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No, tampoco (1): Las «izquierdas» por el NO

Inicio una serie de notas sobre la consulta de revocatoria o, más precisamente, sobre las campañas políticas de uno y otro lado. Como hay gentes a quienes siempre el entusiasmo les perturba la comprensión lectora, hago en esta primera entrada algunas advertencias preliminares:

El tema de la revocatoria en sí mismo no me interesa. No me interesa tampoco hacer campaña a favor o en contra de la misma. Quien quiera encontrar apoyo emocional o concordancia con su opinión, hace mal en leer lo que escribo y los remito a las columnas de Correo y Perú 21 o de La Primera y La República, según sea el caso. Yo ni siquiera diré cuál será mi voto, o incluso si votaré o no, y espero que ningún iluminado crea que puede deducirlo de estos textos. Digo esto porque no faltan, sobre todo en sociedades como la nuestra —y más aún a través de las redes sociales—, quienes, a pesar de su firme dogmatismo y precisamente por él, tienen tan poca seguridad de sí mismos y de sus creencias, que leen columnas de opinión sólo para reconocerse en «otros»; lo que no significa, lamentablemente, dejarse interpelar por el otro en su diferencia, sino pretender que éste comparta la misma opinión que uno ya ha establecido con certeza, como quien encuentra placer al mirar su reflejo en un espejo.

Por ende, mi interés en el tema es otro: advertir la incomprensión respecto a la naturaleza estética de la política, aquella que se aparta de la racionalidad tanto como de los moralismos y que se aproxima al trasfondo preconsciente de la misma, a su base fundamentalmente sensible. Es un interés exclusivamente filosófico. Y si el título se enfoca en una posición es sólo porque en ella este descuido ha sido especialmente significativo. Por «estética», desde luego, no me refiero a lo artístico ni tampoco (no únicamente, al menos) a lo publicitario o retórico en la política, sino también a aquello que, en general, se entiende dentro de los conceptos de biopolítica (acuñado por Foucault, como se sabe) y del de antipolítica que tiene un alcance ontológico (semejante al que Kant describiese como un impulso natural a la insociabilidad). Desde que el idealismo (como platonismo popular) ha arraigado tanto en las teorías políticas modernas, estos conceptos y lo que implican no suelen sino ser tomados negativamente, como un lastre que hay que superar o evitar, incluso bajo la creencia de que para ser «criollo» en la política hay que ser también corrupto. Para mí, en cambio, se trata de algo sencillamente humano y, sólo por ello, ya lo suficientemente digno para que la filosofía le tome tal cual es. Para decirlo con Nietzsche: «Donde los demás ven ideales, yo sólo veo lo que es humano, demasiado humano», ya que, para alcanzar «la libertad de la razón, aunque sólo sea en cierta medida», es necesario mirar «con ojos bien abiertos todo lo que pase realmente en el mundo», y no «atar a nada en particular el corazón con demasiada fuerza» (Humano, demasiado humano).

No está de más decir que no es éste tampoco un ensayo de cinismo. Hay cierta intelligentsia que tiene tan mal gusto y poca perspicacia que creen que si uno critica toda falsa certeza es porque, en el fondo, todo le da igual y se puede permitir ser poco serio con todo y coherente con nada. Son los que se toman alegremente eso que le diera pesadillas a Dostoievski — el «todo está permitido». Para ellos será necesario señalar lo que Camus; a saber, que la denuncia de la hipocresía no puede servir de pretexto para el cinismo. No todo tiene por qué estar permitido, ni siquiera cuando uno se enfoca en lo sensible que está tan lejos de las moralinas. Esto quiere decir que yo sí tomo partido por una posición en este tema, pero creo que hacerlo público sólo ayudaría a la superficialidad que estoy criticando y de la que estoy francamente hastiado, tanto que no he querido por eso participar de campañas que, además de poco lúcidas (una menos que la otra), siento y pienso que son (ambas) poco serias con cuestiones de fondo, fundamentalmente con la democracia misma. En consecuencia, sólo escribo ahora porque no comparto hipocresías que encubren su trasfondo «demasiado humano» con ídolos que ya casi se caen por sí solos. De ello no se puede deducir que todo me dé igual. Hay una decisión que tomar y hay que tomarla seria y responsablemente; no como obispos, tampoco como payasos. No sería filósofo si no creyese que hay que meditarlo bien, pero, por lo mismo, no acepto los prejuicios con que quiere guiarse de uno u otro lado el voto. El lector que honestamente busque razones para inclinarse por una de las opciones, haría mal en guiarse por lo que aquí desarrollo. Mejor hará si piensa bien las cosas por sí solo o, en todo caso, si busca en la prensa a su sofista preferido.

