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Lo que leemos los peruanos según El Comercio y algunos problemas del periodismo nacional

Sarah Charlesworth, «Modern History, April 21, 1978» (1978).

Leer una nota periodística del diario El Comercio se vuelve cada vez más un empeño inútil por encontrar algo valioso, si no interpretativamente, al menos informativamente. Cuando esto sucede, la razón es fundamentalmente una: los editores de sección y editores generales no están exigiendo un mínimo de rigor a sus periodistas en la elaboración de sus notas y terminan prefiriendo una publicación mediocre, acaso por falta de posibles contenidos. Eso no puede pasar en un diario que se respete y busque honrar su trayectoria, como lo pretende «el decano de la prensa nacional». Desde luego que hay también causas estructurales por las que el periodismo de nuestros días se ha vuelto en términos generales más banal. Y no es, como pensaba Borges y su erudición milenaria, porque éste se limite a hechos coyunturales que no tienen importancia alguna, que es algo que sólo puede afirmar alguien con ceguera para la política y la vida cotidiana. Ésta última es más relevante de lo que la vieja academia pensaba; de hecho, ya es algo viejo el giro académico hacia la cotidianidad en la historia, las ciencias sociales e incluso la filosofía. Si de causas estructurales se trata, puede uno referirse sobre todo a cómo se ha ido moldeando, con ayuda considerable de los propios medios, un hábito atencional en el receptor que lo hace pasar de una información a otra sin detenimiento, saturándose con noticias y opiniones a las que no da jerarquía y con las que no se permite una reflexión que se haga sólida a fuerza de autocrítica. Eso requiere lentitud y el sistema informativo no tiene tiempo. Se nos quiere hacer creer, entonces, que eso lo puede hacer cada uno en su casa, que para eso está la esfera privada. Lo dice sin reparos, por ejemplo, Chema Salcedo en RPP. Cada quién evaluará por su cuenta la noticia, como si evaluar no fuese un proceso que en lo fundamental se da intersubjetivamente, y más aún si se trata de evaluar asuntos públicos como los de la política. En la prensa escrita, esta falta de tiempo se refleja en la escasez de periodismo de investigación (recuérdese que El Comercio ha desactivado recientemente su unidad de investigación), en la repetición de información presentada por otros medios (sin contrastación de fuentes a menos que los intereses del periódico estén implicados) y en la producción de notas mediocres, como la que ha dado pie a este comentario y sobre la que volveremos.

Antes quiero observar que hay, ciertamente, niveles distintos de reflexión. A la que me he referido antes es sólo aquella que se propone reducir sus falencias argumentativas mediante una revisión exhaustiva, previendo todo posible contraargumento (lo que individualmente requiere una habilidad imaginativa importante y, aun así, necesita el diálogo con otros que le aporten perspectivas distintas). Pero esa no es la única reflexión, ni tampoco es la más común. La forma de reflexión más común es la de la opinión, que es más intuitiva, más rápida y más simple. La opinión, especialmente en una sociedad que tiene un individualismo exacerbado como la peruana, tiende a prescindir de los otros en la medida en que reemplaza la finalidad del conocimiento objetivo por la de la complacencia subjetiva (en esto se equipara al gusto), y, por lo mismo, hace que el sujeto se satisfaga fácilmente sin necesidad de poner en cuestión las creencias que asume como verdaderas: «esa es mi opinión y toda opinión se respeta».

«L’Opinió» (1932), fotomontaje anónimo catalán.

La opinión es fundamentalmente la expresión de creencias y éstas tienen como carácter propio la asunción. Si no asumiésemos, por ejemplo, que el mundo es real (algo que la filosofía también está dispuesta a cuestionar), la vida cotidiana nos sería imposible; pero ¿es igual de ineludible asumir que toda sociedad debe «progresar», que ese «progreso» debe ser entendido económicamente y que esos criterios económicos tienen que ser los del capitalismo, que coloca en su núcleo el control privado de la riqueza y la comercialización como única dinámica posible de intercambio? Aunque sea útil, no es necesario recurrir a la reflexión teórica para cuestionar lo que fácilmente asumimos como verdadero. Basta con dejarse interpelar por el otro dentro de la misma esfera práctica –ese es el sentido de la sociedad civil como espacio deliberativo–, pero ello supone de todos modos hacer explícitos los presupuestos de las opiniones y someterlos a crítica. Sin embargo, si en ese espacio los medios de comunicación se limitan a presentar opiniones como si fuesen la verdad de cada quien, sin develar ni cuestionar sus presupuestos (algo que el periodista podría aportar), en el fondo no se tiene más que perspectivas individuales vinculadas superficialmente entre sí y que van desapareciendo con la misma facilidad con que aparecieron, dirigiendo a lo más los ánimos en contra de fantoches que no son los que controlan el sistema. ¿Con cuánta frecuencia, por ejemplo, ciertos periodistas dirigen los ánimos en contra de la clase política y con cuánta frecuencia lo hacen en contra de la clase empresarial? Mónica Delta, que es especialista en hacer glosas morales a las noticias, a menudo moraliza contra los políticos (en general, claro, o con algún político débil como Alejandro Toledo o algún presidente regional, porque con Alan García nunca lo haría). ¿Y no siguen pretendiendo los medios que los empresarios nada tienen que ver con el manejo de la política, aun cuando una historia de los comunicados de la CONFIEP y de sus reuniones en Palacio de Gobierno bastaría para desbaratar eso?

Max Weber, «The Sunday Tribune» (1913).

En medio de la lógica que privatiza y atomiza lo público, que es la que está detrás de esto, la única reflexión permitida es la de la opinión. Darle cabida a la opinión le sirve además al medio para legitimarse. Frente a un ideal culto, con opiniones de «especialistas». Y frente a un ideal democrático, con la opinión de cualquier entusiasta sin vergüenza; lo que es peor desde todo punto de vista pues, además de rebajar la argumentación (¿alguien en su sano juicio podría provechosamente discutir con los que llaman a las radios o los que comentan las noticias en las páginas de Internet?), encima da una apariencia de democracia que no es sino la más descarada aceptación de las reglas de juego del sistema. Esas opiniones no constituyen en modo alguno lo que se pretende con el pomposo nombre de «opinión pública» o con frases del tipo «tu opinión importa». Son expresiones tan inofensivas como dogmáticas, acríticas. La comedia es siempre más honesta y en este caso no es la excepción: «tu opinión me llega» es la frase paródica de un cómico que se aproxima más a la realidad.

John Heartfield, «Wer Bürgerblätter liest wird blind und taub. Weg mit den verdummungsbandagen!» («Quien lee periódicos burgueses queda ciego y sordo. ¡Fuera las vendas embrutecedoras!», 1930). Vorwärts era el diario oficial del Partido Social Demócrata.

Me he alejado del tema inicial y que daba título a esta nota, pero ello sólo para mostrar cómo un asunto que incluso dentro de la coyuntura es menor puede dar pie a considerar cuestiones importantes que, más allá de toda discusión teórica, debieran llevar a buscar alternativas prácticas. Ahora bien, nuestro problema es que, antes que pedirle a los periodistas capacidad crítica con los que detentan el poder, hay que empezar por pedirles que hagan bien su trabajo: así de mal estamos. De nada le sirve al diario El Comercio ostentar antigüedad si hay que demandarle un mínimo de responsabilidad y rigor en su oficio. En la noticia sobre los libros que más leemos los peruanos, decía al inicio, no sólo no hay una interpretación sugerente, sino que tampoco hay información completa, fiable, equilibrada… Nada. Lo que allí llaman el Perú se limita al registro de ventas de las librerías Crisol. La única fuente que consultan para indicar que lo que más leemos los peruanos son «trilogías, cómics y novelas clásicas» es Jaime Carbajal, el gerente general de estas librerías. Quizás pueda verse mejor la situación si identificamos tres niveles de falta de rigor informativo:

Semen Fridliand, «Die käufliche Presse» («La prensa venal» 1929)

Hay cierta información que, a pesar de ser externa a la noticia misma, podría afectar su objetividad. Se trata de los cuestionamientos que ha tenido Crisol por su asombroso crecimiento: en sólo un año, durante el gobierno aprista y luego de haber sido comprada por el ministro Chang (cuyo manejo del dinero de la Universidad de San Martín de Porres es poco claro) de capitales españoles que (con los mismos productos que ahora) tenían las cuentas en rojo, los locales de Crisol aumentaron de 2 (Jockey Plaza y Óvalo Gutiérrez) a 12. Un éxito nunca visto con ninguna otra librería en el país. Si los modestos números de venta que da el gerente en esta noticia son correctos (150 libros por mes y, aunque la nota no lo dice, se entiende que por local) y si ello supone un crecimiento significativo en relación con años anteriores, esto mismo no hace sino añadir más dudas sobre la procedencia de todo el dinero invertido en Crisol. Quizás habría que mencionar que Carbajal era un trabajador (algunos dicen que guardaespaldas) del también ministro aprista Hernán Garrido-Lecca (implicado en el caso de los «Petroaudios» y otros como el del Banco Azteca). Aun cuando no fuese relevante mencionar todo esto en la nota a la que nos estamos refiriendo, ya que se trata de un tema distinto, esta información sí debiera llevar a que el periodista por lo menos dude acerca de la fiabilidad de los números proporcionados por la tan exitosa cadena de librerías.

