siempre de domesticar lo antipolítico, haciéndolo entrar en una determinada teoría que, además, por poner demasiado énfasis en las necesidades vitales (lo que para los griegos era el oikos), descuida la institucionalidad política (la polis). Para una filosofía escéptica, en cambio, es necesario mantener la dualidad y, por tanto, limitar las pretensiones de toda teoría política teniendo en cuenta aquello que tiende hacia la insociabilidad tanto como lo que tiende hacia la sociabilidad.

¿Qué sucede, entonces, con el miedo y el asco? Este último es una sensación de desagrado por algo que choca contra la individualidad y que se quiere por ende separar, alejar de uno. El problema, en términos de inmediatez, es que, en este caso, el asco viene acompañado de una serie de connotaciones morales que no son ya tan inmediatas: uno siente asco por toda la delincuencia y corrupción que rodea a la candidata Fujimori y que la incluye a ella misma por el uso de dinero público en asuntos personales. El asco es aquí un sentimiento moral, un impulso que atrae hacia la inmediatez a algo que de por sí no es inmediato, ya que la moral requiere de mediatez reflexiva.

El miedo, por su parte, no es tampoco meramente inmediato, sino que supone siempre creencias, preconceptos y hasta prejuicios que resultan de la mediación de la razón. En el caso del candidato Humala, los miedos provienen en su mayoría no de una eventual afectación al orden constitucional —seamos honestos—, sino de una afectación a los propios bolsillos. De allí también la fuerza del mismo: el oikos antes que la polis, o, como ha sido planteado en la campaña, la libertad económica percibida como más importante que la libertad política. No entro aquí a este tema en particular, pero sí es importante señalar que la solución griega consistía en la búsqueda de un equilibrio.

El punto con el miedo es la facilidad con la que éste puede desprenderse de todo contenido y mantenerse por sí mismo, distorsionando incluso la realidad con ayuda de la imaginación. La paranoia es una clara muestra de ello. El miedo se vuelve fácilmente una emoción abstracta, que no requiere necesariamente de un objeto, real o imaginado, sino que puede nutrirse de sí mismo. En ese sentido, como diría Hegel, lo más abstracto se vuelve muy concreto, y mueve con mucha fuerza a quien es afectado por él, sin requerir de razones. Por ello es perfectamente posible que sienta miedo de perder su dinero, si le da su voto al candidato Humala, alguien que en realidad no tiene ni trabajo, ni ahorros, ni herencia, ni propiedades. Es el miedo al miedo mismo. No hay nada que cause más miedo que el mismo sentimiento de miedo, porque el que lo padece tiene la sensación de estar radicalmente desprotegido y buscará agenciarse de cualquier cobijo; en muchos casos, sin importarle el precio o lo que sacrifique. Y es que cuesta trabajo (intelectual) darse cuenta que no hay que escapar del miedo sino abrazarlo, aprender a convivir con él pues en cualquier momento podríamos perderlo todo por la causa más insospechada.

¿Qué podrá más: el miedo o el asco? Eso depende de cada quien. Hay quienes pueden tragarse su asco y no controlar sus miedos. A mí me da asco la mafia organizada y con poder político, así como me daría vergüenza premiarla con mi voto. No hay modo de que pueda obviar eso y votar, como dicen algunos, tapándome la nariz. Hacerlo sería aceptar en mi vida una inconsecuencia que no puedo permitirme ni así estuviese en peligro mi propia vida. Por eso mismo no pienso darle el más mínimo resquicio de posibilidad a esa mafia: tampoco viciaré mi voto. No sé usted, pero yo siento más asco que miedo en la coyuntura actual. Y mi esperanza está, en todo caso, en no ser el único.