Lima, febrero 2013.

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(1) Las «izquierdas» por el NO

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La izquierda apoyó en su momento la propuesta legislativa en la que se incluía el derecho a revocatoria. Veinte años después, recién a causa de que su uso egoísta es evidente porque ha llegado a Lima (esto se venía denunciando en provincias desde hace muchos años) y sin ningún análisis serio que evalúe la pertinencia de esta figura hoy, la revocatoria se ha convertido, para algunos que dicen ser de izquierda, en una mala palabra. Parece que ahora ella fuese por naturaleza una propuesta antidemocrática y debilitadora de la institucionalidad política (a pesar de que apela al voto democrático y está dentro de esa institucionalidad). ¿Qué es lo que ha ocurrido entonces? Según un politólogo recientemente canonizado, la izquierda ha estado «modernizándose», dejando de ser bruta, achorada y cruenta, para adecentarse yendo hacia un democrático centro «paniagüista» (o toledista). Este buen politólogo sabe decir lo que esa «izquierda» «moderna» y la derecha quieren escuchar (eso tiene de político más que de politólogo). Pero a esa «izquierda» emprendedora (en la que no es casual que entre gente que apoya los abusos de las grandes mineras, como «Nano» Guerra que fue precandidato en Fuerza Social) le han contado un cuento que han creído verídico — un cuento que se llama ideología y según la cual se puede ser tan igualitarista como rico porque se ha entronizado al emprendimiento como el non plus ultra de la ontología social; y según la cual, para ser de izquierda (que es lo «in«), basta con tener «sensibilidad social» (con personas o con gatos, da igual), hacer uno que otro donativo u obra de caridad (por ejemplo colectas en temporada de friaje) y, sobre todo, eso está muy claro (a menos que seas un rojo cavernario con ideas trasnochadas), asumir que la modernidad, la superación de las propias taras y el abandono del violentismo, pasan también por abandonar la crítica del sistema de producción y acumulación económica, la crítica del trabajo alienado, la defensa de los derechos laborales, la actividad reguladora y empresarial del Estado, etc.; es decir, todo aquello que de algún modo puede aún hacer una diferencia objetiva entre derecha e izquierda, especialmente por lo primero. No hay mayor victoria ideológica para la derecha que hacer que los ex-izquierdistas olviden o repriman el que de eso precisamente se trataba ser de izquierda. Por otro lado, creer que se es de izquierda porque algún derechista extremo te dice que estás a su izquierda es claramente una equivocación.

Lo anterior nos lleva entonces a una primera conclusión que acaso sea la más relevante en este tema: gran parte de la denominada «izquierda» ha perdido la brújula y no sabe ya orientarse, posicionarse políticamente. La derecha sigue sabiendo muy bien qué es ser de izquierda y por eso lo censura colocándolo en el mismo paquete de lo que una nueva izquierda peruana sí debería autocriticar y dejar atrás. Incluso ciertas formas de redistribución muy acotada y de programas sociales son mecanismos que la derecha acepta porque no dejan de ser un mero asistencialismo, algo más elaborado quizá, pero asistencialismo al fin y al cabo que se puede empatar bien con la idea del éxito emprendedor y que no supone amenaza alguna a las estructuras socioeconómicas de fondo porque se trata del ripio. La misma ministra Trivelli, que para algún despistado es «izquierdosa», lo afirma así: «Los programas sociales no tienen como meta sacar a la gente de pobre» (7/2/2013). Lo que los saca de pobre es su propio emprendimiento; por supuesto, asumiendo que todos tienen las mismas  oportunidades que no tienen. ¿Es entonces esta «izquierda» realmente de izquierda? A estas alturas, la pregunta es ya meramente retórica. Evidentemente, no lo es.