Hay otra información que sí es directamente relevante para la objetividad de la noticia pero que está ausente en la misma. En primer lugar, como es evidente, la información de ventas de otras librerías. Si la periodista no tenía tiempo o interés en buscar otras fuentes para ofrecer un mínimo contraste, podría haber logrado una fácil objetividad cambiando de título: «¿Qué tipo de libros leen más los clientes de Crisol?», hubiese sido uno preciso. Por otro lado, la nota está también asumiendo que todas las librerías tienen la misma oferta de libros, con lo que Crisol –dado su éxito descomunal– sería una librería representativa. Cualquiera que haya ido a Crisol y que normalmente busque más que «trilogías, cómics y novelas clásicas», se da cuenta que la variedad y amplitud de libros allí no es, ni de lejos, completa. Las librerías que suelen considerarse especializadas, en Lima al menos, son mucho más completas porque también se encuentra en ellas «trilogías, cómics y novelas clásicas», así como libros de autoayuda, sin que eso implique que otros libros, como por ejemplo los de humanidades, sean pocos y básicamente los que les dan en consignación otras librerías, como es el caso de Crisol. Librerías mucho más completas, pues, son El Virrey, Sur y, con un catálogo muy bien seleccionado para lectores diversos, Communitas; ninguna de las cuales está en un centro comercial, que es un requisito de éxito según la nota. Estos puntos son los más saltantes, pero hay otra información ausente como las diferencias entre las distintas ciudades, ya que se habla de los peruanos en general y no sólo de los limeños (mala costumbre limeña).

Por último, tampoco permite objetividad en la información la mala redacción. Más allá de erratas, que también las tiene. El titular, como se ha dicho, no es correcto e incluso no parece ser la información principal de la nota, que habla más del negocio libresco y editorial que de las preferencias de los lectores. En el subtítulo se dice que los peruanos gastan en promedio S/. 50, pero no se señala allí con qué frecuencia; eso se hace después, donde se dice que en cada visita, pero no se pregunta cuántas de estas visitas hace el cliente al mes o al año. Algo similar ocurre con los 150 libros que vende al mes Crisol: ¿en toda la cadena?, ¿en cada local? Y de las tres obras mencionadas como los títulos más vendidos, sólo de la de Vargas Llosa no se dice con cuántos ejemplares. En fin… Creo que es suficiente.

Emory Douglas, «All Power to the People» («Todo el poder para el pueblo», 1969).

No mentirás, arzobispo

La Iglesia católica ha adoptado como propio el mandamiento del Éxodo: «No darás falso testimonio contra tu prójimo» (Ex 20, 16). La fórmula catequética, tanto más general, exhorta: «No dirás falso testimonio ni mentirás» (Catecismo de la Iglesia católica, 2051). Sobre esta base, el mismo Catecismo precisa la gravedad de la mentira para un miembro de la Iglesia: «Las ofensas a la verdad (…) son infidelidades básicas frente a Dios y, en este sentido, socavan las bases de la Alianza» (2464). En consecuencia, un discípulo de Cristo debe «rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias» (1 Pe 2, 1). E incluso puede inferirse que es un falso discípulo el que miente contra su prójimo, pues «El discípulo de Cristo acepta ‘vivir en la verdad'» (2470).

La verdad cristiana está vinculada a la justicia y la caridad hacia el prójimo. Partiendo de Aristóteles, Tomás de Aquino señalaba que la virtud de la veracidad implica observar un justo medio según el cual se da al prójimo lo que le corresponde; es un acto de justicia (cf. Summa theologiae, 2-2, q. 109, a. 3). Por su parte, Ignacio de Loyola enfatizaba a la caridad como principio de la verdad: «Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla» (Exercitia spiritualia, 22). Esto significa que la manifestación y el testimonio de la verdad —que es Jesús mismo— está íntimamente relacionada con la distribución justa y con la apertura hacia el otro. Por ello mismo, como dice Juan, si se afirma estar en comunión con Cristo pero las acciones van en línea contraria, también se miente (cf. 1 Jn 1, 6). Es decir que la práctica en contra de la justicia y la caridad por parte de alguien que se dice cristiano es un testimonio en contra de la verdad, una mentira. Filosóficamente, se diría que se trata de una contradicción performativa.

Ahora bien, ¿qué sucede si el que miente contra su prójimo no sólo es discípulo de Cristo, sino, además, pastor de su Iglesia? Evidentemente el carácter de su mentira se agrava, al menos en términos morales, pues políticamente es más probable que por manejos de poder no reciba corrección o reprimenda alguna y, en consecuencia, la institución eclesiástica misma se vaya desprestigiando. Esto es lo que viene ocurriendo desde hace años con el actual arzobispo de Lima, Juan Luis cardenal Cipriani. Y en particular es el caso de su enfrentamiento contra la Pontificia Universidad Católica del Perú, que lo lleva a mentir reiteradamente. Por ejemplo, en un boletín oficial del Arzobispado se afirma lo siguiente:

1960
08/04/1960: Ley Universitaria reconoce pertenencia de la PUCP a la Iglesia Católica
La Ley Universitaria Nº 13417 reconoce la pertenencia de la PUCP a la Iglesia Católica. (Cfr. Ley Nº 13417. Art. 80º)

Curiosamente, para consumar el engaño, se ofrece la fuente de confrontación, como para que no se dude de su «veracidad». Dentro de toda la información ofrecida por el Arzobispado en ese boletín, plagado de falsedades, esa es la más importante, toda vez que la única ley que manda para todas las universidades peruanas es la ley nacional universitaria. Sin embargo, si vamos al texto de la citada Ley Nº 13417, leemos lo siguiente sobre la PUCP:

Artículo 80º.- La Pontificia Universidad Católica del Perú quedará sujeta a las disposiciones del presente ordenamiento con las excepciones siguientes:

1.- Se gobernará por las autoridades que fije su Reglamento.

2.- Su personal directivo, docente y administrativo será designado en la forma que determina su régimen normativo interno, debiendo las personas designadas llenar los mismos requisitos que los fijados para las Universidades creadas por el Estado; y

3.- Los miembros de su personal no tienen carácter de empleados públicos.

La entidad a que se refiere el presente artículo, fijará las condiciones del ingreso de los estudiantes y del régimen de estudios y de exámenes, que no podrán ser menos exigentes que el de las Universidades del Estado.

Si bien había un régimen especial para la PUCP, este artículo no dice nada ni da a entender siquiera una supuesta «pertenencia a la Iglesia». Al contrario, ese artículo se dirige a aclarar el carácter privado de la PUCP, por lo que en la Ley Nº 23733, que derogó a ésta, se suprime ese artículo y se incorpora (en el art. 6), como diferencia general para todas las universidades, la única diferencia entre régimen público, por un lado, y régimen privado por el otro. Y es tanto así, que el Arzobispado, que deliberadamente deja de lado la Ley vigente, no sólo miente respecto al contenido del artículo 80 de la antigua Ley, sino que, además, oculta el artículo 79 de la misma, en el que se afirmaba:

Artículo 79º.- La Pontificia Universidad Católica del Perú tiene carácter nacional.

La Ley es bastante clara. La interpretación del Arzobispado no se sigue del citado artículo y se contrapone más bien al artículo precedente, que es en realidad en el que se determina la «pertenencia» de la PUCP a la legislación nacional. Un buen hermeneuta del derecho no puede interpretar tan libremente el artículo de una ley, de modo tal que su interpretación contradiga explícitamente a otro artículo que arbitrariamente deja de lado. Y un buen hermeneuta del derecho sabe que resulta jurídicamente irrelevante lo que haya dicho una ley derogada, puesto que sólo mandan las leyes vigentes. Por si fuera poco, el Arzobispado, buscando un efecto meramente sofístico y con un cinismo desvergonzado, titula a su boletín: «En defensa de la verdad». ¿Puede quejarse la Iglesia católica de las relativizaciones de la verdad cuando uno de sus pastores, al mentir reiteradamente, provoca ese efecto en su propia feligresía? No sorprende en esa línea tampoco que los conservadores, amparados bajo la sombra de la autoridad, cuando son arrinconados por los argumentos, terminen relativizando todo con la excusa de «cada quién tiene su opinión». Lo cual, para ser honestos, debiera traducirse por: «ahora que no tengo a la Inquisición, cada quién tiene su opinión, así que no cambio la mía». La metánoia que anunciaba Juan Bautista y que está a la base de la vida cristiana, que se vaya al diablo.

El propio Catecismo especifica el tipo de mentira del arzobispo Cipriani: la calumnia, que «mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos» (2477), como es evidente que hace el arzobispo para dañar la reputación de las autoridades de la PUCP, elegidas por Asamblea como manda la ley nacional. Y siendo que la calumnia lesiona «las virtudes de la justicia y de la caridad» (2479), se trata de una mentira grave, pues «llega a ser [pecado] mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad» (2484). Por su parte, no le vendría mal a Rafael Rey, escudero y adulón del arzobispo con la excusa de que la Iglesia manda ser «dócil» con la autoridad, recordar que el Catecismo exige proscribir «toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves [como es el caso]» (2480).

Jesús observaba que sus discípulos debían ser reconocidos por sus actos, no por la autoridad que alguien le hubiese conferido. Tanto es así, que aplicaba esto para sí mismo. Es por lo tanto legítimo cuestionar que alguien nombrado como pastor de la Iglesia lo sea realmente si vive en la mentira y la vanagloria. En ese caso, se le aplican las propias palabras de Jesús: «Vuestro padre es el diablo […] porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44).

