Dos bodas

¿Cómo se han permitido algunos judíos pasar del profundo simbolismo y de la belleza ritual y dancística de sus bodas tradicionales a la espantosa y repulsiva estética de bodas como la de la segunda fotografía?

Lamentablemente, no es un caso aislado. En las redes sociales y en medios públicos se está viendo cada vez más fotografías de judíos celebrando la cultura de las armas y exaltando la guerra. Ello no sólo espanta por la estética que banaliza la violencia, sino también porque, al alejarlos de su tradición, los acerca más bien a la estética del fascismo y del nacionalsocialismo o, por lo menos, a la de los reaccionarios estadounidenses. Es además contraria a la propia sabiduría judía. Por ejemplo, en la Misná se lee:

«El hombre no puede salir en Shabbat con una espada, ni con un arco, o un escudo, o una porra o una lanza. Y si salió sin darse cuenta con una de estas armas, debe realizar un sacrificio por su pecado. Rabí Eliezer decía: ‘Estas armas son como adornos para él; así como a un hombre se le permite salir con otros adornos, este sale con armas’. Pero los sabios dijeron: ‘No son sino para oprobio, ya que está escrito: ‘Convertirán sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en hoces. No alzarán la espada nación contra nación, ni aprenderán la guerra nunca más» (Isaías 2:4)».

(Misná, Orden segundo: fiestas (moed), Sábado (Shabbat), Capítulo 6, 4).

La jubilación de Cipriani: ¿el fin de una era?

 

La periodista Paola Ugaz ha escrito para el diario La Tercera de Chile el artículo: «Iglesia en Perú: El fin de una era«. Se trata de un texto bastante lecturable y esclarecedor para los lectores del país vecino; sin embargo, creo que es necesario, desde el Perú, hacer algunas observaciones sobre el contenido y sobre el título del artículo.

Primero, Ugaz escribe: «La rapidez del Pontífice –solo le tomó 25 días– al aceptar la renuncia del cardenal, describe con claridad la mala relación entre ambos, ubicados en diferentes facciones de la Iglesia Católica latinoamericana: de la orden jesuita y del Opus Dei, respectivamente». Según el Diccionario panhispánico de dudas, se puede usar la mayúscula inicial cuando se hace referencia a una persona concreta que ejerce un cargo (como Pontífice o Cardenal, pues se estaría refiriendo a Francisco y a Cipriani en cada caso). No obstante, en su última Ortografía de la lengua española, las Academias de la Lengua sugieren el uso de minúsculas en cualquier caso. Como se ve, la periodista podía optar por colocar ambos cargos personales en mayúscula o ambos en minúscula. El error está en la incoherencia que le hace alternar indistintamente entre un uso y el otro. Ahora bien, en cuanto al contenido, es innegable que la decisión del pontífice ha sido rápida (el último arzobispo de Caracas, por ejemplo, dejó el cargo casi un año después de presentar su renuncia), pero ello no tiene por qué deberse a una mala relación entre él y Cipriani, a causa de ser miembros de dos «facciones» distintas. Se debería, más bien, a la elevada impopularidad de Cipriani y a su escasa autoridad moral entre sus feligreses, así como a la difícil relación que éste ha tenido con casi todas las órdenes religiosas en torno a una infinidad de temas, desde rituales hasta doctrinales, pasando por los económicos. En la ciudad de la voz a medias, que es Lima, es bien sabido que Cipriani extendió el poder de los diocesanos (los religiosos que no pertenecen a una orden), como los de Pro Ecclesia Sancta, y se apoyó casi exclusivamente en ellos. Como resultado, alejó a dominicos (entre los que está el liberacionista Gustavo Gutiérrez), franciscanos, agustinos y marianistas (como el vetado teólogo Eduardo Arens), además de a los jesuitas, desde luego. En su relación con los fieles, se opuso cuanto pudo al auge de los movimientos «carismáticos». Cipriani también perdió todas sus postulaciones para presidir la Conferencia Episcopal, con lo que se evidenció su impopularidad entre sus propios pares obispos. E incluso en el Opus Dei se prefirió en 2017 colocar como cabeza de la prelatura a otro que no fuese aquél que, en su momento, había sido su promisorio primer cardenal.

Ugaz también afirma que el arzobispo entrante, Carlos Castillo Mattasoglio, «está ubicado en las antípodas de Cipriani». La afirmación es un tanto ligera, pues no aclara en qué sentido. En lo que respecta a la teología de la liberación, se puede decir, en efecto, que es cierto: tanto en la docencia como en el sacerdocio, Castillo ha defendido muchas de las ideas liberacionistas que el reduccionismo burdo de Cipriani estimaba como libertinas o comunistas, y por ello relegó al diocesano Castillo a un segundo o tercer plano. Eso mismo tiene que ver con la diferencia entre el hombre culto y con una importante biblioteca, que es Castillo, y Cipriani, que nunca ha sabido ser algo más que un político maquiavélico. Dicho esto, se hace necesario aclarar que la apertura del cura Castillo hacia la teología de la liberación no implica un entusiasmo de fondo por ella. Sus razones para favorecer la llamada «opción preferencial por los pobres» no son teológicas, como sí es el caso del marianista Arens o de casi todos los docentes de teología de la Pontificia Universidad Católica. Las razones de Castillo son más bien antimodernas o postmodernas. De allí el entusiasmo que tuvo por la propuesta de un cristianismo débil, formulada por el italiano Gianteresio Vattimo, siempre que éste no se pusiera demasiado relativista («todo vale») o comunista.

 

Castillo

 

Para Castillo, nuestra situación actual es la de una crisis general y con un claro causante: la racionalidad moderna con su antropocentrismo, su individualismo y su tecnicismo. Su crítica al respecto no es muy elaborada; se trata, más que nada, de una posición de principio. Tampoco lo es el que –algunas veces con una angustia que le envidiaría Woody Allen– Castillo vea crisis en todas partes. Ciertamente, su concepto de crisis destaca lo de oportunidad que ella puede tener; además, porque en la esperanza entra precisamente la teología cristiana como el remedio universal prometido desde tiempos del judaísmo veterotestamentario, al cual Castillo conoce como nadie en nuestro medio. No obstante, Castillo adopta allí también un conservadurismo moral poco esperanzador para los tiempos que corren. La homosexualidad, por ejemplo, era para él (ojalá que ya no lo sea) otro síntoma de nuestra grave crisis moral: algo incomprensible e inadmisible para el –postmoderno– plan salvífico de Dios. Algunos de sus alumnos universitarios lo recuerdan además como alguien cerrado a la crítica y habituado a un trato muy vertical e incluso abiertamente vejatorio. No pocos reclamos se alzaron en su contra por ello. En todo caso, en lo moral, no sería en absoluto el antípoda (persona totalmente contraria a otra) de Cipriani, pero tampoco es su monaguillo. En ese sentido hay que entender su reciente declaración, en la que dice que dialogará con las víctimas del Sodalicio de Vida Cristiana: algo impensable para Cipriani que siempre hizo espíritu de cuerpo. Eso sí: en su casi apocalíptica lectura de la condición actual del mundo, Castillo ha enfatizado especialmente el tema de la crisis ecológica. Si se piensa en la línea ecologista del recién nombrado cardenal Barreto, uno se vería tentado a decir que esa puede ser una de las principales razones o acaso la principal razón por la que Castillo ha sido el elegido de Francisco para suceder a Cipriani, que no mostraba tampoco ningún interés real sobre este asunto. A estas alturas, no cabe duda alguna de que el ecologismo es la principal línea política y teológica del papa Francisco.

Ugaz cita luego a la revista Caretas: «es conocido que el cardenal (Juan Luis Cipriani) y el arzobispo de Piura, José Antonio Eguren del Sodalicio, fueron los únicos prelados que no firmaron el documento de Aparecida (Brasil) en el 2007 por su énfasis en los menos favorecidos». La periodista no coloca las comillas de cierre; tampoco evalúa la fiabilidad del texto citado, que es sólo una opinión hecha al desgaire y no información sustentada. Es muy poco sensato –y tiene algo de mala fe– dar a entender que Cipriani y Eguren no quisieron firmar dicho documento porque desprecian a los pobres. Lo que en realidad ambos desprecian es a la teología de la liberación, a la que no consideran una auténtica teología, sino sociología marxista que debe ser vetada en las instituciones educativas católicas. Cipriani y Eguren supieron ver que, al basarse en ella, el documento de Aparecida se constituía en uno de los pilares que permitirían el reconocimiento oficial de la teología de la liberación.

El resto del artículo de Ugaz ofrece una buena síntesis de los aspectos más relevantes en la carrera episcopal de Cipriani, aunque faltan algunos puntos, seguramente por el límite del espacio. Por ejemplo, falta que la pugna con la PUCP estaba también económicamente motivada. En el sexto párrafo, la periodista escribe «Cipriani fue escogido por Fujimori como mediador del gobierno y el Movimiento Revolucionario Tupac Amaru». Debe decir: «como mediador entre el…»

 

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Finalmente, unas palabras sobre el título del mencionado artículo. En lugar de «Iglesia», debe decir «Iglesia católica», porque no se trata de la única iglesia. Del mismo modo, en lugar de «en Perú», debe decir «en el Perú», porque el nombre fundacional de nuestro país no es República de Perú, sino República del Perú. Además, si bien es indudable que habrá un cambio de dirección con la designación del nuevo arzobispo de Lima, suena demasiado espectacular y poco realista hablar de un cambio de era. No parece muy revolucionario, por ejemplo, que Castillo haya dicho recién que los abusos y asesinatos de mujeres requieren una mayor fe en el Señor de los Milagros. Hasta parece una broma de mal gusto. Sin ir más lejos, lo que necesita la periodista Ugaz es que el obispo Eguren de Piura y el Sodalicio de Vida Cristiana la dejen de intimidar y acosar judicialmente por la importante investigación que hizo junto a Pedro Salinas (también acusado) y que destapó el escándalo de abusos cometidos por Figari y otros sodálites aún protegidos por la Iglesia católica. El cambio debiera empezar por resolver este asunto. Castillo ha dicho que luchará por las víctimas, pero también ha dicho que los abusadores son unos cuantos cristianos que han dado un mal ejemplo (sic). ¿Mal ejemplo? En lo secular, se trata de delincuentes; en lo religioso, de pecadores que, según el propio Evangelio, debieran preferir el suicidio por lo que hicieron. Las medias tintas aquí son inaceptables. En cualquier caso, el tiempo revelará el alcance del cambio de arzobispo. Los espíritus libres deben mantener una actitud crítica hacia él, así como también deben estar dispuestos a defenderle cuando corresponda, especialmente de los enemigos del progresismo en la Iglesia católica, que no son pocos ni poco poderosos en nuestro país.

 

Los designios de Vizcarra y los nuestros

 

En última instancia, el presidente Vizcarra tiene razón: nacer y morir son designios de la vida. Lo fue también que Eivy Agreda tuviese la infeliz suerte de conocer a un acosador sin escrúpulo alguno. Y, asimismo, que Martín Vizcarra haya terminado siendo nuestro Presidente. Bien visto, todo puede ser considerado como un designio de la vida y quizás lo sea, sin que ello suponga necesariamente caer en resignación, indiferencia, pesimismo o aceptación de lo injusto, como temen los voluntaristas.

Dicho eso, hay que aclarar, sin embargo, que Vizcarra no es un filósofo y la política no está para disertar sobre el azar o el destino, sino para solucionar problemas sociales concretos, como la violencia de género y otros crímenes de odio. Si quiero reflexionar sobre los «designios de la vida», no acudiré a Vizcarra, sino que leeré a Leibniz (Escritos en torno a la libertad, el azar y el destino) o, si mi sino no me permite ser tan optimista, acaso a Schopenhauer, quien precisamente afirmaba que «no conocemos mayor juego de dados que el del nacimiento y de la muerte» (Parerga y Paralipómena). Schopenhauer no estaba diciendo que las muertes en una guerra, por ejemplo, no fuesen evitables; lo que afirmaba era que nuestra libertad y voluntad están en última instancia ceñidas por un halo de indeterminación. De cualquier modo, el Presidente de la República no ha sido elegido para eso; entre otras cosas, porque sólo le saldrá una frase clisé de velorio, como la que le escuchamos, especialmente inadecuada dadas las circunstancias. Del Presidente se espera que tome al toro por las astas, que se haga del problema y plantee soluciones.