La autodenominada «izquierda liberal» o «liberalismo de izquierda», o también llamada «centro-izquierda» (apelando a una presunta neutralidad) o, de modo más patético aún, «izquierda democrática» (como si fuera del margen puesto por la derecha no hubiese democracia), es en realidad una «derecha de avanzada», con sensibilidad social pero defensora en última instancia de lo que usualmente se conoce como capitalismo avanzado o tardío. Es en esta derecha, que a lo más llega a ser progresista de un modo bastante confuso, donde en realidad están ubicados los que son calificados también como «izquierda caviar». Incluso este término da cuenta de la diferencia entre derecha e izquierda, pues en nuestro país, en el que la izquierda real es casi inexistente, suele ser usado sólo por la derecha, pero nació siendo utilizado por la izquierda francesa y el uso desde ese lado, aún hoy, es otro y mucho más claro y preciso. Lo que vemos en el Perú, pues, es una pugna ya larga entre una derecha «bruta y achorada», lo que en términos menos panfletarios sería una derecha reaccionaria, plenamente anti-igualitaria y en el fondo autocrática (a veces ni tan en el fondo), y otra derecha liberal, progresista, muy igualitaria en cuestiones morales pero no tanto en cuestiones económicas. Dicho progresismo, además, es confuso porque se basa más en un sentimentalismo de la compasión universal que en un pensamiento crítico. Una pugna entre dos tendencias de la derecha: eso es. Por su parte, la izquierda peruana está también dividida (vaya novedad) entre quienes andan políticamente perdidos, no saben muy bien cómo «adecentarse» y lo hacen con un partido (Fuerza Social) que deja de ser partido en tiempo récord y que, aún así, los bota cuando ya no le sirven, y los pocos que sí hacen una pequeña labor de izquierda a través de los sindicatos, por ejemplo, o de los movimientos campesinos.

No deseo extenderme en esto que sí debe ser analizado con más detalle pero no acá, pues a lo que quería ir es a identificar tres, sólo tres ejemplos que muestran que la alcaldesa de Lima y sus defensores acérrimos de «izquierda» no sólo no son de izquierda por lo antes dicho, sino que, además, no tienen una auténtica preocupación social o, en todo caso, que la ponen entre paréntesis con mucha naturalidad cuando no les conviene.

Ejemplo 1: Los parados de La Parada

La alcaldesa Villarán quiere ordenar la ciudad y continuar con las obras que empezó su antecesor. Loable y necesaria labor. Les dijo a los transportistas que no podían competir con la ruta del Metropolitano por el contrato que había firmado la Municipalidad, los sacó de esa ruta, hizo propaganda de su «reforma del transporte» para obtener respaldo ciudadano, y, al final, los transportistas volvieron a la misma ruta, sin que la Municipalidad haga ya algo y sin que sus seguidores, tan prestos para la publicidad por el NO, hagan tampoco algo al respecto (como una campaña de los mismos ciudadanos en las calles, por ejemplo). Luego fue a botar a los comerciantes de La Parada para que se vayan al nuevo mercado mayorista de Santa Anita. Lo empezó a hacer de un modo «democrático», según sus entusiastas; es decir, no los botó, sólo prohibió a los camiones que ingresaran. El operativo posterior, como es público, fue un fiasco y ella tuvo que asumir su responsabilidad. Ni siquiera el alcalde de La Victoria estaba enterado del operativo que habría en su distrito. Lo que, sin embargo, pasó desapercibido para Villarán en todo momento fue el destino de los comerciantes minoristas, aquellos que estaban impedidos de integrarse al nuevo mercado y que eran los más vulnerables, los de menos recursos, los que su propia teología liberacionista le exhortaba a proteger. Ni siquiera por eso. Tuvo la derecha que, estratégicamente desde luego, ponerse del lado de los minoristas y tuvo que generarse revuelo en la prensa, para que recién la alcaldesa, luego de decir que para ellos habría otros lugares, diera su brazo a torcer y, con el gesto «democrático» que la caracteriza, los aceptara también en el mercado de Santa Anita.

No sé cuántas veces, innumerables ya, le he escuchado a la alcaldesa ponerse en los pies —o eso decía al menos— del ama de casa, la de Carabayllo, la de Comas, la de San Juan… No obstante, en lo de La Parada tampoco pensó en las amas de casa o en las muchas personas que no van a supermercados y que compraban ahí sus productos para sus casas o bodegas porque les salía mucho menos costoso. El pueblo con pocos recursos, no importa. Como diría cualquier facho: el orden es lo esencial. Pero como el dios de los liberacionistas es juguetón y el peruano es fiel al libre mercado, terminó creándose La Paradita, con lo cual la autoridad, una vez más, terminó quedando en ridículo.