«La frase de Hegel «Dios ha muerto»» (sumilla) y sobre el VIII SEF

Después de muchos años, y luego de haber participado en otros simposios y congresos, vuelvo a participar este año en el Simposio de Estudiantes de Filosofía de la PUCP. He decidido hacerlo con un tema que llevo trabajando un par de años: la significación de la muerte de Dios, que es un proyecto con el que pretendo, fundamentalmente a partir de la historia de la filosofía medieval y moderna, medir el alcance filosófico de tal «noticia», analizar las posibilidades de validación de la religiosidad contemporánea más allá de los límites ilustrados, cuestionar las bases epistemológicas del agnosticismo y, sobre todo, abrirle paso a un ateísmo no positivista (en contra de la mayoría de ateos de la actualidad). Mi ponencia, programada para este viernes 21, abordará específicamente el modo como Hegel se apropia de la intuición artística (romántica) de la muerte de Dios y la desarrolla conceptualmente. Para quien pudiera estar interesado, copio a continuación la sumilla:

La primera mención filosófica de la muerte de Dios no corresponde a Nietzsche, que la hace suya en la línea de su ateísmo, sino a Hegel, para quien se trata de la comprensión filosófica de un momento histórico en el que se toma conciencia del acabamiento de la divinidad como ente supremo, como realidad suprasensible, para descubrir luego su transformación, su resurrección como una divinidad que permanece entre los hombres, realizándose en el dominio de la libertad humana; esto es, se trata de la muerte de Dios en el horizonte del saber absoluto y de la eticidad.

Para discernir el significado y alcance de esta concepción de la muerte de Dios, es preciso pues, en primer término, distinguir lo que este fenómeno epocal trae de suyo y el modo como Hegel lo incorpora en su sistema filosófico, elevando su forma representativa propia del arte al concepto. Concluiremos luego con una somera observación del alcance de esta concepción en la tradición posterior a Hegel.

Quisiera aprovechar para decir unas palabras sobre el VIII SEF. En primer lugar, que estoy gratamente sorprendido por la variedad de temas y autores que están siendo trabajados: desde la metafísica platónica hasta los debates filosóficos contemporáneos, pasando por la filosofía trascendental, la ética, la filosofía del arte, la fenomenología, la filosofía política, la filosofía de la historia y la filosofía latinoamericana. A mi juicio, especial mención merecen la ponencia de Juan Pablo Cotrina (UNMSM) sobre la fenomenología de Sartre, que en nuestro ámbito ha sido poco trabajada; la de Erich Luna (PUCP) sobre Quentin Meillassoux, uno de los más sugerentes filósofos franceses de la actualidad pero un gran desconocido en la academia peruana; la de Ethel Barja (PUCP) sobre Georges Didi-Huberman, importante esteta de nuestros días; y la ponencia de Míjail Mitrovic (PUCP) sobre el humanismo y el antihumanismo (contra lecturas excesivamente humanistas de Marx). Lamentablemente no contamos con las sumillas enviadas por los ponentes, que sería bueno que en estos eventos estuviesen colgadas en la Web.

En esta edición del SEF participan también como invitados especiales dos exégetas hegelianos: José María Ripalda y Volker Rühle. El primero disertará sobre la justicia, mientras que el segundo hará lo propio con la historicidad en Nietzsche. Ambas conferencias son el miércoles 19. Al respecto hay que señalar que se trata de dos buenos invitados, sin duda, pero es de lamentar que lo sean no por invitación exclusiva de los propios estudiantes, sino porque ya se encuentran en Lima para participar del Coloquio sobre Hegel que se celebra los días anteriores. Sería bueno que el SEF pudiese traer a sus propios invitados y que los estudiantes, que son finalmente los beneficiados, participen más activamente en este tema.

Por otro lado, se deja extrañar la interdisciplinariedad —que los filósofos tanto suelen elogiar en sus escritos, como la misma presentación del simposio— en las mesas magistrales. Mientras que en la Universidad se siga pensando que el estudiante de filosofía sólo puede dialogar y aprender de otros filósofos, que son además los mismos que escucha en clases, no se motivará a una interdisciplinariedad real. No hay siquiera presencia de filósofos de otras universidades, como para que se trate de un otro más tangible que aquél que teóricamente —dicen— debe interpelarnos. Felizmente ese no es el caso de las mesas de estudiantes.

Otro asunto relativo a una deficiencia generalizada de la profesión es la ausencia, tanto entre alumnos como entre profesores, de ponencias que reflejen trabajos de campo; es decir, filosofía lejos del sillón al lado de la chimenea, más vinculada con el mundo de la vida (el real, no el concepto) y no únicamente productora de exégesis que son necesarias pero insuficientes. El filósofo debiera estar obligado a realizar prácticas pre-profesionales y los simposios bien podrían reflejar los trabajos que realicen. Lamentablemente, el sillón y la chimenea son bastante cómodas y autocomplacientes, y es poco probable que esto cambie. A mi me hubiese gustado presentar el trabajo que estoy haciendo actualmente en la pinacoteca y el taller de arte del Hospital psiquiátrico Víctor Larco Herrera, pero, desafortunadamente, el compromiso de investigación me impide hacerlo antes de su publicación. Desde aquí, sin embargo, hago un llamado a los jóvenes filósofos para que vuelquen su formación al mundo. Véanlo si quieren como un retorno a la caverna. Véanlo como quieran, pero háganlo. Las razones del mundo y no las de la academia son las que demandan un auténtico reto para la filosofía (y no me refiero únicamente a la filosofía política o la ética).

La imagen elegida para el simposio de este año está muy bien (de hecho, mucho mejor que la incomprensible grafía del año pasado). Uno puede o no estar de acuerdo con el trasfondo ilustrado del dibujo de Goya, pero es un hecho que la filosofía debe defender siempre su prerrogativa racional o reflexiva, incluso con aquello que es prerreflexivo. Y, más allá de eso, es un buen síntoma que el mismo afiche (una imagen) dé que pensar.

El VIII Simposio de Estudiantes de Filosofía se realizará los días 19, 20 y 21 de septiembre en el Auditorio de Humanidades de la PUCP. El programa completo puede ser encontrado en la página Web del Centro de Estudios Filosóficos, la misma página en la que deben inscribirse quienes deseen asistir y no sean miembros de la comunidad PUCP.

Periodismo a la peruana (4)

Diario 16 ha publicado el pasado 28 de mayo una noticia falsa titulada: «Joven italiana fue una esclava sexual en el Vaticano«. Este hecho merece atención porque muestra con claridad una serie de deficiencias sistemáticas en nuestro periodismo, incluso en aquél que se pretende serio en contraste con la «prensa amarilla».

En primer lugar, conviene reproducir la breve nota publicada en Diario 16:

Grave acusación. El padre Gabriele Amorth, principal exorcista del Vaticano, afirmó que Emanuela Orlandi, quinceañera que desapareció misteriosamente en esa ciudad en 1983, permaneció en realidad todo este tiempo en las instalaciones de la Santa Sede porque, según denunció, la joven era una esclava sexual.

Según Amorth, de 85 años, “el crimen tuvo un objeto sexual”, ya que los clérigos del Vaticano convirtieron a Orlandi en su esclava y la usaron en varias orgías. Además, reveló que ellos mismos la asesinaron porque se cansaron de ella.

“Se organizaba fiestas y uno de los gendarmes del Vaticano se encargaba de reclutar a las chicas. La red implicaba al personal diplomático de una embajada de la Santa Sede en el extranjero y estoy convencido de que Emanuela fue víctima de este círculo”, expresó a un diario italiano.

Aunque el título es ambiguo, la nota es clara: una fuente interna y de la alta jerarquía de la Iglesia católica (lo que le daría autoridad a la nota) reveló que al interior de la misma hubo orgías con una adolescente que fue secuestrada por un gendarme del Vaticano en 1983 y que luego fue asesinada por los mismos clérigos que la tuvieron como su esclava sexual. Ya empieza a ser raro en la redacción que se indique que «permaneció en realidad todo este tiempo» y luego se diga que la asesinaron, pero dada la deficiente redacción periodística uno podría pasar eso por alto. Está claro, además, según la nota, que era una red que se extendía a diplomáticos del Vaticano en una embajada del extranjero, lo que es extraño dado que, si era una residente del Vaticano y había desaparecido allí, cómo entraría a tallar una embajada en otro país. Por eso no se dice en qué país, así como tampoco se dice, y esto ya empieza a ser más grave, a qué «diario italiano» ofreció Amorth sus declaraciones. Esto es grave porque hay allí un deliberado encubrimiento de la fuente.

Antes de anotar los errores, hay que hacer lo que los periodistas de Diario 16 no hicieron; a saber, buscar la fuente original. En realidad no se trata de ninguna declaración de Amorth a diario alguno, sino de su testimonio sobre el famoso caso en su reciente autobiografía: L’ultimo esorcista. El diario La Stampa lo toma de allí y, como hace el periodismo serio, consigna la fuente. La nota de La Stampa es larga, lo que hace ya suponer que los redactores de Diario 16 no tomaron la información de allí. De lo que sale en La Stampa, se dice que la investigación fiscal continúa y que no ha dejado de considerar que el entonces párroco de la iglesia de Sant’Apollinare, Pedro Vergari, podría haber estado involucrado porque la niña desapareció en las inmediaciones de la iglesia y porque en ella está sepultado un jefe de la mafia que también podría haber estado involucrado, pero lo que se recoge del testimonio de Amorth es lo siguiente:

Como también ha indicado monseñor Simeone Duca, archivista del Vaticano, fiestas fueron organizadas con un gendarme de la Santa Sede involucrado como «reclutador de las niñas». Creo que Emanuela fue victima de aquel círculo. Nunca creí en la pista [de una red] internacional; tengo motivos para creer que era un caso de explotación sexual que terminó en asesinato poco después de la desaparición y en el ocultamiento de su cadáver. (…) También estuvo involucrado personal diplomático de una embajada extranjera en la Santa Sede.