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Ahora bien, más allá de la indignación pública, la infortunada frase de Vizcarra me generaba a mí dos preocupaciones. La primera: que ella significase la resignación y salida al paso de un Presidente incapaz de reconocer las facultades de su cargo y de asumir la cuota de responsabilidad que tiene precisamente por éste. La segunda: que sus críticos de redes sociales estén actuando o bien con cinismo o bien con ignorancia. Me explico sobre esto último. Es claro que Vizcarra no se refería con «designios de la vida» a la agresión que causó la muerte de Eivy Agreda, sino al desenlace mismo, a que haya muerto a pesar de los cuidados médicos con los que se intentó salvar su vida y de haber superado ya varias operaciones. Siendo así, hay dos opciones: o bien los críticos de Vizcarra saben que se refiere a eso, pero igual creen oportuno criticarlo como si estuviese justificando o invisibilizando la agresión, o bien no se dan cuenta y realmente creen que lo está haciendo.

Respecto de mi primera preocupación, Vizcarra acaba de proponer medidas concretas para enfrentar la violencia contra la mujer. Ellas, desde luego, están sujetas a análisis y crítica; por ejemplo, sólo para empezar, a mí me hubiese gustado que diese un paso más y anunciara luchar contra toda violencia de género. De todos modos, y aunque se haya tenido que esperar el lamentable desenlace de un caso mediático entre muchos otros que no lo son (lo que muestra su poco arraigo en la voluntad política), esa reacción era la necesaria y hay que exigir que se lleve a cabo y se profundice. Respecto de mi segunda preocupación, me temo que allí hay algo más difícil de remontar. Si el cinismo fuese el caso, tenemos que, entre aquellos que enarbolan la bandera del progreso moral y la conciencia crítica en el país, hay quienes actúan, en el fondo, con mala fe, motivados por emociones (sobre todo la antipatía y el odio) o por intereses particulares (de partido, de ideología, etc.). Si más bien es una cuestión de no saber distinguir los diversos contextos o sentidos en que puede ser dicha una frase, para ver cuál de ellos es el más plausible y, finalmente, ir más allá del mero lenguaje, entonces estaríamos en educación crítica mucho peor de lo que pensamos. Creo que lo último es el caso y es algo propio de nuestro tiempo: somos mayoritariamente emotivistas, voluntaristas y poco (auto)críticos. La literalidad y la superficialidad parecen dominarnos y, con ello, el dogmatismo y nuestros prejuicios. Que alguien sólo entienda lo que quiere entender es claro síntoma de dogmatismo. Eso es algo mucho más difícil de superar y es igualmente peligroso, porque es otra vía hacia la intolerancia y la violencia. Una vía rápida. ¿Será ello también un designio de la vida o estamos dispuestos a cambiarlo?

 

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Caricatura de David Orlando

 

Cuando la academia se encuentra con la «ideología» de género

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Un profesor universitario, con todo el saber que le ha dado la academia, escribe lo que sigue:
«Este es el famoso artículo publicado por la revista Jezabel en el que unas mujeres reconoce que le pegó a su novio pero que, además, él se lo merecía. La autora no lo presenta como un hecho dramático sino como algo gracioso. Hay mucha evidencia de cómo la violencia de una mujer contra un hombre es trivializada. Esta evidencia no me permite sin embargo inferir que las mujeres son misándricas y son intrínsicamente violentas. Es más bien evidencia de un hecho ya conocido por los psicólogos sociales: a los seres humanos nos gusta la violencia, es placentero ejercerla y la justificamos».
No traigo a colación esto por los gazapos y horrores ortográficos y de redacción, lo cual es asunto aparte. Tampoco por la indignación que le genera la justificación y actitud celebratoria o frívola ante la violencia contra un hombre por parte de una mujer. Esa indignación la comparto. Lo que me llama la atención y me parece necesario comentar es la conclusión que, aceleradamente, deduce de ello. A saber: que no hay conexión entre violencia y rol de género. Siendo más específicos (porque a eso se dirige, en realidad): que la violencia contra la mujer por parte del hombre no se debe ni a misoginia ni a machismo. Y apela, abstractamente, a algo que habrían demostrado los psicólogos sociales, a los cuales él sí ha leído porque, claro está, él es un académico de polendas, con veinte años en el asunto: él sabe que sabe. Sin embargo, ¿realmente sabe? Veamos:
  1. El profesor dice que no puede «inferir» que las mujeres que creen que está bien violentar a los hombres y lo celebran sean misándricas. ¿Por qué no? No se lo pregunta, siquiera. Quizás quiera decir que no necesariamente tienen que serlo. Eso sería obvio, pero no toda inferencia tiene que ser un silogismo perfecto (a priori y universalmente válido). Hay mujeres que odian a los hombres y celebran a las maltratadoras, así como también hay hombres que odian que las mujeres gocen de la libertad e igualdad de derechos que ya tienen y las maltratan por ello. Tanto la misandria como la misoginia pueden tener que ver con la violencia entre hombres y mujeres. Un ejemplo claro es el de la infame «manada» en España: a todas luces, un grupo de misóginos y racistas. Se puede argumentar que no es la única razón, desde luego, pero considerar su pertinencia y su grado de relevancia es algo que sólo se puede evaluar en cada caso específico. En los términos generales en los que se maneja el profesor, no se puede ir más lejos de la mera probabilidad del vínculo, el cual sí existe.
  2. Yendo a lo más importante, el profesor dice que no puede afirmar que hombres o mujeres sean «intrínsicamente» (sic) violentos. Es curioso, aunque no sorprendente, que nuestros académicos postmodernos, en su pugna contra los esencialismos y los valores intrínsecos, terminen esencializando eso a lo que se oponen mucho más de lo que harían quienes hablan en términos naturalistas. Estos últimos muchas veces usan lo «intrínseco» como una mera hipótesis de trabajo, al modo de los filósofos modernos con su «estado de naturaleza». Sin entrar a discusiones escolásticas sobre el ser y la esencia, la evidencia histórica muestra que el ser humano no ha podido eliminar la violencia, ni desde que se bajó del árbol, ni antes de ello, ni después de la Ilustración… Nunca. Aunque el mismo profesor diga -que lo dice- soñar con un mundo así, el único mundo sin violencia es el cementerio. Se cae de una forma u otra en ella y es incluso deseable que la haya, por ejemplo en la vida política de las naciones democráticas. El punto es que la violencia pueda ser controlada y que el ser humano desfogue sus temores, frustraciones, pasiones, etc., con formas de violencia que sean socialmente aceptables, como puede suceder con el arte, el deporte o el juego, o de formas menos violentas que otras. La misma evidencia histórica muestra que en los últimos tiempos el ser humano se ha hecho menos violento de lo que era antes; aunque no nos parezca por la cercanía con que juzgamos nuestra época. En todo caso, parece ser que no nos queda sino hacer como si la violencia nos fuese intrínseca, para luego hacernos conscientes de formas específicas en las que, tanto por cuestiones biológicas como por hábitos socioculturales, podemos hacernos más o menos violentos. Así podemos trabajar sobre ello: nunca desde una mirada totalizadora, sino atendiendo a las perspectivas y los matices de cada circunstancia. Y resulta que allí sí importa la diferencia de género. Por ejemplo, para los estudios (justamente de psicología social*) que evalúan la mayor tendencia de las mujeres a la cooperación y la mayor tendencia de los hombres a la competitividad; siendo esta última una mayor fuente de frustraciones y, por ende, de violencia. En ese sentido, es tan ridículo pretender atributos absolutos para todos los hombres, como lo es decir que, porque ello no es posible, no hay que tomar en cuenta las diferencias de género. Esto último es lo que hace quien afirma que él es hombre y no es violador o quien reclama a voz en cuello que «a los hombres también nos pegan», como si con ello se trajese abajo la teoría y la agenda feministas. No lo hace. Sólo muestra su propia ridiculez. Revestir eso con cierta pompa académica no hace sino agravar el ridículo.
Una cosa es decir que detrás de la violencia del hombre contra la mujer no sólo hay machismo, sino también otras razones biológicas y culturales que en algunos casos son más determinantes (con lo cual se pide a cierto feminismo no ser simplista y juzgar todo como machismo sin mayor análisis de cada caso), y otra cosa muy distinta es afirmar que en la violencia contra la mujer no hay machismo ni misoginia algunos. Incluso en el Derecho, el problema con el delito de feminicidio no es que no existan hombres odiando la libertad y la igualdad que las mujeres ganaron no hace mucho. Basta con salir a una avenida limeña para ver cómo un hombre le mete el carro a una mujer que maneja con prudencia y le grita: «vete a cocinar». Lo que se discute en el Derecho Penal es el medio de prueba que puede ser tenido por válido y si la tipificación es correcta o eficaz. Esto ya merece un análisis aparte, pero lo menciono porque, en la misma línea de negacionismo, el profesor en cuestión también afirma que no ve la necesidad de hablar de feminicidio. Negar la diferencia de género como un factor a tener en cuenta en la violencia contra la mujer y la necesidad de políticas especiales, no es sino ser miope y creer que se ve bien. Cómo estaremos de habituados al patriarcado católico en el Perú, que a algunos de nuestros académicos «progres» de la PUCP les cuesta tanto no ser ciprianistas, ¡incluso sin Cipriani!
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* Aun en la prensa (extranjera) se encuentra opiniones que, no por breves y un tanto ligeras, están tan mal formuladas. Hoy, 30 de abril de 2018, ha salido en El País de España un polémico artículo de opinión firmado por Víctor Lapuente y que lleva por título: «Por qué los hombres violamos». El autor, evidentemente, no cae en la susodicha ridiculez de decir: «¡joder, que no todos, yo no!», porque entiende el sentido de la generalización y en ese texto la explora (o más bien sugiere algunas líneas para hacerlo). No hay que estar de acuerdo en todo lo que él señala (es un tanto ligero su argumento cuantitativo y no aclara que lo biológico nunca es enteramente determinante), pero opiniones así son las que nos hacen falta para empezar a subir un poco el debate, aunque éste sea en las redes sociales.

La represión policial y las restricciones al derecho constitucional de reunión

 

En las cuatro marchas que se han realizado contra el indulto a Alberto Fujimori y pidiendo la renuncia del presidente Kuczynski, incluyendo las del 24 y 25 de diciembre, la Policía Nacional ha tenido la orden de reprimir con gases lacrimógenos a los manifestantes que se hubiesen «desviado» de las rutas permitidas. La estrategia ha sido clara desde el inicio, pero se ha ido trasparentando cada vez más con el cierre de la Plaza San Martín (que ha sido centro de asambleas durante los últimos 50 años) y el corte de la electricidad en la Plaza Dos de Mayo durante la última manifestación. La represión del actual régimen, dirigida claramente desde la inteligencia del Estado (hay inclusive ciertos rumores que vinculan al entorno de la presidenta del Consejo de Ministros con el famoso asesor del fujimorato, recluido en la Base Naval), no sólo busca dispersar las manifestaciones, sino que está en el fondo orientada a generar divisiones entre los colectivos que las convocan, a provocar desánimo entre los asistentes y a invisibilizarlas lo más posible.

El peligroso comportamiento, que se está volviendo pan de cada día en este Gobierno y que requeriría la intervención inmediata del Defensor del Pueblo, es la de normalizar la represión policial para toda manifestación que no haya sido previamente permitida por la autoridad. De hecho, antes de cada marcha, se está instalando una suerte de mesa de negociación para acordar las rutas en las que la policía «puede ofrecer garantías». Como si ella no estuviese obligada a ofrecer garantías siempre y de manera inmediata. Eso es absurdo e inconstitucional. Algunos colectivos han participado de esos acuerdos previos en aras de evitar enfrentamientos que desanimasen a los eventuales manifestantes, pero ni se han reducido las represiones, ni ello lo vuelve algo legítimo. Para aclarar esto, es necesario que evaluemos lo que dispone nuestro ordenamiento constitucional. Ya se está diciendo en las calles que el Tribunal Constitucional determinó que en el Perú no se requiere permiso previo para las protestas. Esto es cierto y está en el meollo del asunto, pero éste es más complejo que sólo eso.

Lo primero que hay que observar es que, en efecto, el derecho a la reunión en espacios públicos es un derecho fundamental reconocido en el artículo 2º numeral 12 de nuestra Constitución. Este se basa en el reconocimiento de que cada persona, sea individual o colectivamente, debe poder participar activamente «en la vida política, económica, social y cultural de la Nación» (art. 2º num. 17). Garantizar esta exigencia es indispensable para un Estado democrático como el peruano (art. 43º), que debe contar con mecanismos de participación directa (art. 31º). En consecuencia, en su sentencia del expediente Nº 4677-2004 (PA/TC Lima), emitida el 7 de diciembre de 2005, el Tribunal Constitucional estableció que:

El hecho de que (…) el artículo 2º 12 de la Constitución exija un anuncio previo a la autoridad para realizar reuniones en plazas y vías públicas, puede llevar a la errónea impresión de que (…) es imprescindible la autorización previa de algún representante gubernativo, siendo, en consecuencia, un derecho mediatizado en su manifestación a la anticipada aquiescencia expresa de la autoridad pública.