"Peso importante", caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

«Peso importante», caricatura de Carlos Lavida publicada en El Otorongo.

Ejemplo 2: Lo que el río se llevó

Villarán no tiene mala voluntad, de eso no hay ninguna duda. Pero a veces tampoco tiene una voluntad firme cuando debe, como con la empresa brasilera contratada por la Municipalidad para el Proyecto Vía Parque Rímac. El problema de fondo en lo que a esta nota interesa es éste: la alcaldesa se dice de izquierda pero, en lugar de defender los intereses públicos de los ciudadanos que votaron por ella, exigiéndole a la empresa explicaciones claras y convincentes en nombre de esos ciudadanos por los claros errores cometidos, prefirió ponerse del lado del capital privado y defender al contratista como si fuese la misma Municipalidad la que hacía la obra, poniéndose a dar explicaciones que luego la quemarían a ella sola. Dijo que era una obra de gran ingeniería y que no se estaba filtrando más agua de la prevista para que pasara por los drenajes. Al día siguiente, se rompió el muro y el río inundó la obra. Lejos de corregirse ahí mismo, la señora Marisa Glave hizo el ridículo con una defensa más cerrada todavía, afirmando que esas inundaciones estaban perfectamente previstas y que no había ningún problema, mientras que en la otra mitad de la pantalla se veía a los trabajadores tratando de recuperar los vehículos y máquinas que habían quedado en medio del río, y mientras se mostraba en las redes que en el plan de la concesionaria no había prevista una inundación. Con ello, Villarán y su equipo no sólo demostraban que no tienen astucia para saber torear las situaciones adversas adecuadamente, sino que, sobre todo, tampoco tienen las cosas claras respecto a su lugar como funcionarios y la importancia que tiene para una autoridad que realmente es de izquierda el mantener la independencia de la institución pública sin convertirla en protectora de los intereses de las grandes empresas, como hace por otro lado el Gobierno central prestándole policías a las grandes mineras. Y es que no es sólo una cuestión de olfato político o de «mala comunicación», como se dice. Es una cuestión de incoherencia entre lo que se dice ser y lo que se es.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Ejemplo 3: El soldado desconocido

Si salen revocados la alcaldesa y todos los regidores actuales, entraría como alcalde provisional el primer accesitario por Fuerza Social, el mismo que, según los seguidores de Fuerza Social, es un desconocido al que no han elegido. Resulta que en Fuerza Social, que ya no es partido por no pasar la valla electoral, dicen estar haciendo una política seria, no como «la tradicional», y sin embargo no sólo no conocen a la gente de su lista a la que, de ser así, sólo habrían metido para llenar cupos, sino que, además, tienen la irresponsabilidad de decir que a él no lo eligieron. Bonita seriedad. Cuando se elige una autoridad se elige también a todo su equipo y a todos los regidores, incluso a los que quedan como accesitarios. Es sumamente irresponsable decir: «yo no conozco a este señor que fue en mi lista». En realidad no es que no conozcan a Fidel Ríos Alarcón, al menos la cúpula de Fuerza Social sí lo conoce, lo que pasa es que les conviene presentarlo como alguien enteramente ajeno, extremista (por ser del Partido Comunista Peruano, aliado de Fuerza Social en la campaña) y, en buena cuenta, apelar al miedo, ese viejo enemigo durante la campaña. Así es la política para Fuerza Social, tan fluctuante según las conveniencias como puede serlo para el APRA, por ejemplo. Si en verdad están comprometidos con la ciudad, como dicen, y si finalmente sale revocada Villarán, sería bueno que ofrezcan su ayuda a la gestión temporal que tendría Ríos, en lugar de anunciar para la ciudad el caos y el terrible comunismo.