El artículo no señala en ningún lugar que esa red de explotación sexual haya estado dentro de la Iglesia, sino en la Ciudad del Vaticano, y que, por parte de la Iglesia, sólo Vergari está siendo investigado.

La nota fue traducida al inglés por el diario The Telegraph, que la redujo a lo escrito por Amorth. Esa nota informa que la niña «fue secuestrada para fiestas sexuales por una banda, involucrando a la policía del Vaticano y a diplomáticos extranjeros, ha sostenido el principal exorcista de la Iglesia católica», lo cual es cierto a la luz del original italiano. De allí, el autor de esa nota observa otras declaraciones de Amorth, como aquellas en las que decía que el yoga y Harry Potter son obras satánicas porque llevan a los cristianos a adorar deidades indias y a los niños al interés por la brujería, respectivamente. En efecto, Amorth es conocido por hacer declaraciones exageradas y fuera de lugar, pero distinto es poner en sus labios afirmaciones totalmente inventadas, como han hecho nuestros periodistas de Diario 16, que tampoco parecen haber recurrido a esta fuente inglesa.

Volviendo pues a la versión de Diario 16, no es cierto que Amorth haya afirmado que la niña permaneció «en las instalaciones de la Santa Sede». Ello puede ser una equivocación respecto a la ciudad, pero lo que sí es un claro invento es que haya dicho que «los clérigos del Vaticano convirtieron a Orlandi en su esclava y la usaron en varias orgías» y que «ellos mismos la asesinaron porque se cansaron de ella». Y también lo es que haya dicho que la «red implicaba al personal diplomático de una embajada de la Santa Sede en el extranjero», cuando dijo más bien que «estuvo involucrado personal diplomático de una embajada extranjera en la Santa Sede». Uno puede criticar la poca seguridad del Estado del Vaticano y su incapacidad para eliminar a las mafias y aclarar crímenes, pero eso es distinto.

Es inútil querer explicar una motivación personal de los redactores de Diario 16 o de su director. Eso sólo puede hacerlo algún moralista como Cipriani, que es precisamente el mayor causante de la animadversión contra la Iglesia católica en el Perú. Lo cierto es que, por el contenido de la nota, ésta parece haber sido tomada de alguno de los blogs que han estado difundiendo esa información falsa basados en una mala traducción de la nota de The Telegraph. Y eso es lo preocupante, que la fuente de un periódico sea cualquier página de la Internet sin un mínimo de fiabilidad. Y, además, que no recurran a las fuentes originales siendo tan fácil, precisamente por la Internet. A lo que quiero ir es a que hay en nuestra prensa una clara irresponsabilidad que va más allá de este caso particular y que consiste en publicar como verificada información que no lo está, ya sea porque no se ha hecho el trabajo debido, como en esta ocasión, o porque se trata sólo de rumores, como en muchos otros casos. Eso también se debe, sin duda, a la necesidad que tienen periodistas y redactores por cumplir con determinadas cuotas de producción, lo que reduce la calidad de lo que producen y le quita peso a la responsabilidad que deben tener para no publicar algo que no hayan verificado. Y un último factor que incide también en esa mediocridad es el afán de conseguir más consumidores a cualquier costo. La prensa envuelta en la lógica del consumo pierde de vista fácilmente la consideración ética.

Yo soy… Sobre el perjuicio que algunos no tienen de la historia para su vida

Yo soy…

¿Quién es? La prueba patente de que los militares en el Perú no tienen la más mínima voluntad para enmendar errores y separar a sus malos elementos; con lo cual, por más que lo nieguen airada y marcialmente, en la práctica terminan sistematizando la negligencia, la corrupción y el delito.

¡Y no sólo eso! También es la prueba de la ineptitud de la justicia militar peruana. Si Marx (Groucho Marx) decía que «la justicia militar es para la justicia lo que la música militar es para la música», esto adquiere niveles de paroxismo poco o nada cómico cuando las milicias tienen una larga tradición de derrotas sólo compensadas por su prepotencia y sus corruptelas, como en el caso peruano.

Sólo así se explica que, habiendo firmado la vergonzosa acta de sujeción ante Vladimiro Montesinos y Alberto Fujimori el 13 de marzo de 1999, una de las fechas más infames para el uniforme militar, este señor sea ahora, en el 2012 y desde el 2002, el presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. ¿Así premian nuestras Fuerzas Armadas la corrupción y la cobardía? Pues sí, así las premian, asegurando de paso la objetividad y buena reputación del fuero militar que defienden, porque, en dicha acta, el entonces fiscal general del fuero castrense se comprometía a apoyar sin reservas a todo militar acusado por el golpe del 5 de abril de 1992 o por cometer delitos contra los derechos humanos.

Yo soy… (redoble militar)… Carlos Enrique Mesa Angosto, miembro del Consejo jurídico de la Marina y contralmirante, como Grau.

En efecto, él es, como nos lo cuenta el «vladivídeo» número 1372. El «Acta de sujeción» que aparece allí firmando estipulaba que asumía «el compromiso de honor de respaldar y dar su apoyo al personal de las fuerzas del orden y de la comunidad de inteligencia, sobre los que se pretendiese ejercer represalias o venganza, tomando como pretexto la supuesta violación de los derechos humanos». Pues bien, el 23 de agosto de ese año, suscribió la sentencia que absolvía a Montesinos y a los generales Nicolás Hermoza Ríos y Luis Pérez Documet como implicados en la matanza de La Cantuta, algo que felizmente ya corrigió la justicia civil, sin afectarlo a él en lo más mínimo.

Y, para variar, el Presidente de la República y Comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Ollanta Humala, que a sus «guardianes socráticos» (sic) les dice: «no más actas de sujeción», mantiene a militares que firmaron dicha acta en sus altos cargos.

La noción de obediencia que se consentía con esa firma era ciega y absoluta: «constituye un compromiso de honor y como tal una obligación con carácter imperativo de cuyo cumplimiento ningún mando podrá sustraerse». Pero esa afirmación reflejaba una obediencia que, de ser un sujeto moral y justo, Mesa debió rechazar. Más aún cuando se afirmaba que ese compromiso no tenía «límite de tiempo» y que debía respetarse «cualesquiera que sean los gobiernos» que viniesen, eximiendo en abstracto y de manera universal a todos los militares que lucharon contra el terrorismo de «responsabilidad alguna». Eso va contra todo principio de justicia, incluso de la propia justicia militar que, lo sabemos en el Perú, es peor para la justicia y para las Fuerzas Armadas de lo que es la música militar para la música.

Periodismo a la peruana (1)

Apenas una brevísima revisión de cómo la prensa peruana informa puede servir también para ilustrar a nuestros jóvenes estudiantes de periodismo sobre los requisitos de la profesión. A propósito de la captura de Artemio, por ejemplo, encontramos tres requisitos indispensables: la incoherencia, el servilismo y la mala redacción.

¿Acaso no es verdaderamente ejemplar el periodismo actual en el Perú?

Cipriani, el indulto y la mala conciencia

El cardenal Cipriani quiere dar lecciones de derecho en su programa radial: «El indulto es una gracia que tiene el presidente de la República de la que no tiene que dar cuenta a nadie sino a su propia conciencia«. Y ni siquiera puede decirse que como jurisconsulto sea un buen religioso, porque ni siquiera es esto último. Sin embargo, esta declaración es sintomática del tipo sacerdotal y del tipo autocrático que se puede encontrar simultáneamente en el sujeto Cipriani.

En primer lugar, hay que señalar por qué la declaración del cardenal es, además de oportunista, insensata — un llamado a no respetar el orden democrático y un desprecio incluso de la pericia médica. Lo es porque, desde que nos regimos por una Constitución, no es cierto que el Presidente pueda decidir a quién indulta sin dar cuenta de nada a nadie. Si bien nuestra Constitución, en su artículo 118, inciso 21, no le demanda explícitamente una rendición de cuentas, el hecho mismo de ser una facultad otorgada al Presidente por la Constitución implica dos cosas:

Primero, que esta facultad, en el fondo, está anclada en la soberanía popular, a la que el Presidente debe rendir cuentas de todos sus actos, incluso de aquellos que derivan de facultades especiales. Esto quiere decir que no por tener el Presidente dichas facultades, el demos deja de tener la soberanía. De allí que exista una comisión encargada de evaluar las solicitudes y sugerir al Presidente quiénes deben ser indultados. Aunque el Presidente no tenga que seguir lo que le dice esta comisión de indultos, lo hace para garantizar la independencia del acto respecto a su voluntad personal. Por eso es un preside-nte y no un mon-arca.