Pues nada escapa de manera más evidente a la constitucional configuración del derecho sub examine. En efecto, el derecho de reunión es de eficacia inmediata y directa, de manera tal que no requiere de ningún tipo de autorización previa para su ejercicio (§8, 15 e).

No hay duda alguna: en varias partes de la sentencia, los magistrados insisten en que las reuniones colectivas en espacios públicos requieren que se informe a la autoridad con anticipación, pero de ningún modo ello puede entenderse como un pedido de permiso ni puede estar sujeto a autorización, lo cual mediatizaría un derecho que, por su carácter fundamental, tiene eficacia inmediata y directa. Huelga decir que la reunión que se considera y protege así es la que se realiza pacíficamente y sin armas. Ahora bien, la sentencia no concluye allí, sino que aborda las posibles restricciones. Desde luego que el derecho a la reunión debe tener ciertas restricciones, toda vez que, «como todo derecho fundamental, no es un derecho absoluto o ilimitado» (§9, 16) y que la propia Constitución establece que la autoridad puede prohibir las reuniones públicas «por motivos probados de seguridad o de sanidad públicas» (art. 12 num. 2). El argumento de la sanidad tiene una naturaleza objetiva que lo hace menos problemático, pero el de la seguridad es usado con cierta frecuencia por las autoridades para encubrir como una facultad constitucional lo que es mero autoritarismo. Por ello, el mismo Tribunal proporcionó criterios que deben ser tenidos en cuenta. Ellos se pueden resumir en los siguientes puntos:

  1. El fundamento de toda posible restricción al derecho de reunión es, como en otros casos, armonizar su ejercicio con las eventuales restricciones que genere a otros derechos. Esto quiere decir que, si no se afecta a otro derecho, no hay justificación alguna para prohibir o restringir el derecho de reunión. Si se afecta el ejercicio de otro derecho, pero de modo tal que no lo impida, la autoridad debe buscar un equilibrio entre ambos. Es el caso, por ejemplo, cuando se le concede a una manifestación el cierre de un lado de una avenida, siempre que dejen el otro para el tránsito peatonal y vehicular. Los bloqueos de carreteras, por lo mismo, al cortar todo libre tránsito, hacen que esa reunión pueda ser legítimamente reprimida. Lo relevante aquí es que, para que la restricción a una reunión en una plaza o vía pública esté debidamente motivada, la autoridad debe señalar con claridad qué otros derechos concretos está protegiendo y por qué su medida es proporcional. Cabe recordar que la prohibición debe ser siempre la última ratio (§9.2, 18).
  2. En Resolución Defensorial Nº 039-DP-2000, la Defensoría del Pueblo ha observado que el «derecho de reunión y manifestación es esencial para la existencia de un Estado democrático, pues permite a las personas la libre expresión de sus ideas y opiniones, en especial de naturaleza política» (Considerando primero). Esta misma relación esencial es la razón por la que el derecho de reunión no puede ir en contra de la seguridad que requiere el Estado democrático. Dicha seguridad refiere tanto al orden público como a la seguridad nacional. En el caso de lo primero, que es lo más recurrente, se busca proteger especialmente a las personas y bienes. Por eso es importante que las manifestaciones no afecten monumentos o propiedades, para que no se justifique el uso de la fuerza policial. En cualquier caso, la policía debe hacer un uso puntual y mesurado de la fuerza, dirigido exclusivamente a lo que se debe proteger. En cuanto a la autoridad, si ella prohíbe o restringe el derecho de reunión por motivos de seguridad, es necesario que explique el tipo y dimensión de la inseguridad que se generaría, que muestre su relación causal directa con la reunión en cuestión, y que establezca la proporcionalidad entre la restricción y la probada magnitud de la inseguridad. Esto significa que debe guiarse por los principios de razonabilidad y proporcionalidad que exige el artículo 200º de la Constitución. Por eso el Tribunal Constitucional demanda en su sentencia que «el derecho sólo se vea restringido por causas válidas, objetivas y razonables (principio de razonabilidad), y, en modo alguno, más allá de lo que resulte estrictamente necesario (principio de proporcionalidad)» (§9.2, 18).
  3. A ello se añade que las posibles restricciones no pueden ser generales para todo caso, sino que la autoridad está obligada a evaluarlas y justificarlas para cada caso en concreto. Por eso la sentencia estipulaba que no podía haber zonas restringidas permanentes, ni siquiera en el Centro Histórico de Lima, recordando que «fue el derecho de reunión ejercido, justamente, en el Centro Histórico de Lima, por quienes conocen la manifestación pacífica que le es inherente, el que, de la mano del resurgimiento de otros valores constitucionales, permitió derrocar las dictaduras, incluyendo la de la década pasada» (§10.2, 28).
  4. Siguiendo al constitucionalismo español, nuestro Tribunal Constitucional sostiene asimismo que la autoridad debe siempre buscar favorecer la libertad de reunión, en lugar de impedirla. Se trata del principio de favor libertatis. Eso significa que, en caso de duda sobre si una reunión podría traer efectos negativos para ciertos bienes o personas, es deber de la autoridad ofrecer las garantías para que ello no ocurra, pero actuando en favor del derecho de reunión. La prohibición, por lo tanto, debe ser última ratio. Y la mera posibilidad o sospecha de un efecto negativo no es condición suficiente para restringir este derecho. Por ello, no es una justificación válida para cerrar una plaza pública la sospecha o el temor de que puedan ser vulnerados los monumentos de la misma. Lo único procedente es que la policía se encuentre presente y arreste a aquel que efectivamente afecte a bienes o personas.

A partir de estos criterios y de los análisis que hacen los magistrados en la mencionada sentencia, se pueden extraer las siguientes consideraciones prácticas puntuales:

  1. La sentencia del TC avala la represión policial si no se informa con anticipación a la Prefectura cuáles serán los espacios públicos que ocupará la reunión (§12, 39). Por ello, los manifestantes están en la obligación (única) de informar todas las rutas de las marchas. Si un grupo quiere concentrarse previamente para partir, por ejemplo, de Miraflores, eso también debe ser informado. Así, además, se le quita legitimidad a una eventual represión.
  2. Hay que tener en cuenta que las marchas no pueden bloquear el libre tránsito, que es igualmente un derecho fundamental. Sin embargo, no se puede considerar que ello ocurra si se ocupa toda una calle o avenida pero el tránsito pueda desviarse por rutas alternas sin mayor problema. La sentencia del TC, además, es clara al señalar que el cierre temporal de las calles no es tan grave como prohibir el derecho de reunión: «la inevitable restricción a éste que una congregación llevada a cabo en una vía pública generará, en ningún caso, por si sola, podrá considerarse causa suficiente para prohibir el ejercicio del derecho de reunión» (§10.3, 30).
  3. Es importante que los manifestantes comprendan (y hagan comprender) dos cosas: (1) Aunque un muro sea menos importante que la justicia, el derecho de reunión no admite la afectación de bienes, no sólo del patrimonio cultural (monumentos), sino toda propiedad pública o privada. Se puede desfogar la ira arengando y de maneras creativas que no vayan contra otros derechos. De esa manera, se quita piso a la autoridad para que restrinja zonas y a la Policía para que reprima legítimamente. El «bacancito» que quiere dárselas de revolucionario por hacer pintas durante una manifestación, realmente no ayuda en nada. (2) La autoridad no puede de ninguna manera usar la mera posibilidad o sospecha de afectación de un bien como razón para restringir el tránsito u ocupación de una vía o plaza (§9.2, 18 de la sentencia del TC). A lo más, la Policía puede estar cerca a los bienes que podrían ser afectados y asumir una conducta vigilante.
  4. Ante la probabilidad de que se cierren nuevamente las plazas, con rejas como en la Plaza San Martín o con policías como en la Plaza Dos de Mayo, los manifestantes pueden presentar de manera preventiva una queja ante la Defensoría del Pueblo (por la amenaza al derecho fundamental de reunión), para que ésta realice una diligencia de inspección en las siguientes marchas. Asimismo, se puede presentar una demanda de Habeas Corpus innovativo contra la Municipalidad de Lima, el cual «debe interponerse contra la amenaza y la violación de este derecho, aún cuando éste ya hubiera sido consumado» (García Belaúnde, Domingo, Constitución y política, Lima: Eddili, 1991, p. 148), con el fin de que no se repita.
  5. Es deber de la autoridad probar objetivamente, y siguiendo los principios de razonabilidad y proporcionalidad, la necesidad de cualquier restricción, evitando impedir o dificultar la reunión y más bien favoreciendo su desarrollo (principio de favor libertatis). Si no respeta estos principios y pone restricciones o condiciones arbitrarias o injustificadas, se puede presentar queja a la Defensoría del Pueblo y demanda constitucional de Habeas Corpus restringido o conexo para que sea el juez quien ordene a la autoridad abstenerse de impedir injustificadamente un derecho fundamental (y no para que «ordene otorgar el permiso», como erróneamente dice en ocasiones la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, puesto que, como se ha dicho antes, no hay necesidad de permiso alguno).
  6. Si la Policía rechaza una ruta con el argumento de que «no puede ofrecer garantías» en ella (sin que haya causa objetiva alguna), habría que recordarles que el artículo 3º de la Ley Nº 27686, de conformidad con el artículo 166º de la Constitución, ha dispuesto que la Policía Nacional está obligada a garantizar el ejercicio del derecho constitucional de reunión. Si eso no es suficiente, correspondería, nuevamente, quejarse ante la Defensoría del Pueblo e interponer una demanda de Habeas Corpus preventivo, ya que ello estaría colocando en amenaza cierta e inminente a los manifestantes. Asimismo, el jefe de la ONAGI se hace pasible de denuncia según el artículo 167º del Código Penal, que establece pena privativa de libertad no menor de dos ni mayor de cuatro años e inhabilitación de uno a dos años conforme al artículo 36º, incisos 1, 2 y 3 del Código Penal, para el funcionario público que, abusando de su cargo, no autoriza, no garantiza, prohíbe o impide una reunión pública, lícitamente convocada (y recuérdese que el único requisito de licitud para una reunión es su fin pacífico). La Comisión de Constitución del Congreso, por su parte, debería convocar a dicha autoridad y al Ministro del Interior para que respondan por la afectación a este derecho constitucional esencial para la vida democrática de la Nación.
  7. En caso que otra autoridad impida la reunión, como ha sido el caso, en la última marcha, con el corte del alumbrado de la Plaza Dos de Mayo, efectuado por la Municipalidad de Lima (habiendo ENEL observado la normalidad del flujo eléctrico), se le aplica el mismo artículo 167º del Código Penal, además del delito de puesta en peligro. Tengo entendido que esta denuncia ya está realizándose.

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Quizás estas consideraciones puedan ayudar a los colectivos a asumir una postura más firme en la defensa del derecho de reunión, así como para que invoquen la protección de la Defensoría del Pueblo, el sistema jurídico y, eventualmente, de los organismos internacionales competentes.

Ni Una Menos

Cuando se dio la Ley contra el feminicidio, Martha Chávez dijo algo como que era ilógico tipificar de modo desigual lo que estaba ya cubierto por el homicidio calificado. En buena lógica, tenía razón. Sin embargo, las leyes no sólo deben seguir una coherencia teórica, sino que deben adecuarse a las necesidades y circunstancias de la sociedad sobre la que rigen, pudiendo también ser derogadas cuando cumplan su cometido. De allí la justificación de una ley como aquella: la circunstancia práctica (el alto índice de asesinatos de mujeres por sus parejas) demandaba un trato especial en el corpus penal.

Aparecieron luego quienes sostenían que una ley difícilmente soluciona un problema cultural. Aunque ello no deja de ser cierto, en tanto que se requiere una efectividad de la ley y otros mecanismos más profundos que los normativos, hay un error si se pretende que esto deslegitima a la ley. No se puede confundir la fundamentación objetiva de un ideal normativo y su necesidad, con su eficacia empírica que puede depender de muy diversos factores contingentes. En buen cristiano: que todos sean corruptos no hace de la corrupción algo bueno y que la ley no deba sancionar.