Ahora bien, todo ello es entendible dentro de la lógica de una campaña y siendo que en Fuerza Social nunca se han sentido peculiarmente allegados a los grupos socialistas o comunistas (en su interior respaldaron de manera casi unánime la decisión de Villarán de separarse de ellos). Lo que sí resulta francamente penoso es que supuestos líderes jóvenes de «izquierda» apelen a lo mismo. ¿Alguien que pretende ser de izquierda, que pretende un rol protagónico en ella y que dice: «ténganle miedo al comunismo», «yo no conozco a estos del PCP»? ¿Es en serio? Lamentablemente, sí. ¿Se imagina a Camila Vallejo diciendo lo mismo en Chile? Felizmente, no. Por allá sí hay una tradición de izquierdas sólidas y coherentes.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

Caricatura de Andrés Edery publicada en El Otorongo.

A modo de conclusión

Con todo lo escrito —perdón por la extensión—, lo menos que puede permitirse una izquierda sensata en el Perú es abrazar sentimentalmente una causa que le aparta claramente de aquello a lo que está llamada a criticar. Incluso, ya puestos en ello, supongamos que por su debilidad y la necesidad de buscar aliados donde pueda, incluso entre quienes antes los botaron, tampoco es sensato que su apoyo sea un cheque en blanco, sin condiciones, sin una agenda propiamente de izquierda. Hay causas de la izquierda que sobrepasan a Villarán o a quien finalmente ocupe el sillón municipal. Esas causas, con el viejo espíritu crítico de Marx y no con el demagógico de Levitsky, debieran ser el derrotero de toda izquierda moderna en todo curso de acción. De lo contrario, su destino sólo podrá ser la mediocridad y la hipocresía cómplice con el status quo que Mariátegui, al referirse al «socialismo reformista», tanto detestaba.

Identidades y nacionalismos según Anderson

Benedict Anderson es uno de los más destacados teóricos de la actualidad. Su libro Comunidades imaginadas marcó un hito en el desarrollo de los estudios culturales. Este historiador por la Universidad de Cornell y profesor emérito de esa misma casa de estudios, recibió este año el Doctorado Honoris Causa de la Pontificia Universidad Católica del Perú y concedió una breve entrevista al semanario PuntoEdu (Año 7, Nº 220), del cual quiero extraer dos comentarios suyos; uno sobre las identidades y otro sobre los nacionalismos. Respecto a las identidades, se le pregunta y responde lo siguiente:

El sistema global dice que vivimos en un mundo globalizado, pero probablemente se están reduciendo los lugares en los que podemos mostrar nuestras identidades. ¿Cómo lo ve?

La gente tiene una idea equivocada de lo que es la identidad. Se habla de ella como si estuviera adentro tuyo, pero no lo está. La identidad es la respuesta que das cuando alguien te pregunta quién eres. Entonces, miras quién pregunta, por qué lo hace, dónde y cuándo. Es una respuesta estratégica a una pregunta, por eso puedes tener varias identidades.

Y respecto a los nacionalismos, agrega:

En un mundo globalizado, el nacionalismo es visto como algo del pasado. ahora todo el mundo está unificado. el mandato es abrir tus fronteras y dejar que el capitalismo haga su trabajo.

Mi idea sobre el nacionalismo es que se trata del futuro más que del pasado. El nacionalismo tiene que ver con adónde vamos; es tener un futuro común. La idea del nacionalismo es siempre, de alguna manera, emancipadora. Se trata de una idea de identidad, de lo que implica ser el miembro de una nación, y algunas cosas serán negadas y otras permitidas. El capitalismo, por ejemplo, ha estado en el mundo por cerca de 400 años y no hizo nada por el estatus de las mujeres; el nacionalismo sí. ¿Por qué? Porque ellas eran americanas y era intolerable que sean tratadas así. Al final obtienen lo que quieren no porque sean mujeres, sino porque son parte de la nación (lo mismo que los negros y los gays). El nacionalismo es más confiable que los derechos humanos, que pueden ser explotados por extranjeros: “Venimos a defender los derechos humanos en tu país”, e invaden. Pero si cambian los derechos de los miembros de una nación, los cambios son más durables porque no son una intervención externa. Las cosas no pueden ser reversibles, es imposible.

¿Necesitamos un enemigo común para construir comunidad?

No puedes hacer política sin enemigos. La política se basa en el conflicto. No todo nacionalismo necesita enemigos, pero sí cada acto político.