Segundo, y más importante aun, que, al ser una facultad constitucional, debe obedecer los requerimientos propios del derecho constitucional. Es en ese ámbito donde cobra especial importancia la razonabilidad como único modo de garantizar la igualdad ante la ley (que es un derecho constitucional) y el respeto de las demás garantías constitucionales. Es por este requerimiento del constitucionalismo contemporáneo que los jueces están obligados a emitir sentencias razonadas y razonables; es decir, no como meros aplicadores autómatas de la ley, como «la boca que pronuncia las palabras de la ley», que es como los pensó la Revolución francesa gracias a Montesquieu. Ahora, en cambio, el juez debe ser —y parecer— razonable en la valoración de los hechos (de las pruebas actuadas) y en la interpretación de la ley, e igualmente debe justificar —razonar— las motivaciones de su decisión. Este mismo mandato constitucional alcanza a todas las instancias de gobierno — a toda decisión que se tome en ellas, incluyendo las gracias presidenciales. Por eso la tendencia actual en los regímenes democráticos es a que el indulto se conceda en atención del interés común (nuevamente el principio de la soberanía del pueblo) o por causas humanitarias. Esto significa que quedan excluidas las motivaciones del tipo «nos salvó del terrorismo», «recuperó la economía» o «ha sido el mejor presidente que hayamos tenido», que habitualmente esgrimen los políticos fujimoristas y que ociosamente repite un porcentaje minoritario de la población.

Ahora bien, como la posibilidad de indultar a Alberto Fujimori es sumamente impopular (65% en contra), no es nada inocente que el cardenal apele a lo segundo. No obstante, la causa humanitaria supone que el encarcelado esté imposibilitado de seguir cumpliendo su condena, ya sea por encontrarse en trance mortal, lo que podría dar pie efectivamente a un indulto total para que pase sus últimos días u horas de vida en libertad, o sea porque las condiciones de su encarcelamiento no son las adecuadas para su salud, para lo cual lo más razonable sería un indulto parcial, esto es, conmutar su arresto en prisión por un arresto domiciliario en un hospital o clínica. Lo primero no viene (aún) al caso. Lo segundo, como han afirmado los médicos del INEN, tampoco, pues «el referido paciente se encuentra en condición estable, despierto, lúcido y con función motriz normal». Pero al cardenal poco le importa lo que piensen los médicos; ellos no están en contacto con Dios como él. Los fujimoristas, por su parte, han llegado al colmo de decir que debiera ser indultado porque está deprimido.

A ello hay que agregar tres cuestiones relevantes: 1) Fujimori no se encuentra detenido en una prisión común, sino en un establecimiento especial donde tiene todas las facilidades que el gobierno anterior le proporcionó. 2) Está condenado por secuestro agravado en contra del periodista Gustavo Gorriti y, por una ley dada en su propio gobierno, en mayo de 1995, como medida populista impulsada por él mismo ante el aumento de estos delitos, esto no haría posible su indulto, en cuyo caso se violaría no sólo la ley sino además la equidad en contra de todos aquellos sentenciados por delito de secuestro agravado a los que no se les haya permitido presentar solicitud de indulto. 3) Dentro del derecho internacional no es aceptable la amnistía o el indulto en casos de delitos de lesa humanidad, y en la sentencia de Fujimori, ratificada por la Corte Suprema peruana, es decir, con carácter de sentencia firme, se señala claramente que los delitos por los que se le condenó constituyen crímenes de lesa humanidad por haber sido sistemáticos y generalizados, con posición de dominio de su parte.

Entonces, ¿qué sentido tiene la «gracia presidencial»?

La clemencia es una figura antigua ejercida por aquel gobernante soberano que tenía dominio político suficiente pero que necesitaba mostrarse compasivo y generoso para legitimarse ante sus gobernados. Esta figura la tenemos, por ejemplo, en el célebre episodio bíblico donde Pilatos ofrece la liberación de un prisionero por la Pascua judía.  Además de apelar Cipriani a un individualismo extremo, solipsista, aunque, claro, no generalizado sino permisible sólo para el poderoso, que es quien le paga un sueldo a la jerarquía católica, su mención del indulto alude a esa antigua condición del derecho de gracia que es la del realismo político, la de la lógica utilitaria en la política. El viejo Maquiavelo sabía bien cuánto le convenía al princeps mostrarse clemente, aun cuando fuese una mera apariencia. ¿Sorprendería esto de un hombre de fe? A decir verdad, no, por lo que sabemos de la historia política de la Iglesia católica y sus negociaciones con el poder secular. (Véase, por ejemplo, el excelente estudio de H. Berman, La formación de la tradición jurídica de Occidente).

No obstante, cuando la soberanía pasó a la «voluntad unificada del pueblo» (en alusión a Rousseau y más precisamente a Kant), el derecho de gracia perdió su sentido de soberanía absoluta y empezó a limitarse con una serie de requisitos que lo adecuaban a los regímenes constitucionales de derecho. Ese mismo tránsito desde el perdón soberano hacia la reconciliación comunitaria, propio de la Ilustración, puede observarse también en el arte; por ejemplo en Mozart, en la ambivalencia entre sus óperas La clemenza di Tito y Così fan tutte (véase el ensayo de I. Nagel, Autonomía y gracia. Sobre las óperas de Mozart). Por eso, incluso en las monarquías constitucionales como la española, el Rey debe ajustar su facultad a la ley, porque su sola conciencia no está más por encima de ella. Pero la confusión que hace Cipriani entre la noción actual del indulto y la del antiguo derecho de gracia (de origen «divino») que tenían los monarcas absolutos (como el Papa), no es casual ni un simple descuido. Antes bien, es un testimonio de parte de una no menos antigua vocación sacerdotal.

Cuando Nietzsche analizó el origen de la mala conciencia moral (Genealogía de la moral) encontró al sacerdote; aquél viejo zorro que se dio cuenta que no importaba el dominio exterior, político, porque más poderoso y sutil era quien dominaba la interioridad, para lo cual inventó la conciencia moral e incluso la llenó de culpabilidad innata. Como decía Albert Camus, «a mala conciencia, confesión necesaria». Por eso, cuando el viejo zorro que es Cipriani dice que el Presidente no debe rendirle cuentas a nadie salvo a su propia conciencia, allí mismo está colocándose él: como su guía espiritual, él puede llegar ahí donde ningún otro puede llegar. Así el sacerdote se hace soberano en el más pleno sentido del término, porque influye decisivamente en todos (por ser todos «hijos de Dios») y especialmente en quien gobierna, sin necesidad de ensuciarse las manos él mismo.

Ese es el juego político de Cipriani, identificable incluso en una simple declaración como la referida. Él no quiere gobernar el Estado, ni que fuese tonto, sino la conciencia de los gobernantes. Cuando amonesta desde su púlpito radial a los ministros de salud por temas de anticoncepción, también apela, casi en un acto desesperado, al peso de sus propias conciencias. Pero así las cosas, todo depende de que el amonestado, sobre todo si es creyente, y más aún si es el Presidente de la República, tenga la suficiente claridad, es decir, una buena conciencia intelectual para asignarle al cardenal el fuero de su púlpito y negarle acceso al de las políticas de Estado (y también hay dudas de esto con el presidente Humala).

Dios y el César no deben ir juntos; hay en eso incluso un mandato cristiano que, desde luego, no le conviene al sacerdote angurriento de poder. Con un primado de la Iglesia peruana como Cipriani, todo católico peruano, por el solo hecho de serlo, seguramente tiene bien ganadas sus indulgencias plenarias.

La PUCP: una cuestión de Estado Constitucional de Derecho

El litigio entre la Pontificia Universidad Católica del Perú y el cardenal Cipriani ha dejado de ser un asunto netamente jurídico sobre la herencia de Riva-Agüero (cuyo curso hasta el 2009 se puede ver aquí) para adquirir también un carácter de Estado de Derecho. Si bien no se trata de un pronunciamiento oficial del Vaticano como Estado, sí ha habido una comunicación de su Congregación para la Educación Católica con pretensiones de mandato, como lo ha reconocido el propio cardenal, pero que, al colisionar con la legislación y el interés educativo nacional, no puede ser tomada más que como una sugerencia absolutamente inaceptable. Mirko Lauer la ha descrito bien como «una suerte de decreto supremo transnacional en un tema educativo, con el deleznable argumento del uso de las palabras católica y pontificia en el nombre de la PUCP.»

La comunicación no se ha debido enteramente a las presiones de Cipriani. Fueron las mismas autoridades de la PUCP, con una ingenuidad digna de mejor causa, las que, confiando en sus buenas relaciones con el Vaticano y con otras universidades católicas, enviaron sus estatutos para que estos fuesen aprobados. Hay que reconocer que son muy pocas las universidades pontificias -entre ellas la PUCP- que tienen un régimen especial (democrático) en la elección de sus autoridades, por lo que desde esa perspectiva la PUCP debería ajustarse a lo regular entre las universidades pontificias: la autocracia, pero eso se torna inviable desde la normativa legal peruana (y los principios constitucionales que la rigen), por la cual ésta incluso perdería su habilitación como universidad si no fuese su Asamblea Universitaria la que eligiese al rector.