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Es cierto que el feminismo, como cualquier otro movimiento, puede enceguecerse, caer en dogmatismo, ver machismos donde no los hay o no ver otros aspectos que trascienden los de su marco ideológico, pero esto no invalida ni a su causa ni a sus críticas. La marcha feminista de ayer en Lima ha sido importante en varios sentidos: por las eventuales repercusiones en políticas públicas, pero además por lo empático y lo simbólico, que no son poco importantes, como algunos parecen creer, sobre todo en un país altamente conservador como el Perú, en el que se suele considerar a la mujer como naturalmente inferior y a la violencia doméstica como un problema privado y no público.

No obstante, hay quienes, más allá de ciertas bromas, ven en manifestaciones como ésta el reclamo de un privilegio; es decir, una inequidad de fondo, atentatoria del principio de igualdad ante la ley. Quien piensa así, se queda en una concepción tan abstracta como precaria de igualdad. En condiciones ideales, en las que el suelo estuviese parejo para todos, haría falta superar toda diferencia específica y buscar la igualdad en general, simplemente atendiendo a nuestros derechos como seres humanos. El problema, precisamente, es que en la realidad tales condiciones no existen: el suelo es desigual para unos y otros. Por lo tanto, es sólo en función de esas diferencias que tiene sentido la afirmación de la igualdad. La igualdad, pues, no consiste en que todos tengan el mismo trato, lo cual es muy básico, sino que se trate de modo preferencial a quienes están más desprotegidos o son más desfavorecidos en la sociedad. Las altas cifras de violencia contra la mujer deben ser suficientes para entender que el sistema de justicia es especialmente injusto frente a esta violencia específica. Ya es hora de cambiar esto.

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Las dádivas de PPK y la historia del alcoholismo indígena en el Virreinato

En el Virreinato del Perú, los corregimientos fueron espacios donde el abuso, el racismo y la explotación laboral iba de la mano con el aprovechamiento comercial; no sólo por los bienes obtenidos, sino, además, con monopolios que imponían a los indígenas con vales de compra que les forzaban a adquirir productos (vestido, por ejemplo) de mala calidad. Pero uno especialmente preocupante, incluso para otros españoles, eran los negociados con bebidas alcohólicas. Los corregidores y sus comerciantes bien pronto se dieron cuenta que el indio tenía propensión al vino y al aguardiente, ya que encontraba ahí —como es natural— una evasión de su realidad cotidiana, en la que ellos mismos les maltrataban. Son numerosos los documentos que testimonian los estragos que causó el consumo de alcohol entre los naturales; por ejemplo, Juan Bautista de la Reigada le escribió al Rey que «como dados a la embriaguez, y siendo de un natural tan ardiente, perecen muchísimos, aun antes de que se les pase la pérdida del juicio, con riesgo de la de sus almas» (1). En el mismo documento, Reigada afirmaba que el expendio del alcohol se realizaba tanto por corregidores como por curas. Lo del «opio del pueblo», pero en este caso de manera literal.

La carta anterior es de inicios del siglo XVIII, pero el negocio y sus efectos tenían vieja data. En Cédula del 10 de octubre de 1613, por ejemplo, el Marqués de Montes Claros prohibió el acercamiento de alcohol a los indios (2). Hicieron lo propio:

  • En 1639, el Consejo. (3)
  • En 1666, la Audiencia gobernadora. (4)
  • En 1671, el Conde de Lemos a corregidores y doctrineros. (5)
  • En 1685, el Duque de la Palata. (6)
  • En 1710, el Virrey de Nueva España. Cédula extendida al Perú en 1714. (7)
  • En 1751, el virrey Manso de Velasco. (8)
  • Entre otros.

La persistente legislación muestra lo arraigada que estaba la práctica en el sistema de los corregimientos. Es que dicho sistema generó toda una cadena de lucro que involucró a los caciques, que en lugar de comprar medicinas en los hospitales llevaban vino del corregidor a sus enfermos; a los tenientes, que exigían los repartos; a los hacendados y a los curas, que tenían puestos permanentes para el «fomento de embriagueces a los indios». Además, como era de esperarse, esta práctica de repartos forzosos aumentó las hostilidades y los abusos de los corregidores. En 1727, Francisco Saba describía a los corregidores como «allegándoles con fuerza que tomen los géneros o efectos que son contra la naturaleza de los indios, como son aguardientes» (9). Para mediados del siglo XVIII, la ebriedad ya estaba entre las principales causas del decrecimiento demográfico de los indígenas.

Lo que siguió no es menos conocido. Ya el virrey Amat, en su Memoria de gobierno, había señalado a la embriaguez como un vicio extendido hasta el lugar más remoto del Perú, donde, sobre todo el aguardiente, era vendido públicamente. Pero su preocupación era bien precisa: veía en el alcohol la causa de relajo y de subversión moral y política por parte de los indígenas. Allí empezó una asociación que no sólo identificó a sus crecientes afanes de libertad con un estado irracional (algo que tras el fracaso de las rebeliones indígenas no fue cuestionado por los rebeldes criollos, que se tenían por ilustrados y superiores), sino que incluso fortaleció el desdén hacia el indio durante la República. Los corregimientos ya no existían para entonces, pero su efecto perduraba como tradición y como prejuicio. Las principales fiestas religiosas, por ejemplo, se siguieron celebrando en muchos lugares con ingentes cantidades de alcohol. Esa imagen exótica ayudó, por un lado, a mantener el prejuicioso vínculo sobre el carácter del indio. Ideas como que el serrano es borracho y flojo por naturaleza, o que no piensa en otra cosa que no sea en el alcohol, fueron argumentos usuales para discriminar y legitimar abusos, principalmente en las haciendas. Sólo el indigenismo y el forzado contacto de las urbes costeras con las oleadas de migrantes de la sierra en el siglo XX han logrado debilitar tal asociación; con la reciente imagen del «cholo trabajador», por ejemplo. Por otro lado, ese exotismo invisibilizó una dependencia al alcohol que va más allá de la efímera alegría de la fiesta y que sigue siendo un buen negocio para muchos, desde el monopolio cervecero hasta los fabricantes de aguardientes de mala calidad y los contrabandistas que importan de Bolivia una de las bebidas más consumidas por su bajo costo: el alcohol metílico (10).

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Este muy general repaso histórico tiene una intención que no tengo interés de ocultar (es explícita en el título mismo, además); a saber: que cuando un candidato presidencial hace proselitismo en la actualidad, llevando a los ciudadanos de determinado lugar dádivas que consisten en «quince cajas de cerveza, también la cañita…», más allá de si ello va contra la normativa electoral vigente (pues podría alegar celebración y tradicionalismo), hace algo mucho peor: reproduce el comportamiento pernicioso de los corregidores, sólo que ya no en el virreinato sino en la base misma del sistema democrático; es decir, ofrece alcohol para obtener votos. No importa aquí la bizantina discusión acerca de si él pagó o llevó las dádivas o no. El asunto es claro: tras negarlo, se le ve entregando bolsas con hojas de coca y botellas de caña pura, personalmente y como parte del acto proselitista. Aunque hubiese sido sorprendido por su candidato local, como aseguró, Kuczynski no impidió la entrega de las bebidas alcohólicas; más aún, se prestó a participar de ella.

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Hay por lo menos tres consideraciones por las que dicho acto es censurable:

1. Es socialmente irresponsable, pues fomenta el consumo de alcohol en una población que sufre altas tasas de alcoholismo, en la mayoría de casos asociado a violencia doméstica. Hablamos de un 13,5%, según el promedio nacional de la OMS, y un 15,6% según el cálculo para la sierra de un estudio publicado en el Acta Médica Peruana en el 2010. La justificación «antropológica» de que se trata de una costumbre, que ha dado su personero, es realmente vergonzosa y muestra su escasez crítica y su falta de sensibilidad social, de un compromiso auténtico con la salud de las personas e incluso con su economía familiar.

2. Muestra la dimensión de su ignorancia histórica respecto del país que piensa gobernar. No es sólo un asunto de memoria de hechos del pasado, sino, como se ha mostrado, de ser consciente de las implicancias históricas de un acto. Un político que pretenda realmente solucionar los problemas de fondo del país, no puede desconocer y no estar comprometido con dichas implicancias. Cuando ese es el caso, el riesgo es que primen para él otros compromisos meramente suyos o de sus allegados; económicos, por ejemplo. Por ello no resulta sorprendente que, ante la amenaza de dichos intereses, reaccione violentamente, llamando «ignorante» a quien piensa distinto e incluso al periodista que legítimamente le pregunta por esa posibilidad contraria a la suya. En ese gesto de esta campaña ha mostrado que sigue siendo el mismo político que, cuando asume el poder de un cargo, desata todo su rancio colonialismo; como cuando, en el 2006, preocupado por los serranos revoltosos (igual que el virrey Amat), dijo que «esto de cambiar las reglas, cambiar los contratos, nacionalizar, que es un poco una idea de una parte de los Andes, lugares donde la altura impide que el oxígeno llegue al cerebro, eso es fatal y funesto».

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3. Es políticamente irresponsable y discriminador. Reduce la política al interés material y al consumo de algo enteramente ajeno al fin de la política (el bien común) y la deliberación de propuestas. Es un acto político de campaña, desde luego, pero uno que supone un manejo deplorable de la libertad de los electores; porque los ata desde la sensibilidad a la vez que afecta su lucidez. Y allí está el mismo prejuicio decimonónico antes descrito. ¿O acaso hace lo mismo en un mitin en Miraflores o en una junta de accionistas en San Isidro? Si un político sostiene de modo cínico que son públicos distintos, entonces hay que tener la valentía de reconocer que sólo se está usando a la democracia y que no se cree realmente en ella. Porque en una democracia todos los ciudadanos deben ser tratados con igual respeto y responsabilidad, no unos como ilustrados y otros como pordioseros. Por eso mismo, más allá de este candidato y de este proceso electoral, debemos desterrar este tipo de dádivas en actividades proselitistas.

Dejo un fragmento de un reportaje sobre el alcoholismo en Ayacucho:

Referencias:

(1) Archivo General de Indias, Lima 432. Carta de D. Juan Bautista de la Reigada al Rey sobre el reparto de aguardientes y vino a los indios. Lima, 10 de marzo de 1703.

(2) Cf. Lohmann, Guillermo, El corregidor de indios en el Perú bajo los Austrias, Madrid, 1957, p. 444.

(3) A. G. I., Lima 148. Cédula del 7 de diciembre de 1639.

(4) «Prevenciones en favor de los indios del Perú contra abusos de corregidores». A. G. I., Lima 67. Lima, 28 de mayo de 1666.

(5) Cf. Lohmann, G., ibid., p. 352.

(6) Ordenanzas XXV y XXVI.

(7) A. G. I., Indiferente General 432. El Pardo, 10 de agosto de 1714.

(8) Archivo Histórico de la Nación, Códices 687-B. Cedulario Índico, tomo IV. Lima, 18 de mayo de 1751.

(9) A. G. I., Lima 495. Carta de D. Francisco Saba Capac Inga sobre tiranía en el reparto. Lima, 6 de septiembre de 1727.

(10) Según la antropóloga Catherine Allen, el consumo de caña en Cusco fue prácticamente reemplazado por el de alcohol metílico hacia la década de 1990. Cf. Allen, C., «Let’s drink together, my dear: Persistent ceremonies in a changing community», en: Jennings, J. & B. Bowser (eds.), Drink, Power and Society in the Andes, Gainesville: University Press of Florida, 2008, p. 28. Este ha sido el caso en la sierra sur y central, siendo mucho menor en la sierra norte donde el cañazo sigue siendo preponderante.

Habermas sobre el acuerdo económico entre Grecia y la Unión Europea

La siguiente es la traducción de la reciente entrevista que Philip Oltermann le hiciera al filósofo alemán Jürgen Habermas para The Guardian. Fue publicada el pasado 16 de julio. En ella tiene especial interés su oposición a un retorno a economías enteramente nacionales entre los países europeos, tal como quieren algunos críticos de izquierda en concordancia con la posición clásica de la derecha británica.

Habermas

Guardian: ¿Cuál es su veredicto sobre el acuerdo alcanzado el lunes?

Habermas: El acuerdo sobre la deuda griega anunciado el lunes por la mañana está dañando tanto en su resultado como en la forma en que fue alcanzado. En primer lugar, es poco aconsejable el resultado de las conversaciones. Incluso si uno fuera a considerar los asfixiantes términos del acuerdo como el curso de acción correcto, no se puede esperar que estas reformas sean promulgadas por un gobierno que, por su propia admisión, no cree en los términos del acuerdo.

En segundo lugar, el resultado no hace sentido en términos económicos debido a la tóxica mezcla de las necesarias reformas estructurales del Estado y de la economía con más imposiciones neoliberales que desalentarán completamente a una población griega agotada y que matarán cualquier impulso al crecimiento.