La observación de Anderson sobre la identidad desmitifica su carácter interior ampliamente extendido. Una cosa es la constitución de una conciencia unitaria que llamamos «yo» a partir de la memoria y la regularidad, y otra muy distinta es que tengamos dentro de nosotros esa suerte de esencia originaria que sería nuestra «alma». Lo que llamamos así es, en contra de lo que le conviene sostener a las religiones, sólo una síntesis realizada por nuestra imaginación y que no tiene ninguna verificación real. Pero lo que aquí interesa es que también las ficciones imaginativas tienen efectos reales en las sociedades y en sus políticas. No es extraño encontrar en múltiples discursos identitarios en ámbitos rurales peruanos, por ejemplo, ese platonismo, mientras que, en la práctica, y al mismo tiempo, sucede que las identidades cambian con total ductilidad en razón de las circunstancias. Por eso Anderson, que es historiador pero también antropólogo, sostiene que la identidad es básicamente el modo como se responde ante un otro que te cuestiona. Hay allí un «aire de familia» posible entre la dialéctica social hegeliana (su lado más aristotélico), la dialéctica social de Marx (que decapita los rezagos «místicos» de Hegel), la crítica de la subjetividad cartesiana (y de la moral) emprendida por Nietzsche, y una comprensión pragmática como la de Wittgenstein al modo de los juegos del lenguaje. Aunque la gente necesite creer en su identidad como un alma eterna, el analista y el investigador social ganan mucho al comprender la identidad en ese otro sentido, y cabe preguntarse incluso si el desarrollo de las ciencias sociales no ha sido posible precisamente en la medida en que se ha dado ese giro.

En torno a los nacionalismos, parece igualmente acertada la convicción de que estos son cosa del futuro más que del pasado. No hay en el panorama nada que haga pensar en su desaparición y quizá así sea mejor, porque, como señalaba Kant (Cf. Hacia la paz perpetua), no habría nada más tiránico e imposible de controlar que un Estado mundial, siendo la idea de Estados confederados la más conducente hacia una paz duradera. Es que los críticos de los nacionalismos han mirado con cierta ingenuidad los procesos globales, como si estos se dieran por una mano invisible universal, y han desatendido, como señala Anderson, el rol de los nacionalismos. En ese sentido, es cierto que varios derechos políticos y sociales han sido obtenidos en procesos de autoafirmación nacional, y no, por ejemplo, como resultado de la expansión del capitalismo. Sin embargo, creo que Anderson pasa muy rápidamente al otro lado. Ninguna idea es enteramente emancipadora y los nacionalismos han sido con frecuencia no sólo ajenos sino contrarios a las libertades individuales, además de castigar el disenso y encerrarse en posiciones dogmáticas. No en vano se han desarrollado tribunales internacionales que puedan proteger esas libertades cuando ya no encuentran protección alguna en las jurisdicciones nacionales. Del mismo modo, muchos procesos emancipadores nacionales han sido influidos por procesos internacionales; de modo que hay que afinar aún más los alcances y peligros de los nacionalismos, sin buscar suprimirlos ni tampoco exaltando sus logros de manera unívoca. El mismo ejemplo de los derechos de las mujeres así lo demuestra: ¿en qué medida se les concedió por ser americanas o más bien por una idea de igualdad universal?

Se trata pues, según creo, de una confrontación constante, y a la que deberíamos ya estar acostumbrados, entre lo individual, lo nacional (el ethos), lo estatal (que no es lo mismo porque casi todo Estado es plurinacional y estas naciones o subnaciones están cobrando fuerza), lo supranacional (bloques) y lo global. En la actualidad, no hay país donde todos esos frentes no confluyan en la vida política de la nación. Por lo mismo, la oposición entre derechos humanos (universales) y derechos nacionales no es algo que pueda ser simplificado en la oposición de nacionalismo y globalización. En todo caso, en lo que tiene razón Anderson es en que los procesos internos de una nación deben ser políticamente respetados porque, al ser procesos del ethos, son consensuados y por ende más estables. Eso no invalida las intervenciones que se dan en un marco jurídico internacional. Ahora bien, que las libertades ganadas en el ethos no puedan ser reversibles, es algo que requiere aclaración. Es cierto que una vez que se abre paso una demanda al interior de una nación lo más probable es que ella ya no decline, en tanto demanda de individuos que conforman esa nación, pero las medidas políticas desde luego que pueden ser reversibles. Hay Estados que han pasado de un régimen liberal a uno totalmente autocrático e incluso con apoyo mayoritario de la población. Las coyunturas y las situaciones de fondo han de ser tenidas  allí más en cuenta. Y en esos casos es donde adquiere importancia la influencia internacional, tanto política como jurídica.