Pero la muestra de que Cipriani ha estado propiciando una exigencia favorable a su causa está en el testimonio que la misma Congregación ha dado y que no ha podido recibir sino de él, que opina que la actual educación en la PUCP no es católica. En su comunicación, ésta indica que los profesores “deben respetar la doctrina y la moral católica en su enseñanza”, como si no lo hicieran y como si respetar fuese lo mismo que suscribir. Ese mandato, aplicado negativamente, es abiertamente contrario al orden constitucional, según el cual sólo los mismos principios constitucionales restringen la libertad de cátedra que, por lo demás, debe permanecer irrestricta. Se trata de un derecho tanto de los docentes como de los alumnos en todas y cada una de las universidades peruanas. Un docente que enseñe, por ejemplo, que el marxismo ofrece las mejores herramientas para analizar los procesos sociales, con toda la libertad para que sus alumnos discrepen, ¿debería estar obligado a mentir(se) y afirmar que esa creencia es errónea porque desconoce la doctrina y la moral católica, bajo riesgo de ser despedido? ¿O lo mismo si es ateo y no quiere ser hipócrita y jurar la fe católica? Según la Congregación y el cardenal, así debe ser. Pero desde luego que están equivocados, porque lo que manda es la libertad de cátedra asegurada por la Constitución. ¿De qué otro modo, además, podría garantizarse una libre discusión de ideas basada únicamente en la inteligencia y la persuasión? ¿Qué culpa tiene la institución universitaria de que el catolicismo ultramontano no persuada ni tenga autoridad moral por su alejamiento de los principios que enseñó su fundador y por los que fue crucificado? «Dios ha muerto» -decían los teólogos de la muerte de Dios a mediados del siglo pasado- y vuelve a morir cada vez que un hombre recibe un trato injusto, cada vez que se le mata (no sólo en sentido literal)… en suma, cada vez que se atenta contra su dignidad como ser libre. Al negar la libertad y al encubrir delitos abominables de sus miembros, la Iglesia católica mata a Dios una y otra vez.

Caricatura de Heduardo publicada en Perú 21 (22.08.2011)

La disyuntiva hoy planteada en nuestro contexto universitario, que no en vano tiene el nombre de universitas y se remonta al (no) tan lejano siglo XIII, cuando las universidades europeas empezaron a defender su autonomía de las facultades de teología y de los mandatos papales y episcopales, está entre ser hombres maduros guiados por el uso de la propia razón en busca honesta de la verdad, o ser un manso grupo de niños y roedores que sólo deben aprender a seguir al iluminado flautista pontificio.*  El título de Pontificia es vinculante sólo en la «Santa» Sede y en los países que se lo permitan. El nuestro, gracias a Velasco, prohibió la injerencia extranjera en su educación universitaria y el gobierno de Belaúnde lo ratificó, de modo que en nuestro caso es sólo un título honorífico, aunque obviamente el tema es discutible para quienes quisieran que el derecho canónico aún regulara nuestra vida civil.

La demanda del Vaticano se opone pues a la Ley Universitaria vigente, la misma que en su artículo 29 dispone que sólo la Asamblea, en representación de la comunidad universitaria, tiene la atribución para elegir a sus autoridades, empezando por el rector (lo que excluiría la fórmula de una terna propuesta para que el arzobispo elija). El artículo 4 es igualmente bastante claro:

La autonomía inherente a las Universidades se ejerce de conformidad con la Constitución y las leyes de la República e implica los derechos siguientes:

a. Aprobar su propio Estatuto y gobernarse de acuerdo con él;

b. Organizar su sistema académico, económico y administrativo.

c. Administrar sus bienes y rentas, elaborar su presupuesto y aplicar sus fondos con la responsabilidad que impone la ley.

Se entiende que se habla de la República del Perú (porque además el Vaticano es una monarquía absolutista) y que las responsabilidades que impone la ley son las de una asociación sin fines de lucro. Y en el mismo artículo se agrega que:

La violación de la autonomía de la Universidad es sancionable conforme a Ley.

Todo ello, en «buen cristiano», significa que la Ley faculta a la Asamblea Universitaria a decidir autónoma, soberana y definitivamente sobre la eventual participación que podría conceder a la Iglesia católica, siempre que no contravenga con lo dispuesto en ella. La Iglesia no está exenta de lo que mandan y sancionan las leyes nacionales. No nos independizamos y nos declaramos republicanos para que otra monarquía venga a imponer sus normas sobre las nuestras, y menos aún si estas propician todo lo contrario a los principios que queremos que tengan nuestras universidades (artículo 3):

a. La búsqueda de la verdad, la afirmación de los valores y el servicio a la comunidad;

b. El pluralismo y la libertad de pensamiento, de crítica, de expresión y de cátedra con lealtad a los principios constitucionales y a los fines de la correspondiente Universidad; y,

c. El rechazo de toda forma de violencia, intolerancia, discriminación y dependencia.

Y el artículo 42 dispone la obligatoriedad de que profesores, estudiantes y graduados participen en el gobierno de la universidad. La entidad fundadora puede hacerlo también sin afectar lo anterior, pero en este caso el título de Pontificia, por el cual la Iglesia alega tener un derecho, no lo tiene la PUCP desde su fundación (como si fue el caso de la Universidad de San Marcos, que renunció luego a él), sino que le fue otorgado por su 25 aniversario. La PUCP fue fundada como una asociación civil sin fines de lucro, esto es, como institución del derecho peruano y sin participación de la Iglesia sino como asociación libre de religiosos y laicos.

Cuando Cipriani pregunta retóricamente: «el que está casado ¿no está limitado por su mujer?, el que maneja un carro ¿no está limitado por un semáforo al manejar? Toda persona acepta unas normas en donde trabaja, entonces ¿por qué le va a parecer una limitación que la sagrada congregación de Roma, y no yo, les pida que se pongan en línea de lo que la Iglesia les pide?», olvida deliberadamente que quien manda en la educación peruana no es Roma, sino el Estado peruano mediante sus normas internas, empezando por la Constitución y la Ley Universitaria. Cualquier «mandato» del Vaticano no tiene en nuestro ordenamiento más valor que el reglamento de un club, y así como estos no pueden válidamente disponer reglas contrarias a los principios constitucionales ni a las leyes del país, del mismo modo la Iglesia católica tiene que ajustarse al mandato de la Ley. Por eso ninguna Iglesia puede ampararse en su libertad religiosa o en su derecho particular (derecho canónico) para justificar prácticas discriminatorias o hasta delitos como el encubrimiento de los crímenes de pedofilia. Y, por eso mismo, a los estudiantes de una universidad católica no se les puede obligar a profesar esa fe, ni siquiera para ser admitidos (y aunque estos no tengan tampoco derecho a exigir la práctica de un culto distinto dentro de esa institución como sí se hace con el culto católico). El derecho canónico, que antes podía ser el único regulador de aspectos de la vida civil como el matrimonio (no existía el matrimonio civil), no tiene ya ninguna capacidad vinculante. Incluso si un religioso comete un delito, éste debe ser procesado penalmente como cualquier ciudadano y la Iglesia puede ser civilmente responsabilizada por sus actos.

Por todo esto, hoy más que antes resultan inadmisibles, desde un punto de vista jurídico pero también ético, exigencias como la que hizo el cardenal Landázuri, Gran Canciller de la PUCP en su momento, para que se expulsara a un connotado catedrático de Derecho por el execrable acto de haberse divorciado y, peor aún, vuelto a casar. Para ser honestos, seguramente Riva-Agüero hubiese avalado esa exigencia, ya que él renunció al Ministerio de Justicia para no firmar la aprobación del divorcio civil, pero, en estos puntos, su voluntad o la de cualquier otro es irrelevante dada la primacía absoluta de la Constitución y del Estado de Derecho por sobre las morales particulares. Las garantías constitucionales deben su primacía a que siguen principios trascendentales de la razón (de razonabilidad) y no dogmas de fe.

Caricatura de Heduardo publicada en Perú 21 (21.08.2011)

El abogado de Cipriani, Natale Amprimo, ha señalado que en la Ley Universitaria se indica también que esas disposiciones no colisionan «con las reglas que rigen las universidades católicas». Sin embargo, esa es una mentira más: en ningún lugar de dicha Ley se sostiene aquello y aún si lo dijese él bien sabe que, más allá de su retórica engañosa, eso no colocaría a dichas reglas en igualdad de primacía frente a la Ley y a la Constitución. La Constitución Apostólica Ex Corde Ecclesiae no tiene ninguna validez legal en la educación universitaria peruana, sino solamente moral (además de no disponer dicho documento requisito alguno en la elección del rector). Y al contrario, la Ley es bastante clara en que toda universidad debe ajustar sus estatutos a lo dispuesto en ella, y sólo hay una indicación en el artículo 98 respecto a la Facultad de Teología Pontificia y Civil de Lima y a los seminarios y centros de formación de las comunidades religiosas (entiéndase: órdenes y congregaciones), a los que se respeta sus estatutos eclesiásticos en función de que puedan formar teólogos y profesores de religión, pero sin tener la categoría de universidades, sino tan sólo sus exoneraciones (y ciertamente esto va contra el principio de igualdad de culto y debiera suprimirse). Puede que Amprimo tenga la ceguera dogmática de su cliente, pero eso no le da derecho a inventar cosas buscando engañar a la opinión pública. Lamentablemente El Comercio tiene periodistas a los que les interesa sólo reproducir opiniones y no la búsqueda de la verdad, llegando al punto de afirmar que el nombre de «católica» podría perderse, como si se tratara efectivamente de una franquicia supranacional que ha monopolizado la creencia como un mero adjetivo, decidiendo quién tiene derecho a usarlo y quién no. ¡Y lo pretende la Iglesia actual, que tiene menos autoridad moral que la de los Borgia!