En tercer lugar, el resultado significa que un indefenso Consejo Europeo está en efecto declarándose a sí mismo políticamente en bancarrota: la relegación de facto de un Estado miembro a la condición de un protectorado contradice abiertamente los principios democráticos de la Unión Europea. Finalmente, el resultado es una vergüenza porque obligar al gobierno griego a aceptar un fondo de privatización económicamente cuestionable y predominantemente simbólico, no puede ser entendido como algo más que un acto de castigo en contra de un gobierno de izquierda. Es difícil ver cómo se podría hacer más daño.

Y aun el gobierno alemán hizo exactamente esto cuando el ministro de Finanzas, Schaeuble, amenazó a Grecia con la salida del euro; revelándose así desvergonzadamente como el disciplinador principal de Europa. El gobierno alemán, por lo tanto, hizo por primera vez una demanda manifiesta por la hegemonía alemana en Europa – esto, en todo caso, es cómo se perciben las cosas en el resto de Europa, y esta percepción define la realidad que cuenta. Me temo que el gobierno alemán, incluyendo su facción socialdemócrata, ha dilapidado en una noche todo el capital político que una mejor Alemania había acumulado en medio siglo – y por «mejor» me refiero a una Alemania caracterizada por una mayor sensibilidad política y una mentalidad post-nacional.

Guardian: Cuando el primer ministro griego Alexis Tsipras convocó a un referéndum el mes pasado, muchos otros políticos europeos lo acusaron de traición. La canciller alemana, Angela Merkel, a su vez, ha sido acusada de chantajear a Grecia. ¿Qué lado usted ve como cargando más culpa por el deterioro de la situación?

Habermas: Estoy inseguro acerca de las verdaderas intenciones de Alexis Tsipras, pero tenemos que reconocer un hecho simple: para permitir a Grecia pararse de nuevo, las deudas que el FMI ha considerado «altamente insostenibles» necesitan ser reestructuradas. A pesar de esto, ambos, Bruselas y Berlín, han negado persistentemente al primer ministro griego la oportunidad de negociar una reestructuración de la deuda de Grecia desde el principio. Con el fin de superar este muro de resistencia entre los acreedores, el primer ministro Tsipras finalmente trató de fortalecer su posición por medio de un referéndum – y consiguió más apoyo interno de lo esperado. Esta renovada legitimación obligó al otro lado, ya sea a buscar un compromiso o ya a explotar la situación de emergencia de Grecia y actuar, incluso más que antes, como el disciplinador. Sabemos el resultado.

Guardian: ¿Es la crisis actual en Europa un problema financiero, un problema político o un problema moral?

Habermas: La crisis actual puede explicarse por causas económicas y por fracaso político. La crisis de la deuda soberana que surgió de la crisis bancaria tiene sus raíces en las condiciones sub-óptimas de una unión monetaria heterogéneamente compuesta. Sin una política financiera y económica común, las economías nacionales de los Estados miembros pseudo-soberanos seguirán separándose en términos de productividad. Ninguna comunidad política puede sostener tal tensión en el largo plazo. Al mismo tiempo, al centrarse en evitar el conflicto abierto, las instituciones de la UE están impidiendo iniciativas políticas necesarias para la expansión de la unión monetaria a una unión política. Sólo los líderes de los gobiernos reunidos en el Consejo Europeo están en condiciones de actuar, pero precisamente son ellos los que no son capaces de actuar en el interés de una comunidad europea conjunta porque piensan principalmente en su electorado nacional. Estamos atorados en una trampa política.

Guardian: Wolfgang Streeck en el pasado advirtió que el ideal habermasiano de Europa es la raíz de la crisis actual, no su remedio: Europa, ha advertido, no salvaría a la democracia, sino que la aboliría. Muchos en la izquierda europea consideran que los acontecimientos actuales confirman la crítica de Streeck del proyecto europeo. ¿Cuál es su respuesta a sus preocupaciones?

Habermas: Poniendo de lado su predicción de una inminente muerte del capitalismo, estoy en términos generales de acuerdo con el análisis de Wolfgang Streeck. En el transcurso de la crisis, el Ejecutivo europeo ha acumulado más y más autoridad. Las decisiones clave están siendo tomadas por el Consejo, la Comisión y el BCE – en otras palabras, las mismas instituciones que están insuficientemente legitimadas para tomar este tipo de decisiones o que carecen de todo fundamento democrático. Streeck y yo compartimos también la opinión de que este vaciamiento tecnocrático de la democracia es el resultado de un modelo neoliberal de políticas de desregulación del mercado. El equilibrio entre la política y el mercado ha venido fuera de sincronía, a costa del Estado de bienestar. En lo que diferimos es en términos de las consecuencias que cabe extraer de esta situación. No veo cómo un retorno a los Estados nacionales que tienen que administrarse como grandes corporaciones en un mercado global puede contrarrestar la tendencia a la des-democratización y a la creciente desigualdad social – algo que también vemos en Gran Bretaña, por cierto. Tales tendencias sólo pueden ser contrarrestadas, en todo caso, por un cambio en la dirección política, provocado por mayorías democráticas en un «núcleo europeo» más fuertemente integrado. La unión monetaria debe tener la capacidad de actuar a nivel supranacional. En vista del caótico proceso político provocado por la crisis en Grecia, ya no podemos darnos el lujo de ignorar los límites del actual método de compromiso intergubernamental.

Jürgen Habermas es profesor emérito de filosofía en la Universidad Johann Wolfgang Goethe de Frankfurt. Su último libro, El señuelo de la tecnocracia, ha sido publicado por Polity.

El fujimorismo y los dos niveles de la democracia

Nota previa: Este texto corresponde a una intervención que me fue solicitada de imprevisto por algunos amigos de Buenos Aires para un conversatorio sobre biopolítica. En realidad, la pregunta concreta que me dirigían era por la persistencia del fujimorismo en la política peruana. Lo publico creyendo que, más allá de esa pregunta, éste puede decir algo, no tanto sobre biopolítica, sino sobre la relación entre estética y política en general. En la transcripción sólo he cambiado el ejemplo inicial, colocando uno más reciente que es, sin embargo, más preciso que el que se me ocurrió en ese momento. Algunas notas fueron dichas en esa ocasión. Otras han sido añadidas recién aquí. El texto conserva su improvisada estructura oral.

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Buenos días.

Les agradezco la amabilidad de invitarme a decir fuera de programa algunas palabras sobre un tema espinoso del que sólo puedo dar una aproximación básica.

La llamada «líder natural» del fujimorismo, Keiko Fujimori, se ha manifestado en contra de un eventual retorno a la bicameralidad en el Congreso peruano. No es una sorpresa siendo que su padre la suprimió con el golpe de Estado de 1992, pero no ha dado su justificación habitual de la rapidez legislativa y el ahorro de costos. En esta ocasión, su argumento para justificar un Congreso unicameral (que de llegar al poder podría controlar mejor) ha sido que “el rechazo de la población hacia el Congreso podría incrementarse con 60 senadores adicionales, además de los 130 congresistas” (Willax TV, 27/11/2013). Esta lógica implica un reduccionismo cuantitativo bastante elemental que puede expresarse así: “si hay un rechazo ‘n’ por 130 congresistas, con 190 habría un rechazo ‘n + 60’, lo que sin duda es peor porque es más rechazo”. Al ser un argumento tan elemental y no ser presentado de una manera analítica que pueda resaltar sus limitaciones, es fácil que ese razonamiento sea compartido por otros. Se requiere una mayor reflexividad, habitualmente ausente en las declaraciones del fujimorismo y en buena parte de su público objetivo, para distinguir que esa desaprobación es sólo secundariamente numérica; que si los congresistas no fuesen malos, sino buenos representantes, la población no tendría problema alguno en aumentar su número por buenas razones, porque lo decisivo es en todo caso su calidad, que, aun cuando tiende a ser generalizada, es determinada siempre a partir de las decisiones, acciones y opiniones concretas de los congresistas. Pero Fujimori no ignora esto, sino que, además, deliberadamente omite en su simplificación los argumentos de fondo sobre el tema. Esa es, como veremos, una estrategia característica del modo de hacer política del fujimorismo, del viejo y del nuevo.

Si se tomase como determinante lo que Fujimori señala, bien podría ser refutada con la idea de una división de cámaras que no aumente el número actual de congresistas (lo cual, no obstante, sería errado ya que los senadores no serían representantes locales y hay una baja representatividad local con el número que hoy se tiene) (1). El argumento matemático, pues, es sólo un recurso con el que el fujimorismo busca que el ciudadano mantenga incuestionado un presupuesto que bien podríamos llamar «prejuicio pragmático»; a saber, que cuestionar el pensamiento y las políticas que ellos definen como «pragmatismo» (lo que puede entenderse como un realismo ingenuo) es propio de la «política tradicional», que ha sido tradicionalmente corrupta e impopular, y que sería por ello mismo demagógica. Desde luego que hay implicados también intereses individuales y partidarios en lo que el fujimorismo hace o expresa, pero al momento de buscar legitimidad más allá de los directamente beneficiados, no pueden apelar a esos intereses. La vergüenza sigue haciendo lo suyo, como observaba Marx. Apelan por ello a su ideología; esto es, a su forma presuntamente «no tradicional» de hacer política. En ese marco, toda reflexión que salga de la esfera «pragmática» es pura e inútil «filosofía», y el político que está con el pueblo no debe perder el tiempo en filosofías. Con esa política de la inmediatez, una serie de argumentos sólidos en favor de la bicameralidad son descartados de plano, obviando que la idea misma de contar con un Senado obedece a la intención de elevar la calidad parlamentaria, con personas de prestigio y experimentadas que mejoren las leyes aprobadas por la Cámara de diputados y con lo cual el rechazo de la población pudiese también reducirse (2). Por otro lado, en los sistemas bicamerales sucede normalmente que el Senado tiene más prestigio que la Cámara baja, por lo que equipararlas sin más es algo poco realista. Desde luego que todo depende de cómo se plantee la bicameralidad, y el modo como se ha planteado ahora último en el Perú es, por decir lo menos, decepcionante; pero el debate debe dirigirse sobre esas cuestiones que van más allá de lo coyuntural y de la precaria idea de democracia implicada en la declaración de Fujimori.

Lo que nos interesa resaltar acá no es el asunto de la bicameralidad, sino lo que presupone la declaración de Fujimori como idea y práctica de la política. Hemos adelantado que se trata de una política de la inmediatez y de ello podría desprenderse, como hacen a menudo políticos y analistas políticos, un juicio de valor negativo. No obstante, si estamos interesados en las posibilidades reales de la democracia, es necesario observar detenidamente y sin moralismos su uso eficaz como argumento de validación a manos del populismo, que no actúa sobre la conciencia de la gente en un nivel teorético, analítico, sino en un nivel intuitivo, que es más bien sintético, de naturalidad cotidiana (lo cual incide en la sensación de cercanía con este político), y donde predominan el gusto por el lado de la sensibilidad, y la opinión por el de la razón. Es el terreno del espectáculo y de la retórica, donde el individualismo se vuelve útil para el político populista porque refuerza un desdoblamiento que éste requiere (y sobre el que volveremos más adelante): tras una aparente unidad, encabezada por él, hay una realidad fragmentada que es plenificada mediante la satisfacción individual. Satisfacción supone aquí concreción, lo cual se logra aplacando o aligerando necesidades materiales (aquí se encuentra también el dominio del cuerpo, que le interesa a la biopolítica). Con la opinión sucede ya algo distinto: ésta se plenifica con la expresión, que es su materialidad particular. Pero la expresión en el marco del populismo no puede ser tan libre y espontánea: se necesita mantenerla dentro de ciertos límites controlables en los que no haya lugar para la disidencia; por ejemplo, en los mítines de apoyo al líder o con los medios de comunicación que tienen filtros adecuados (no sólo la censura, sino especialmente el framing).