Por último, es interesante la observación de que cada acto político necesita enemigos, aunque no toda nación. Como se sabe, el tema de la amistad y de la enemistad fue colocado con fuerza en la teoría política por Carl Schmitt, lo que fue rechazado casi de inmediato por cierta vertiente liberal. El gran problema con Schmitt es que estaba convencido de que las estructuras y las identidades políticas son círculos cerrados, cuando en realidad no lo son, y no sólo desde la modernidad sino desde siempre. En ese sentido, el primer enemigo debe ser encontrado al interior y no al exterior, incluso dentro de un mismo individuo. Por otro lado, como decía Heidegger, una cosa es tener adversarios y otra muy distinta tener meros enemigos. ¿Cuál es la diferencia? Que en la mera enemistad la identidad, que supone siempre una diferencia, se enfoca en la desaparición del otro; mientras que, entre adversarios, la enemistad misma es vista como necesaria, y por tanto el mejor bien que uno puede hacerse está en hacer más fuerte al adversario, no en eliminarlo. Esto lo comprendió tempranamente la tradición liberal al alentar la libre competencia y sólo un reciente pacifismo exacerbado no llega a comprender cómo el conflicto es necesario. En efecto, el conflicto es necesario, pero hay dos modos distintos de entenderlo y eso es algo que conviene recordar para no caer en los torpes antagonismos chauvinistas en los que con frecuencia han caído y caen los nacionalismos. En el Perú, basta escuchar a alguien como Antauro Humala para comprender a lo que me refiero.

Algunas precisiones a algunos defensores de la PUCP

Como Aristóteles, somos amigos de Platón pero somos más amigos de la verdad. Y la verdad es que, aun cuando haya que defender la autonomía universitaria de la Pontificia Universidad Católica del Perú frente a las ilegales pretensiones de la Iglesia católica, hay que hacer también algunas precisiones a unas declaraciones vertidas en los últimos días en su defensa.

Una primera es la del historiador Nelson Manrique, en su artículo «La batalla por la PUCP» (La República 20/9/2011). Hace bien Manrique en contextualizar el caso dentro de una contraofensiva de los grupos más conservadores y reaccionarios del catolicismo europeo y latinoamericano. La reciente visita del Papa Ratzinger a España, por ejemplo, es parte de esa avanzada que se quiere al menos allí donde el conservadurismo religioso y moral impera. Mientras tanto, la jugada no le salió en Reino Unido, donde se ha probado que financió su viaje con fondos de ayuda a los pobres y con impuestos (no sólo de ingleses católicos). Y asimismo en Austria, donde un grupo importante de religiosos y feligreses promueven cambios radicales en las estructuras eclesiales bajo amenaza de cisma. Manrique nos brinda una perspectiva interesante: el mismo conservadurismo católico que antes estaba más alarmado por el auge de las sectas evangélicas, ahora se ha dedicado a luchar contra las tendencias liberales y modernizadoras del propio catolicismo. «Remar mar adentro», que le dicen. Como observaba Nietzsche: «Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera, se vuelven hacia dentro«. Lo que se deja extrañar es un estudio sobre cómo esa avanzada conservadora ha tomado centros educativos y programas específicos, como los de confirmación en colegios no dirigidos por ellos.

Ahora bien, lo curioso es que, siendo normalmente Manrique un historiador prolijo, haya pasado sin esa misma rigurosidad un dato innecesario y fácilmente cuestionable: «Poco después del autogolpe del 5/4/92 se creó un obispado castrense». Pero el obispado castrense en el Perú data de 1943. Esto no quiere decir, sin embargo, que el resto del artículo carezca de validez, por cuanto ayuda a colocar el avance del conservadurismo católico en el contexto nacional del régimen dictatorial de Alberto Fujimori, con el que este conservadurismo se avino bien. Tampoco se invalida la peculiar cercanía entre estos sectores y ciertas cúpulas militares (recuérdese el vídeo de Cipriani con los militares). Y sin embargo no es acá necesario pretender nexos causales específicos, como se pretendería con ese dato erróneo. Basta con observar el aire de familia para comprender la afinidad ideológica y moral que, en tanto aliado de los poderosos y codicioso de los bienes ajenos, lo deslegitima como pastor de su iglesia.