Las declaraciones de Cipriani muestran bastante bien su catadura moral. Por un lado dice que el actual ministro de Justicia va a inmiscuirse en el litigio (al parecer él no tuvo la formación cívica mínima que le advertiría que Consejo de Ministros y Poder Judicial son dos instituciones separadas) bajo el argumento de que proviene de «las canteras» de la PUCP; pero, ¿acaso su propio abogado en el proceso no proviene de las mismas canteras? No es que el cardenal sea un imbécil, no, sabe muy bien lo que hace, conoce la retórica que usa, plagada de medias verdades y de mentiras, pues quiere «curarse en salud» y evitar que el asunto sea tomado como una cuestión de Estado; sin embargo, como las medias verdades, y sobre todo en un hombre colérico, hacen que el pez por la boca muera, muestra también sus intenciones y su visión economicista de la fe. Por ejemplo, cuando afirmó que «los militares le expropiaron la Universidad Católica a la Iglesia» o que «nadie puede decir ‘este es un automóvil Toyota’ si la fábrica Toyota no le pone la marca«. No es el Estado de Derecho ni el bien universitario lo que le interesa, como quiere hacer creer en otras declaraciones, sino la propiedad, el interés económico de la fábrica cuya denominación social pasará en adelante a ser «Iglesia católica S.A.C.», teniéndolo a él como administrador y haciendo de la fe ni más ni menos que una marca. De estar vivo Jesús, ¿no le habría hecho lo mismo que a los mercaderes del Templo? Y si los católicos están llamados a imitar a Cristo, ¿por qué entonces no hacen lo propio? Para eso sí sigue sirviendo el derecho canónico, estén enterados: los petitorios para que se destituya a una autoridad eclesiástica son factibles.

Nótese además, porque nada es casual en la mentalidad dogmática, lo interesante que es el uso del símil de la fábrica por su sello de origen, toda vez que el dogmatismo apela siempre al Origen para fundamentar metafísicamente sus apetitos materiales. En ese sentido, hasta los Borgia eran más honestos.

Desde el rectorado de Lerner se ofreció a Cipriani que la Asamblea tuviese la obligación de escuchar al arzobispo antes de elegir a su rector, pero él no aceptó porque obviamente le interesa una injerencia directa (poder fáctico) y no una mera autoridad moral. Qué autoridad moral va a tener también él… Se le ofreció incluso algo que aun en su ambigüedad es inaceptable: que la PUCP sólo contrataría profesores que observaran la doctrina católica y tuviesen una moral intachable (lo que, claro, puede entenderse como no admitir pedófilos, pero también como no admitir profesores divorciados o alumnos homosexuales – algo también sugerido por la comunicación del Vaticano). Pero Cipriani no aceptó; su mentalidad maquiavélica sabe muy bien que sin poder fáctico él no es nada. Y claro, los católicos fanáticos siempre apelarán a la lógica del ethos (así como algunos clubes y discotecas) y denunciarán la imposición de un «pensamiento único» (que curiosamente es el que defiende la pluralidad dentro de ciertos márgenes de razonabilidad; ahí su ejemplo del semáforo y la esposa no aplica, Dios sabe por qué, y yo también: porque no les conviene) y acusarán supuestas violaciones a su libertinaje religioso, pero felizmente nos encontramos en un Estado Constitucional de Derecho que no debe permitir sus atropellos. Por varios siglos se les permitió; ahora ya no.

Al negar que se trate de una cuestión fundamentalmente económica, dice Cipriani sobre el rector de la PUCP que «el ladrón cree que todos son de su condición», pero poco después afirma: «¿Quieren dejar de ser católica y pontificia? Que lo dejen con sus consecuencias». Claro, las consecuencias según lo estipulado por el testamento de Riva-Agüero serían que los bienes de su legado pasen al arzobispado que él -todo un sofista- preside. Bastante desinteresado el divino cardenal. Ahora bien, como esa cláusula testamentaria debe someterse igualmente al imperio de la Ley, que establece que los bienes de una universidad sólo pueden ser destinados al mismo fin, seguramente Cipriani estaría pensando en otorgarlos a algún centro conservador, como la Universidad de Piura o la Católica Sedes Sapientiae. El título pontificio o el prestigio y la continuidad de la universidad que él mismo, antes de enterarse del testamento de Riva-Agüero, reconoció como «una de las mejores, si no la mejor universidad del país» no le importan en absoluto, así como no le importó dejar a los alumnos del Colegio Externado Santo Toribio sin educación y hasta sin constancias. Que no venga pues a presentarse como santo varón.

Si tanto le disgusta al cardenal que la PUCP presente un catolicismo plural, crítico, interiorizante antes que institucionalista (recuérdese lo que Jesús decía al respecto), con una clara vocación liberal y de servicio (seguramente por ello ha prohibido que los teólogos de la PUCP celebren misa en la capilla de la Universidad), debería enterarse que en prestigiosas universidades extranjeras, como la de Harvard, la Teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez (que él considera desviada) es lectura obligatoria hasta el punto en que los exámenes de idiomas de teología piden traducirlo.** Él, en cambio, ¿a quién le ha ganado? A lo mucho, su vida proporciona ejemplos precisos para aquellos libros de Nietzsche donde se denuncia la inmoralidad de los moralistas y la podredumbre del cristianismo.

Caricatura de Carlín publicada en La República (21.08.2011)

* Recuérdense las declaraciones de aquel religioso del Opus Dei que explica cómo hay ciertas lecturas que no deben ser leídas sino más bien referidas por un mediador que tiene la madurez (el dogmatismo) suficiente para señalarle cómo debe entenderlas. Esa visión de la pedagogía es absurda e idiotizante. Más aún en un nivel universitario.

** Le agradezco esta información a Raúl Zegarra.

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«Estiércol en letras de molde» por Raúl Tola

Desde su nacimiento en 1843 hasta su cierre esta semana, el semanario News of the World se alimentó de la inmundicia. Orientado a las clases más desfavorecidas, sus titulares y contenidos chirriantes y escandalosos fueron un éxito inmediato, y en 1950 lo llevaron a ser el rotativo más vendido del mundo, con más de ocho millones de ejemplares colocados. En 1969 –junto con The Sun, de tirada diaria– fue comprado por el magnate australiano de las comunicaciones Rupert Murdoch. Bajo su influjo, ambos tabloides ahondaron en el sensacionalismo hasta inventar una nueva categoría periodística, donde la abyección y el desprecio por la intimidad alcanzaron niveles escatológicos (de allí el adjetivo junk –basura– que les endilgaron sus propios lectores).

Los ejemplos de su vileza son numerosos. A principios de los 80 The Sun llegó a pagar millones a los familiares de Peter Sutcliffe, “el destripador de Yorkshire”, para que firmaran una memorias prácticamente inventadas. En 1989, en su cobertura de la tragedia del estadio de fútbol de Hillsborough, donde 95 personas murieron aplastadas, afirmó que los equipos de rescate habían sido atacados por hooligans “que orinaron sobre los bomberos”. Todo falso.

La crisis que desencadenó la clausura de NoW comenzó en el 2005, cuando uno de sus reporteros fue encarcelado por practicar el espionaje telefónico. A estas alturas, gracias a una profusa investigación de otro diario, The Guardian, sabemos de hasta 4.000 intervenidos, entre miembros de la familia real, políticos, artistas, deportistas y parientes o víctimas de algún crimen. Los hechos revelan una profunda colaboración entre periodistas, investigadores privados e integrantes de Scotland Yard, que contaban con la complacencia o abierta complicidad de los directores del dominical y de la clase política británica.

Pero el caso que despertó las iras del público y forzó la desaparición del semanario ante el retiro de los anunciantes fue el de Milly Dowler, una niña de 13 años secuestrada en el 2002 y hallada muerta seis meses después. En ese tiempo, el investigador de NoW accedió al buzón de voz de su teléfono y borró regularmente mensajes antiguos para que pudieran entrar nuevos, haciendo creer a la familia y a la policía que la propia Milly lo hacía, y por tanto seguía viva.

¿Es un consuelo que estas prácticas se den en Gran Bretaña, uno de los países más instruidos, con una de las tradiciones periodísticas más añejas y con uno de los sistemas políticos más sólidos? No lo creo. Los delitos que motivaron el cierre de News of the World hacen empalidecer los tropiezos de nuestra prensa, es cierto, pero deben servir como advertencia: por más exitoso que sea el medio, nunca puede abdicar de esa lucha diaria que es la conquista de la credibilidad. Lo contrario es firmar una sentencia de muerte que puede tardar, pero siempre llega.

Publicado en el diario La República (16-07-2011).

La ¿ideología gay?… ACI Prensa y el cristianismo que se dice democrático

Curioso que quienes se enorgullecen de ser un buen rebaño estén tan preocupados por la democracia. Debe ser por eso que la idea que tienen de ella es tan precaria, que no se condice (ahora menos que nunca) con la democracia que debe desarrollarse en un Estado constitucional de derecho. En ese sentido, no sorprende que los redactores del dudosamente cristiano portal de ACI Prensa critiquen a la alcaldesa de Lima por lo que, por lo demás, no pasa de ser una posible ordenanza para que los establecimientos de Lima exhiban un cartel que diga algo como «en esta capital se promueve la igualdad por identidad de género y orientación sexual».

Dichos redactores se basan y se escandalizan (extraña forma de información objetiva) cuando hay varios detalles por conocer antes de emitir una opinión responsable; sin embargo, la reacción es sintomática de una fe dogmatizante y debe ser replicada, lo que puede ser hecho desde la propia tradición cristiana y desde los principios constitucionales por los que debe guiarse nuestra sociedad.