En cualquier caso, estamos refiriéndonos en general a un nivel estético de la política. Más precisamente, a una voluntad estética que no es muy difícil de complacer y, por lo tanto, de domeñar. Ella reconoce fácilmente al tirano que se impone a través del miedo y la violencia explícita, pero no reconoce con la misma facilidad la coacción del populismo porque ésta se le impone por medio de la satisfacción, que remite a la propia subjetividad, sometiendo a la voluntad en general, y a la voluntad de conocimiento en particular, al sentimiento de placer. Con ambas, con la tiranía explícita del miedo o con la implícita del placer, importa especialmente lo estético; pero, como la dominación del político populista es más sutil, se hace más importante todavía analizar ese particular mecanismo de ilusión estética (3). Permítaseme esbozar sólo un punto: El miedo lleva a querer escapar de sus dinámicas y suprimir lo que le causa; el goce, no. En su individualidad, el goce es absolutizante: a partir de él no se coloca nada por encima del gusto y la opinión personales, no hay que buscarles sustento y no se les puede criticar sin cuestionar la libertad en su sentido más individual, que, siendo sumamente abstracto, se presenta empero como plenamente concreto. La organización de los individuos sólo es tolerada, como está dicho, limitando la esfera pública al proselitismo; es decir, si ella se somete a la libertad real, que no es finalmente la de cada individuo, sino la del líder encumbrado como soberano (4).

Ahora bien, mirar el asunto sin prejuzgarlo es ver lo real en aquella satisfacción individual; esto es, admitir que no se puede renunciar a esa esfera por poco reflexiva o crítica que efectivamente sea y por mucho que se crea que sólo el populismo puede tomar provecho de ella. Spinoza, por ejemplo, admitía como necesarios el disimulo y la manipulación incluso en un Estado democrático, por la sencilla razón de que no todos sus miembros son iguales y no todos pueden o quieren tener un carácter crítico (profético, en sus términos) (5). Nuestra resistencia a aceptar esto se debe a que estamos inmersos en una metafísica racionalista y moralista que censura a la retórica y al espectáculo por principio y que, al no poder eliminarlos y viendo que cada vez tienen un mayor lugar mediático, no se le ocurre nada mejor que pretender que sigan criterios que no son los suyos, fracasando cada vez más estrepitosamente en ese intento. Es necesario por eso, sin que ello signifique que la política en conjunto pierda un carácter crítico, salir de los estrechos márgenes que nos ha dejado la Ilustración e incorporar aquellos elementos que podríamos llamar ‘pre-críticos’ (yo los llamo ‘protoconscientes’ o, dado su carácter sensible, sencillamente ‘estéticos’). De hecho, la ventaja del capitalismo en este punto fue haber asumido esto por sus propios dogmas respecto del individuo. Así se volvió «capitalismo avanzado». Ya dijimos que el individualismo es conveniente para el populismo. Lo mismo ocurre a la inversa. No podría hacerlo aquí, pero es útil detenerse en la relación entre las teorías individualistas del capitalismo y las del ejercicio soberano del poder, antidemocrático en tanto que no limitado por el derecho y la Constitución, remontándose quizás a Hobbes y su polémica con el juez Coke, así como enfocar también las semejanzas y la relación simbiótica que puede darse entre la élite empresarial, los políticos populistas y los medios de comunicación. Estos últimos, no sólo porque pueden someterse a determinados intereses y poderes fácticos, sino porque se sirven del mismo argumento para justificar su mediocridad: bueno es lo que le gusta a la gente, lo que la gente quiere, que no es más que una suma irreal (es decir, una «voluntad general» meramente abstracta) de voluntades que en el fondo no dejan de ser sólo individuales (6).

De cualquier modo, la práctica de la política que deja de lado el aprovechamiento de las apariencias y los prejuicios por considerarlos inmorales y acríticos, cede esta esfera, que no puede ser suprimida de la condición humana y menos con sólo cerrarle los ojos, a aquellos que precisamente no tienen ninguna intención de adecentar la política o de hacerla más crítica. Además de ingenua, tal actitud es verdaderamente irresponsable. Sin embargo, es una actitud habitual entre los liberales que se hacen llamar «de izquierda», que parecen creer que la decencia necesariamente va acompañada de la torpeza política. Esta «izquierda», que la derecha acepta y con gusto califica de «progresista» porque no supone crítica estructural alguna, no está dispuesta a sacrificar su comodidad individualista y sacrifica más bien la crítica de la ideología; pero lo más curioso es cómo combinan su afán por reivindicaciones meramente simbólicas (estéticas) con su menosprecio por lo estético en la política. Son los idealistas de nuestro tiempo, la versión farsesca de la historia, que creyeron que el «progreso» pasaba por una nueva inversión del materialismo: le dan primacía a la estética de la imaginación por sobre la estética de la percepción. Con ello han logrado dos cosas:

1) Confundir lo simbólico con lo real, dándole prioridad a lo primero como síntoma directo de la realidad o como la realidad misma, sin darse cuenta que lo simbólico, más allá de todo eso, sigue siendo sólo simbólico. Esto los ha hecho abandonar también los términos de la sociología clásica para entretenerse con artificios subjetivistas como los psicoanalíticos; categorías como la de clase han sido enteramente desplazadas por otras más ambiguas e inofensivas como la de identidad.

2) Enfocándose en un ideal moral, se han hecho torpes para el manejo estético de la política que juzgan, en consecuencia, como inmoral. Incluso si éste fuese inmoral, eso no los excusaría de su torpeza, pues, como dice el Mahābhārata, «el rey debe disponer de ambas clases de sabiduría: la recta y la torcida» (7).

La manipulación de las masas para la obtención o preservación del poder, así como su crítica, no son algo nuevo (8); en buena cuenta, la República de Platón era también una respuesta a ello. Platón explicaba alegóricamente, en términos de la diferencia entre eikasía y pistis, la segmentación implicada: el político-sofista –que llamamos ahora populista– es capaz de distinguir entre la realidad material, que es en la que obtiene su provecho, y la apariencia que hace pasar por real para que el vulgo se satisfaga con esas distorsiones que reciben (incluso de su propia realidad, como los ecos y sombras que ven de ellos mismos en el fondo de la caverna). Podría pensarse, como hacen nuestros «liberales de izquierda», que esto sólo ocurre con el mal político, el sofístico, y que el filósofo –para seguir con los términos de Platón– debe estar libre de todo fingimiento. Pero esto no es cierto. Como tampoco lo es que la masa pueda abandonar su ceguera, que pueda distinguir, no al menos de la forma radical y constante que la verdad exige; por lo que el filósofo, que ha ascendido a lo inteligible y regresado a la caverna (9), debe utilizar el lenguaje que ella puede entender, debe manejar las apariencias (para Platón, incluso lo hace mejor que el sofista porque conoce el Bien, lo que significa que no toma a la «realidad» del sofista como real). Todo esto, pues, no es nuevo. Lo reciente es, en todo caso, el desarrollo tecnológico de los medios de comunicación y su alcance dentro de la llamada «americanización de la política», así como el peso articulador que ha alcanzado la representación, por lo que Debord hablaba –quizás de modo algo conservador aunque acertado– de una «sociedad del espectáculo».

Tampoco es reciente que la idea de la democracia se imponga de manera general (Platón mismo no estaba enteramente en contra de ella), pero sí los términos en que lo hizo tras la Revolución francesa. Desde entonces ha venido a gozar cada vez de mayor aceptación, lo que en parte se debe a que se le ha desprovisto de contenidos ideológicos (esto, como se sabe, significa precisamente el triunfo de una ideología). En consecuencia, el político autócrata ha tenido y tiene que adaptarse al sistema democrático; al menos a ese mínimo de democracia que se sostiene con goce estético individual y que se justifica con la simple suma de los mismos. ¿Cómo puede un autócrata, que ve en el pueblo un simple instrumento cuando no un estorbo para sus fines, aceptar la democracia? La respuesta está en la célebre formulación del cinismo lampedusiano: aparentando un cambio total que, en realidad, deja todo exactamente igual. Dialéctica sin superación real: mera conservación. El Antiguo Régimen dentro de la democracia. Esta es la lógica de todo populismo, antiguo o moderno. Sus creencias más básicas y sus intereses, que es lo que más difícilmente una persona cualquiera cambia, no cambian en absoluto. Lo que sucede es que, ante la adversidad, el autócrata comprende que es mejor ser estratega que mártir. Sus firmes convicciones admiten ceder en lo que no es esencial para preservar lo esencial: el poder soberano. Y tanto mejor si se le oculta en una aparente libertad de los sometidos para que así, precisamente, no se vean a sí mismos como tales. Esto supone el desdoblamiento al que nos referimos antes y que, para el reaccionario o conservador clásico, que es integrista, es inadmisible: la forma de la política por un lado y el contenido por el otro. La coherencia entre medios y fines tampoco es necesaria (con frecuencia el autócrata sostiene un realismo «maquiavélico»). Nada de esto es extraño, aunque quizás –habla aquí el filósofo en mí– se le haya estudiado mucho desde una perspectiva sociológica y muy poco desde una perspectiva epistemológica.

El punto es que, habiéndose instalado el cuestionamiento de la concentración del poder al punto en que incluso los actuales dictadores suelen conservar formalmente la división de poderes, el político populista acepta también jugar en esos términos. Desde luego que también subsiste –y a éste se le califica usualmente como ‘dictador’ en el escenario político– el reaccionario que sigue pretendiendo la abolición de la democracia y la restauración de una soberanía absoluta en su forma más plena: anulando incluso las elecciones. Sin embargo, esa es forzosamente una figura del pasado, desgastada y desgastante, mientras que el otro cede la forma ostentosa en la que el antiguo soberano detentaba el poder para tener algo más parecido a lo que el PRI tuvo por tanto tiempo en México.

Ahora bien, se advertirá aquí que este ejercicio de soberanía en la sombra no es tan propio del político populista, que justamente depende de la exposición de sí mismo por su forma personalista de hacer política, sino, sobre todo, y en forma mucho más sistemática y por lo tanto difícil de combatir, del capitalismo tardío. En éste, el personalismo y la exhibición política son absolutamente innecesarios, ya que la clase capitalista demanda renunciar (al menos en la apariencia) al juego electoral. Para eso están los lobbies. Su acceso a la esfera pública –únicamente para convencer, no para discutir sus ideas– se presenta habitualmente como estando fuera de la política y, sólo cuando es necesario, se expresa de manera gremial (política), pero siempre revistiendo a sus intereses de un carácter «técnico», pretendidamente apolítico y como interés general. La inmediatez de la técnica, que ha causado ciertas angustias en la filosofía contemporánea, se debe a la naturalidad con que nuestra mente establece causalidades y al carácter mágico (fetichista) que éstas fácilmente adquieren. El político populista, en cambio, por más antipolítico que se quiera, no puede permitirse ese ocultamiento.

Descubra el error de la segunda imagen.

En este punto, podrán ya deducir que mi aproximación a lo estético en la política es asimismo una aproximación (no prejuiciosa) hacia la antipolítica. No quiero entrar, por el tiempo que demandaría, a desarrollar este tema, pero sí me parece importante mostrar su pertinencia con la pregunta que se me ha planteado. Lo antipolítico es un impulso igual de básico que el impulso político al cual niega. De algún modo, se le puede caracterizar como un principio de insociabilidad que se hace más fuerte en determinadas circunstancias y niveles de la vida política. Lo normal es que se le quiera excluir de la misma. Esa es la mirada que prejuzga negativamente algo que no comprende y que no puede por lo tanto enfrentar de manera adecuada. Si, en cambio, se asume a la antipolítica como necesaria y se observa cómo ha estado influyendo en la tradición política occidental y en las historias particulares, se pueden prever mejor sus irrupciones y se le puede controlar hasta cierto punto al darle su lugar dentro del propio sistema político. Es como cuando un científico enfrenta al azar: lo más inteligente no es negarlo de manera categórica, sino incorporarlo en cierta medida. Eso es precisamente la antipolítica: la contraparte azarosa, indeterminada, destructiva de la política. Y es importante especialmente porque, más allá de ser el trasfondo absurdo de todo sentido político, se mezcla con lo político e implica, por lo tanto, una cierta política de la antipolítica que, nuevamente, es ingenuo e irresponsable dejar en manos de quienes sólo quieren obtener el provecho propio.

Pero volvamos al fujimorismo que es por el que ustedes me han convocado. Algunos politólogos han querido demostrar un vínculo necesario entre fujimorismo y neoliberalismo. Esta cercanía ciertamente estuvo y sigue estando. Antes la mencionamos como un aspecto a tener en cuenta; sin embargo, es de todos modos algo más circunstancial y secundario. Explicar, pues, la persistencia del fujimorismo a partir de la persistencia del modelo neoliberal sería algo sumamente reduccionista. La identidad del fujimorismo es la de un mesianismo autocrático antes que una identidad económica determinada. Si en el Perú no fuese tan marcada la opción neoliberal, sostenida en su identificación con una libertad individual exacerbada, sino que primara un carácter socialista, el fujimorismo enarbolaría esa bandera con la misma facilidad de adaptación a la que antes refería como el cinismo gatopardista. De hecho, aunque no tan radicalmente, en las últimas elecciones presidenciales, cuando aumentó la demanda por la inclusión popular en el crecimiento económico, la candidata Fujimori adoptó ese mismo discurso: «crecimiento con inclusión», presentando a su adversario como una inclusión que ponía en riesgo al crecimiento y, por lo tanto, a la propia inclusión. Del mismo modo, la idea de que menos Estado es mejor, que es tan afín a ciertos empresarios (los más poderosos en el país), no está en el fujimorismo por una convicción neoliberal, sino porque es menos control reflexivo y más libertad para el decisionismo soberano. La persistencia del fujimorismo, en consecuencia, tiene que ver más que nada con el manejo estético que tienen de la política y el aprovechamiento que hacen de los impulsos antipolíticos en ella (sin reducirlo todo tampoco al personalismo de su líder).

¿Cómo utiliza a lo estético el fujimorismo? Coloca a la opinión y al gusto como fundamentos democráticos de su «política no tradicional». Sobre la opinión ya hablamos. Con «gusto» no me refiero aquí a una contemplación pasiva, que es lo que suele pensarse respecto del arte. En tanto juicio, el gusto tiene también cierto carácter activo; pero además se habla en este caso de electores que, al menos para elegir a sus autoridades, llevan a la acción (aunque fuese más como una reacción) no sólo razones, sino también preferencias que pueden ser menos racionales, más emotivas (y es necesario observar nuevamente que la emotividad, en contra de lo que cree cierto psicologismo irracionalista, implica actividad judicativa). En este contexto, pues, el gusto es entendido como una determinación de la voluntad a un nivel protoconsciente, que es el de la inmediatez estética en general, en el que no se suele hablar de voluntad porque no hay propiamente reflexión y es como si el sujeto se dejase llevar o actuase por meros reflejos. Pero el irracionalismo o la inconciencia es allí un malentendido: no hay nunca ausencia de conciencia, sino un grado menor en el que todas las facultades superiores se dan de manera más básica pero originaria, y por lo tanto puede hablarse de un primer estrato de la voluntad, una protovolición, así como de una protorreflexión. Ellas son las que el político populista busca motivar, en la medida en que le permiten ejercer su control sin el entorpecimiento de una reflexión o una voluntad más libres. Esto no le quita responsabilidad al sujeto “pasivo” precisamente por lo que se acaba de describir de la actividad de la conciencia estética, claro que sin culparlo tampoco enteramente, como hace cierto periodismo ligero que busca lavarse las manos culpando al elector de los malos políticos que elige, como si con esa sola acción él tuviese control pleno y real de toda la situación política. Un control más real lo tienen los grupos de poder fáctico que tienen tendida toda una red a su favor.

Cuando la democracia es limitada exclusivamente a lo estético, se impide que trascienda a un nivel deliberativo y normativo superior, que es el único en el que la decisión de la mayoría puede adquirir solidez intelectual y moral (10). En este otro nivel, por ejemplo, radican los fundamentos de la supremacía del constitucionalismo (a la cual precisamente se opone el reaccionario que, en nombre de un mal llamado “realismo político”, aboga en el fondo por la libertad absoluta del soberano). El populismo confina a la democracia a un nivel de inmediatez que aparenta por lo mismo ser más real o urgente, y encubre sus presupuestos de dominación para hacer que la mayoría, supuestamente libre y empoderada, dependa exclusivamente de satisfacer sus necesidades más inmediatas, ya sean las que tienen que ver con la preservación de la vida y de su cuerpo (cuestiones biopolíticas), o en un sentido más amplio las que tienen que ver con la particularidad sensible, el libre juego de la imaginación, lo indeterminable en la conciencia, etc. Ese es el dominio de la aisthesis (sensibilidad) política, del cual tanto la reacción como el capitalismo históricamente han sabido hacerse. Como se ha dicho, es un nivel de la política que no puede ser rechazado ni subestimado, como hace cierto racionalismo exacerbado (11), pero eso es distinto a pretender que sea la única instancia o la decisiva en todo nivel y orden de cosas. En ese sentido, todo populismo –el de los políticos mismos y el de los medios– es propiamente contrario a la democracia, aunque en apariencia se muestre y pretenda legitimarse como su más estricto y respetuoso súbdito. En realidad, se confunde así la esencia de la democracia real –la que con toda justicia puede llamarse real porque supone una mejora ostensible de la calidad de vida del “demos”– con la esencia del fantasma, de lo que es mera apariencia de democracia, una simplificación de su esencia que se quiere hacer pasar por su esencia toda. La sacralización de la democracia aparente se expresa asimismo con una, acaso más frecuente, satanización de la democracia real. Intelectualmente, se le acusa de abstracta; moralmente, de “radical” (es decir, de extremista).

Ahora bien, la apariencia no puede constituirse como tal si no hay también cierta conciencia de su irrealidad. Esto significa que el político populista tiene necesariamente una mala conciencia (intelectual). Por eso, ante el temor de que aquellos a quienes somete capten lo mismo, además porque hay posiciones contrarias, requiere de una justificación ideológica. Tradicionalmente, los órdenes «naturales» se justificaban con una apelación teológica. Ésta se prestaba también a la suficiencia estética: bastaba un efecto sobre algún fenómeno natural para validar el poder, para divinizarlo. Incluso ahora no es extraño oír de los políticos que “la voz del pueblo es la voz de Dios” y el argumento de Fujimori, como se recordará del principio de mi intervención, es de este mismo tipo. sin embargo, a menor inmediatez y mayor mediación reflexiva, lo teológico, que no depende necesariamente de la mención de Dios (12), se seculariza; es decir, se hace abstracto, como un carácter de verdad última, única e inobjetable, con cualquier tipo de doctrina como contenido. La simulación, en consecuencia, pasa a tener una dinámica ideológica plena, involucrando sensibilidad y razón, o, en nuestros términos, protoconciencia y conciencia. Por eso, aunque el fujimorismo aproveche el descuidado ámbito estético de la política, también se ve obligado a dar razones. Este terreno, sin embargo, no es su fuerte, al menos no por ahora.

keiko y fuji plan

Dejo aquí mi intervención, no sin antes insistir en la importancia que tiene, al menos dentro de mi concepción de la política, que la democracia no se limite, por una supuesta pulcritud moral que es un mero prejuicio, a apelar únicamente a la reflexión. Ese es un error grave porque le cede el ámbito estético de la política al inescrupuloso y al autócrata, en lugar de integrar una concepción más amplia de la misma. No en vano dice el refrán que no sólo importa ser, sino también parecer. La apariencia, en política, no tiene por qué ser moralmente censurada por sí misma, como nos ha acostumbrado a pensar un moralismo ingenuo. Esto quiere decir que es inevitable entrar en pugna ideológica. Lo sano es mantener la capacidad crítica y autocrítica de la democracia en medio de esas pugnas que hacen a final de cuentas la vida política.

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Notas:

(1) En los Estados unitarios, como el peruano, el Senado está concebido con la idea de que tenga una representatividad nacional, ya que su naturaleza se debe más que nada a la necesidad de que el Parlamento tenga un mayor autocontrol mediante la división de las cámaras. De allí que Carl Schmitt sostuviese que esa división era una suerte de sabotaje al poder legislativo (cf. Schmitt, C., Teoría de la Constitución). Distinta es la fisonomía que adquiere el Senado en los Estados federales, donde sí debe tener representatividad local porque su función principal es limitar el poder de la federación, así como el de todo estado local por encima de otro, lo cual se hace precisamente mediante el equilibrio de la representatividad local.

(2) El Senado tuvo, particularmente en los Estados unitarios, un cierto carácter aristocrático como contrapeso de la Cámara baja que era la popular. A pesar de que en un régimen democrático la representatividad por sectores sociales ya no hiciera sentido, se entendió que ese carácter no tenía por qué ser rechazado. Desde luego que no se le mantuvo al modo inglés de una Cámara de Lores, ni, peor aún, al del Senado que en 1848 dispuso Carlos Alberto en Italia, que incluía a todos los aliados del rey y a los ricos. Se trataba más bien de conservar a los políticos más expertos, a los más capaces y de mayor honra para que ejercieran un control de calidad y de decencia dentro del mismo Parlamento, sin anular su desempeño ni subordinándose a poderes externos. El problema es que esos cuadros, naturalmente, no pueden sino proceder de la misma elección popular, y entonces todo depende de las opciones que presenten los partidos políticos admitidos por el sistema electoral.

(3) Con esto no quiero decir que todos los populismos sean del mismo tipo o nivel. Quizás sea ilustrativo hacer un paralelo entre el populismo fujimorista y el kirchnerista al que se han referido aquí antes. Ambos pretenden –como todo partido, en realidad, sólo que con mayor fanatismo– cerrar paso a la autocrítica, para lo cual se sirven a su vez de un objeto de crítica, un enemigo que les permita consolidar la propia identidad de modo defensivo, cuando no agresivo. Asimismo, ambos tienen como elemento esencial el clientelismo, con el que mantienen en última instancia los vínculos materiales. Sin embargo, las formas y grados en que aplican dicha crítica son distintas. La identidad contradistintiva del fujimorismo, como se ha dicho, se dirige contra los «políticos tradicionales», pero esa es una forma de caracterizar a todo aquél que se les oponga, sin que haya necesidad de un mayor discernimiento. Por lo demás, al fujimorismo no le interesa que sus partidarios se ilustren, aunque sea dogmáticamente; por el contrario, es un partido decididamente embrutecedor, por ejemplo con el uso político de la llamada «prensa chicha», con los psicosociales o el mero recurso emotivista (los dos últimos vistos con claridad en la campaña electoral del 2011 y en torno al pedido de indulto del ex-presidente Alberto Fujimori, condenado por corrupción y autoría mediata en delitos de lesa humanidad). El kirchnerismo, en cambio, con todo lo dogmatizante que pueda ser y por más que tenga prácticas similares, instala una crítica más elaborada en sus partidarios. El mismo hecho de que su identidad no sea sólo personalista, ya sea individual o colectivamente, sino además deliberadamente ideológica, así lo demanda. Está también más dirigido a la participación, mientras que el fujimorista está más anclado en la representación. Se puede decir que es sólo una cuestión de grados, ciertamente, pero no es poca cosa si se piensa en cuál puede empobrecer más la política, que es a lo que me dirijo.

(4) Esta noción de «libertad soberana» ha sido trabajada por Orlando Patterson en: La libertad. La libertad en la construcción de la cultura occidental, Santiago de Chile: Andrés Bello, 1993.

(5) Véase, por ejemplo, el Tratado de la reforma del entendimiento, Regla I: «Hablar según la capacidad del vulgo y hacer todo lo que no nos impida alcanzar nuestro propósito. Pues podremos obtener de él no pocas ventajas condescendiendo, todo lo posible, a su capacidad; además, de esta manera, prestará oído benévolo, para escuchar la verdad». Algunos, incluso estudiosos de Spinoza, ven aquí un intelectualismo por parte del filósofo. Es, más bien, todo lo contrario: una actitud más cercana al escepticismo y a la sofística.

(6) La democracia, puesta en esos términos, tiene como criterios decisivos al rating y las encuestas. Sobre esto, es necesario hacer una crítica de la estadística, de sus fundamentos ontológico-sociales y epistemológicos, así como de sus técnicas particulares, sin que ello niegue tampoco su necesidad para la vida democrática.

(7) Libro XII, 100. 5. Las filosofías de la India son, en general, menos reticentes al fingimiento como medio para el éxito en la vida, la política y la guerra.

(8) Esta antigüedad, sin embargo, debe ser afirmada con cuidado. Es un recurso fácil de algunos investigadores suponer en todo tiempo y cultura las mismas condiciones e intenciones de los gobernantes. Es necesario tomar cada contexto en sus propios términos, para evitar anacronismos y otros errores similares que son lamentablemente muy comunes.

(9) En medio está el tema, ampliamente discutido entre los especialistas, de por qué el filósofo debe retornar a la caverna una vez que ha salido de ella. Como no puedo extenderme sobre esto, sólo lo menciono.

(10) Esto no implica, como en el ideal ilustrado, que este carácter crítico se extienda a todos los ciudadanos. Una élite crítica, con respaldo popular y con influencia pero sin participación en el poder, es necesaria para lo que algunos llaman «democracia radical».