La réplica desde el propio cristianismo la dejo en manos de quien esté interesado en desarrollarla. Creo que la caricatura precedente es bastante elocuente al respecto: la aparición histórica de Jesús en el contexto del judaísmo fariseo, que sólo concebía la salvación en términos de obediencia estricta (interpretación literal) de preceptos específicos, significó un quiebre radical hacia una ley más formal y universal: la del amor (que luego sería traducido por caridad y que se vuelve realmente universalizable cuando Pablo le gana la disputa a Pedro sobre los gentiles). Ni siquiera dejó Jesús su preponderancia a los mandamientos de Moisés. Que por sobre todo rigiese el amor implicaba claramente un dominio de la práctica sobre lo doctrinal («por sus frutos los conoceréis»), y, por ende, un ejercicio necesario para deponer aquello que no permitiese un amor libre y radical, al punto de dar la vida por el otro. Por eso lo que la tradición sapiencial hizo al colocar a Job (un no-judío) como el hombre más justo sobre la Tierra, lo hizo también Jesús al colocar como modelo a un samaritano, alguien de quien, por su naturaleza, no se esperaría virtud alguna. Nuestros «cristianos», sin embargo, contradicen al que se supone que es su pastor cuando colocan sus discriminaciones esencialistas por encima del amor. De allí que estén tan concernidos por lo «ideológico» (lo que sea que entiendan por ello) y se opongan a toda aquella «ideología» que sea distinta a la de ellos.

Ahora bien, ¿qué es una «ideología gay«? Uno normalmente esperaría de un medio de prensa un poco más de rigor intelectual, pero así sucede cuando la fe se lleva a convicciones dogmáticas: la inteligencia, en tanto capacidad autocrítica, es lo primero que sale perdiendo. Lo segundo es la claridad lingüística. ¿Cómo un hábito sexual —esto es, algo fundamentalmente sensible— puede ser tenido por ideológico? Sólo a partir de una confusión general en la que, por ejemplo, el comunismo lleva a esas conductas licenciosas mientras que el cristianismo no. Esos esencialismos son deliberadamente miopes, porque si uno los mantuviese en otros ámbitos, tendría que decir, por ejemplo, que el catolicismo es una religión pederasta. ¿Se comprende por qué una cosa no va con la otra con ese carácter esencialista, necesario, natural que le quieren dar a lo que no les gusta?

En tiempos en que la Inquisición es asunto del pasado, de un penoso pasado, los creyentes fanáticos han tenido que aceptar, mal que bien, que no pueden dominar las conciencias de las personas; no al menos fuera de la «educación» que les es posible mantener en una sociedad libre. Pero como los que son formados con ese estrecho molde se enfrentan luego a una sociedad mucho más abierta, es comprensible que les moleste precisamente la licencia para que se dé en público lo que ellos quisieran que se mantenga en privado. Lo mismo pasaba con el tema de los curas pederastas cuando llegaba a oídos de sus autoridades. Una frase popular dice que se perdona el pecado pero no el escándalo. Como no tienen ya control sobre lo privado, quieren que al menos lo público sea un espacio impoluto. En verdad, eso es bastante ingenuo. Y el único modo de que se efectúe dentro de una sociedad democrática es formando su propia comunidad aislada que mantenga incontaminados a sus miembros. Pero eso sería igualmente ingenuo. Volvamos al tema democrático.

Decía que lo curioso en la denuncia de ACI Prensa es su apelación al presunto autoritarismo «pro gay» y a la resistencia a ello como una actitud democrática. Curioso para quienes, cuando se trata de otros temas como el consumo de alcohol, no lo consideran impositivo. O que, cuando las mayorías les son adversas, como en los casos de uniones civiles entre homosexuales aprobadas, afirman que hay cosas que están mal independientemente de lo que las mayorías elijan. Y más curioso aún cuando a su fundador lo crucificaron por aclamación popular. Curioso pero nada inocente, porque bien saben ellos que en el Perú lo mayoritario en asuntos morales es el conservadurismo. Y aún así, en su torpeza lógica, apelan a conclusiones inatinentes: inexplicablemente pasan de que la mayoría de peruanos está en contra del matrimonio entre homosexuales, a que, por ende, la mayoría de peruanos debe estar en contra de los homosexuales y a favor de que se les discrimine. ¿A qué tanto lío entonces si la mayoría de judíos estuvo a favor de que se crucifique a Jesús?

El juez italiano Gustavo Zagrebelsky, autor de uno de los ensayos más lúcidos en lo que a la fundamentación del constitucionalismo contemporáneo se refiere (El derecho dúctil, Madrid: Trotta, 2003), en La crucifixión y la democracia (Barcelona: Ariel, 1996) se sirve justamente de la elección popular entre Jesús y Barrabás para graficar cómo la decisión mayoritaria resulta insuficiente para el concepto actual de democracia. En efecto, la democracia no se restringe a los plebiscitos (y menos aún a los sondeos de opinión), sino que se asienta sobre principios normativos que no están sujetos a decisiones mayoritarias y que, no obstante, deben tener una ductilidad (lo que Hart llamaba «textura abierta del Derecho») que no tiene toda norma jurídica, mas sí, por su configuración histórica, las normas y la jurisprudencia constitucionales.

Según los redactores del portal, la ordenanza «obligaría a los establecimientos a permitir muestras de afecto homosexual, bajo pena de multas e incluso clausura del local». Lo que dicen entrelíneas es que cada local debiera tener la libertad para expulsar a cualquier pareja que muestre afecto homosexual. Eso sería algo claramente inconstitucional. El consultor al que citan afirma que «lo mínimo que debería hacer la alcaldesa es respetar la democracia y someter esta ordenanza al debate público. Si se resiste a hacerlo, es porque ya sabe lo impopular de su medida». Lo último es una falacia. Lo anterior, una conveniente ignorancia. No hay mayor respeto a la democracia que exigir el respeto de la Constitución. Y si se trata del llamado núcleo de la misma, no se trata en absoluto de algo que pueda dentro de un régimen democrático someterse a votación popular o a cálculo estadístico. El portal acude a un Dr. Flores para intentar justificar bajo el principio de libertad religiosa la violación del derecho a la igualdad; eso es insostenible desde toda la doctrina y jurisprudencia constitucional.

Esa ordenanza, que seguiría también a la Declaración sobre orientación sexual e identidad de género de la ONU y a la reciente resolución del Consejo de Derechos Humanos, no impondría pues ideología alguna; no le dice a nadie en qué debe creer (cosa que sí pretenden estos «doctores de la ley»). Lo que impone bajo los principios constitucionales de libertad e igualdad es cómo no pueden creer en lo que creen: con irrazonables tratos discriminatorios en espacios públicos. Nadie les impone que acepten dentro de sus casas o templos manifestaciones de afecto homosexual. Se trata de espacios públicos donde los municipios tienen tanta injerencia para determinar hasta qué hora se permite la venta de alcohol como —con tanto más razón— para promover el respeto a la Constitución y sancionar las prácticas que sean contrarias a ella. No se trata de fomentar la homosexualidad, tampoco. Ni siquiera les piden reconocer a los dueños de los locales algo en lo que personalmente pudiesen no estar de acuerdo, sino que, tal como se le presenta, aparece correctamente enunciada como una política municipal. Así sucede en toda sociedad que se respeta, y lo mismo, por ejemplo, en cuanto a los minusválidos (a los cuales hay la obligación de facilitarles accesos) o a los casos de racismo o machismo.

Por otro lado, a decir verdad, la ordenanza no sería «radicalmente» distinta a lo que sostiene el propio Catecismo de la Iglesia católica, en el que se afirma que los homosexuales «deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta» (2357). ¿No es lo mismo que promovería la ordenanza? Aunque, claro, los artículos siguientes ponen el parche reiterando que, no obstante, sigue siendo una conducta «objetivamente desordenada». Unas lecciones de epistemología no les vendría mal a este respecto, para enterarse que lo objetivo, lo necesario o lo real se define en el límite de lo factible más allá de la imaginación. Un adulto es objetivamente un imbécil si cree que puede atravesar muros; no si cree que puede enamorarse de una persona del mismo sexo. Entonces el asunto pasaría quizá por que definan lo que entienden a partir de su Catecismo por «respeto», «compasión» y, sobre todo, por «discriminación injusta». Me temo que no haríamos sino encontrar más esencialismos precarios, juicios limitados, argumentos falaces y, en suma, un fanatismo al que la razón le resulta siempre un estorbo.

Yo creo que es un error definir la identidad, que es algo bastante complejo, a partir de algo tan limitado como las preferencias sexuales. Es sin embargo un error de nuestra época en el que tanto personas con hábitos homosexuales como con hábitos heterosexuales caen (incluyendo en ambos lados a esos católicos presuntamente asexuados). Y podría también dar varias razones de por qué creo que la discriminación, aun la que puede considerarse inaceptable en el marco constitucional, no puede ni debe desaparecer (meros motivos filosóficos). Pero sí me parece una grosera contradicción en sus principios cuando un cristiano defiende la discriminación y se escandaliza por el igualitarismo. ¡Ellos que precisamente esparcieron las ideas de igualdad y de libertad por el mundo! ¿Con qué derecho entonces rechazan que algunos grupos indios se opongan a un proyecto de ley contra la violencia intercomunitaria, que permitiría que el Estado sancione actos de violencia contra la minoría cristiana en India? Grosera es también la utilización que sus sectores conservadores hacen del concepto de democracia; el mismo uso que le han dado los fascismos de todas las épocas y tipos. En Roma aprendí a despreciar todo monarquismo. En Roma, desde luego, y no en El Vaticano. Si tengo que elegir entre apoyar a una «ideología gay» o a una moral fascista, decididamente opto por la primera.