(11) La filosofía ligera (de manual postmoderno) suele colocar dentro de ese racionalismo, entre otros, a Platón, Descartes y Kant. Se les acusa de haberse olvidado de la sensibilidad o haberla menospreciado. Curiosamente, estos filósofos están dentro de los que más luces han echado sobre el ámbito de la aisthesis; y el racionalismo moderno –precisamente de Descartes a Kant, pasando por Leibniz y Baumgarten– consolidó decisivamente la autonomía estética. El peso dado a la razón, así como los eventuales juicios sobre la sensibilidad, deben entenderse en un plano más amplio, en el que los procesos de la razón misma son más complejos. Se les critica un racionalismo que no tienen, que sólo está en la mente de esos críticos. Aquí no me refiero, pues, a ellos. Aunque esto requeriría un mayor desarrollo, quizás pueda entenderse que el racionalismo al que me refiero está más bien en la actitud natural que comparten tanto el “pragmático” habitante del mundo contemporáneo, que es el sujeto ideal de la mediocridad política que se suele llamar democracia, así como el crítico del racionalismo filosófico que con frecuencia es el mismo moralista reaccionario.

(12) Salvo en cierto pensamiento reaccionario actual, influido en gran medida por Carl Schmitt, que sigue pretendiendo una «teología política», y en posiciones propiamente religiosas que apelan aún a las leyes de un dios o al orden «natural».

Lo que leemos los peruanos según El Comercio y algunos problemas del periodismo nacional

Sarah Charlesworth, «Modern History, April 21, 1978» (1978).

Leer una nota periodística del diario El Comercio se vuelve cada vez más un empeño inútil por encontrar algo valioso, si no interpretativamente, al menos informativamente. Cuando esto sucede, la razón es fundamentalmente una: los editores de sección y editores generales no están exigiendo un mínimo de rigor a sus periodistas en la elaboración de sus notas y terminan prefiriendo una publicación mediocre, acaso por falta de posibles contenidos. Eso no puede pasar en un diario que se respete y busque honrar su trayectoria, como lo pretende «el decano de la prensa nacional». Desde luego que hay también causas estructurales por las que el periodismo de nuestros días se ha vuelto en términos generales más banal. Y no es, como pensaba Borges y su erudición milenaria, porque éste se limite a hechos coyunturales que no tienen importancia alguna, que es algo que sólo puede afirmar alguien con ceguera para la política y la vida cotidiana. Ésta última es más relevante de lo que la vieja academia pensaba; de hecho, ya es algo viejo el giro académico hacia la cotidianidad en la historia, las ciencias sociales e incluso la filosofía. Si de causas estructurales se trata, puede uno referirse sobre todo a cómo se ha ido moldeando, con ayuda considerable de los propios medios, un hábito atencional en el receptor que lo hace pasar de una información a otra sin detenimiento, saturándose con noticias y opiniones a las que no da jerarquía y con las que no se permite una reflexión que se haga sólida a fuerza de autocrítica. Eso requiere lentitud y el sistema informativo no tiene tiempo. Se nos quiere hacer creer, entonces, que eso lo puede hacer cada uno en su casa, que para eso está la esfera privada. Lo dice sin reparos, por ejemplo, Chema Salcedo en RPP. Cada quién evaluará por su cuenta la noticia, como si evaluar no fuese un proceso que en lo fundamental se da intersubjetivamente, y más aún si se trata de evaluar asuntos públicos como los de la política. En la prensa escrita, esta falta de tiempo se refleja en la escasez de periodismo de investigación (recuérdese que El Comercio ha desactivado recientemente su unidad de investigación), en la repetición de información presentada por otros medios (sin contrastación de fuentes a menos que los intereses del periódico estén implicados) y en la producción de notas mediocres, como la que ha dado pie a este comentario y sobre la que volveremos.

Antes quiero observar que hay, ciertamente, niveles distintos de reflexión. A la que me he referido antes es sólo aquella que se propone reducir sus falencias argumentativas mediante una revisión exhaustiva, previendo todo posible contraargumento (lo que individualmente requiere una habilidad imaginativa importante y, aun así, necesita el diálogo con otros que le aporten perspectivas distintas). Pero esa no es la única reflexión, ni tampoco es la más común. La forma de reflexión más común es la de la opinión, que es más intuitiva, más rápida y más simple. La opinión, especialmente en una sociedad que tiene un individualismo exacerbado como la peruana, tiende a prescindir de los otros en la medida en que reemplaza la finalidad del conocimiento objetivo por la de la complacencia subjetiva (en esto se equipara al gusto), y, por lo mismo, hace que el sujeto se satisfaga fácilmente sin necesidad de poner en cuestión las creencias que asume como verdaderas: «esa es mi opinión y toda opinión se respeta».

«L’Opinió» (1932), fotomontaje anónimo catalán.

La opinión es fundamentalmente la expresión de creencias y éstas tienen como carácter propio la asunción. Si no asumiésemos, por ejemplo, que el mundo es real (algo que la filosofía también está dispuesta a cuestionar), la vida cotidiana nos sería imposible; pero ¿es igual de ineludible asumir que toda sociedad debe «progresar», que ese «progreso» debe ser entendido económicamente y que esos criterios económicos tienen que ser los del capitalismo, que coloca en su núcleo el control privado de la riqueza y la comercialización como única dinámica posible de intercambio? Aunque sea útil, no es necesario recurrir a la reflexión teórica para cuestionar lo que fácilmente asumimos como verdadero. Basta con dejarse interpelar por el otro dentro de la misma esfera práctica –ese es el sentido de la sociedad civil como espacio deliberativo–, pero ello supone de todos modos hacer explícitos los presupuestos de las opiniones y someterlos a crítica. Sin embargo, si en ese espacio los medios de comunicación se limitan a presentar opiniones como si fuesen la verdad de cada quien, sin develar ni cuestionar sus presupuestos (algo que el periodista podría aportar), en el fondo no se tiene más que perspectivas individuales vinculadas superficialmente entre sí y que van desapareciendo con la misma facilidad con que aparecieron, dirigiendo a lo más los ánimos en contra de fantoches que no son los que controlan el sistema. ¿Con cuánta frecuencia, por ejemplo, ciertos periodistas dirigen los ánimos en contra de la clase política y con cuánta frecuencia lo hacen en contra de la clase empresarial? Mónica Delta, que es especialista en hacer glosas morales a las noticias, a menudo moraliza contra los políticos (en general, claro, o con algún político débil como Alejandro Toledo o algún presidente regional, porque con Alan García nunca lo haría). ¿Y no siguen pretendiendo los medios que los empresarios nada tienen que ver con el manejo de la política, aun cuando una historia de los comunicados de la CONFIEP y de sus reuniones en Palacio de Gobierno bastaría para desbaratar eso?

Max Weber, «The Sunday Tribune» (1913).

En medio de la lógica que privatiza y atomiza lo público, que es la que está detrás de esto, la única reflexión permitida es la de la opinión. Darle cabida a la opinión le sirve además al medio para legitimarse. Frente a un ideal culto, con opiniones de «especialistas». Y frente a un ideal democrático, con la opinión de cualquier entusiasta sin vergüenza; lo que es peor desde todo punto de vista pues, además de rebajar la argumentación (¿alguien en su sano juicio podría provechosamente discutir con los que llaman a las radios o los que comentan las noticias en las páginas de Internet?), encima da una apariencia de democracia que no es sino la más descarada aceptación de las reglas de juego del sistema. Esas opiniones no constituyen en modo alguno lo que se pretende con el pomposo nombre de «opinión pública» o con frases del tipo «tu opinión importa». Son expresiones tan inofensivas como dogmáticas, acríticas. La comedia es siempre más honesta y en este caso no es la excepción: «tu opinión me llega» es la frase paródica de un cómico que se aproxima más a la realidad.

John Heartfield, «Wer Bürgerblätter liest wird blind und taub. Weg mit den verdummungsbandagen!» («Quien lee periódicos burgueses queda ciego y sordo. ¡Fuera las vendas embrutecedoras!», 1930). Vorwärts era el diario oficial del Partido Social Demócrata.

Me he alejado del tema inicial y que daba título a esta nota, pero ello sólo para mostrar cómo un asunto que incluso dentro de la coyuntura es menor puede dar pie a considerar cuestiones importantes que, más allá de toda discusión teórica, debieran llevar a buscar alternativas prácticas. Ahora bien, nuestro problema es que, antes que pedirle a los periodistas capacidad crítica con los que detentan el poder, hay que empezar por pedirles que hagan bien su trabajo: así de mal estamos. De nada le sirve al diario El Comercio ostentar antigüedad si hay que demandarle un mínimo de responsabilidad y rigor en su oficio. En la noticia sobre los libros que más leemos los peruanos, decía al inicio, no sólo no hay una interpretación sugerente, sino que tampoco hay información completa, fiable, equilibrada… Nada. Lo que allí llaman el Perú se limita al registro de ventas de las librerías Crisol. La única fuente que consultan para indicar que lo que más leemos los peruanos son «trilogías, cómics y novelas clásicas» es Jaime Carbajal, el gerente general de estas librerías. Quizás pueda verse mejor la situación si identificamos tres niveles de falta de rigor informativo:

Semen Fridliand, «Die käufliche Presse» («La prensa venal» 1929)

Hay cierta información que, a pesar de ser externa a la noticia misma, podría afectar su objetividad. Se trata de los cuestionamientos que ha tenido Crisol por su asombroso crecimiento: en sólo un año, durante el gobierno aprista y luego de haber sido comprada por el ministro Chang (cuyo manejo del dinero de la Universidad de San Martín de Porres es poco claro) de capitales españoles que (con los mismos productos que ahora) tenían las cuentas en rojo, los locales de Crisol aumentaron de 2 (Jockey Plaza y Óvalo Gutiérrez) a 12. Un éxito nunca visto con ninguna otra librería en el país. Si los modestos números de venta que da el gerente en esta noticia son correctos (150 libros por mes y, aunque la nota no lo dice, se entiende que por local) y si ello supone un crecimiento significativo en relación con años anteriores, esto mismo no hace sino añadir más dudas sobre la procedencia de todo el dinero invertido en Crisol. Quizás habría que mencionar que Carbajal era un trabajador (algunos dicen que guardaespaldas) del también ministro aprista Hernán Garrido-Lecca (implicado en el caso de los «Petroaudios» y otros como el del Banco Azteca). Aun cuando no fuese relevante mencionar todo esto en la nota a la que nos estamos refiriendo, ya que se trata de un tema distinto, esta información sí debiera llevar a que el periodista por lo menos dude acerca de la fiabilidad de los números proporcionados por la tan exitosa cadena de librerías.

Hay otra información que sí es directamente relevante para la objetividad de la noticia pero que está ausente en la misma. En primer lugar, como es evidente, la información de ventas de otras librerías. Si la periodista no tenía tiempo o interés en buscar otras fuentes para ofrecer un mínimo contraste, podría haber logrado una fácil objetividad cambiando de título: «¿Qué tipo de libros leen más los clientes de Crisol?», hubiese sido uno preciso. Por otro lado, la nota está también asumiendo que todas las librerías tienen la misma oferta de libros, con lo que Crisol –dado su éxito descomunal– sería una librería representativa. Cualquiera que haya ido a Crisol y que normalmente busque más que «trilogías, cómics y novelas clásicas», se da cuenta que la variedad y amplitud de libros allí no es, ni de lejos, completa. Las librerías que suelen considerarse especializadas, en Lima al menos, son mucho más completas porque también se encuentra en ellas «trilogías, cómics y novelas clásicas», así como libros de autoayuda, sin que eso implique que otros libros, como por ejemplo los de humanidades, sean pocos y básicamente los que les dan en consignación otras librerías, como es el caso de Crisol. Librerías mucho más completas, pues, son El Virrey, Sur y, con un catálogo muy bien seleccionado para lectores diversos, Communitas; ninguna de las cuales está en un centro comercial, que es un requisito de éxito según la nota. Estos puntos son los más saltantes, pero hay otra información ausente como las diferencias entre las distintas ciudades, ya que se habla de los peruanos en general y no sólo de los limeños (mala costumbre limeña).

Por último, tampoco permite objetividad en la información la mala redacción. Más allá de erratas, que también las tiene. El titular, como se ha dicho, no es correcto e incluso no parece ser la información principal de la nota, que habla más del negocio libresco y editorial que de las preferencias de los lectores. En el subtítulo se dice que los peruanos gastan en promedio S/. 50, pero no se señala allí con qué frecuencia; eso se hace después, donde se dice que en cada visita, pero no se pregunta cuántas de estas visitas hace el cliente al mes o al año. Algo similar ocurre con los 150 libros que vende al mes Crisol: ¿en toda la cadena?, ¿en cada local? Y de las tres obras mencionadas como los títulos más vendidos, sólo de la de Vargas Llosa no se dice con cuántos ejemplares. En fin… Creo que es suficiente.

Emory Douglas, «All Power to the People» («Todo el poder para el pueblo», 1969).