Caricatura publicada en El Otorongo (05-09-2011).

La segunda declaración corresponde al artículo «PUCP: El problema de fondo» del sociólogo Sinesio López (La República 17/9/2011). En él, López señala acertadamente que la controversia entre la PUCP y el cardenal Cipriani no es, en el fondo, un asunto religioso, ni legal, ni académico, sino un asunto ideológico. Y aquí empiezan los problemas con el artículo, porque su autor no se refiere a lo ideológico propiamente, sino a lo político: «A mi juicio, el problema de fondo es político»; y da como explicación de ese problema un asunto de carácter más bien económico (la herencia de Riva-Agüero), para recién después añadir como propósito ulterior el control ideológico de la Universidad. Ahora bien, los dos últimos son, en buena cuenta, asuntos jurídicos y académicos, pero, aunque les falte claridad a las distinciones de López, se entiende que por tratarse de aspectos más formales sean puestos de lado y así poder llegar al meollo del asunto. El problema con el «problema político» del que escribe López es que la intención y las acciones políticas son posteriores en el orden de las experiencias humanas. Hay toda una serie de creencias (conscientes o no) que están antes de toda consideración política o económica. Claro, si se sigue a Hegel y a Marx, se puede pensar que la economía política está en la base de todo, pero eso es finalmente tan insostenible como creer que en el origen está dios (cuando ya sabemos que está el mono). Más preciso, por lo tanto, es afirmar que el problema de fondo es ideológico, y no sería mala idea también explicar cuál es (o cuáles son) la(s) ideología(s) contrapuesta(s) a la de Cipriani.

Lo que le interesa a Sinesio López, en este y otros artículos, es mostrar al cardenal como el político que efectivamente es. Sin embargo, su método es pésimo, no sólo en cuanto a acusaciones que no cuentan con un debido sustento («Cipriani hizo un acuerdo bajo la mesa con el ex presidente García y con algunos dirigentes apristas con la finalidad precisa de presionar al Tribunal Constitucional»), sino, además, porque confunde respecto a la cuestión jurídica a la que se refiere («lo esgrime para sostener que los tribunales le han dado la razón. Es cierto: se la han dado sin tenerla, por presión de García y compañía»). Sobre lo primero no aporta prueba alguna de ese presunto acuerdo. Es cierto que el TC, dominado por el aprismo, se excedió en sus funciones y que la única explicación es que quisieron beneficiar claramente al cardenal, pero de allí a afirmar que hubo un acuerdo, es algo tan infundado como innecesario. Lo ideológico, nuevamente, es precedente a lo político, y no es necesario pretender falsas certezas en contra de una sentencia que es suficientemente censurable por su subjetivismo – por ir contra el ordenamiento jurídico. Y, por el otro lado, afirmar que le han dado la razón a Cipriani sin tenerla, es, por lo menos, una afirmación confusa. La sentencia del TC está debidamente fundamentada y debe tenerse como instancia nacional máxima en lo que atañe al pedido de amparo presentado en primer lugar por la PUCP. La sentencia estipula que no hay peligro real sobre la administración de los bienes de la Universidad y por lo tanto la acción de amparo es improcedente. Hasta ese punto la sentencia es legítima y debe ser acatada. El problema está en que esa sentencia también se pronuncia sobre el contenido mismo del litigio; algo que no había sido puesto a su consideración porque le compete exclusivamente al Poder Judicial resolver, y, en ese sentido, dos sentencias de este último señalan que es improcedente tomar este exceso del TC como una sentencia adelantada, que era lo que ilegalmente solicitaban los abogados del Arzobispado liderados por Amprimo.

Lo que no puede hacer López, siendo un hombre cuya formación le exige rigurosidad, es «magalizar» la opinión, por más opinión (doxa) que sea, al punto de basarse en un «runrún» (sic), y no cuidar que sus expresiones sean precisas y aclaradoras. Ser incendiario a la vez que confuso es algo que la defensa de la PUCP no necesita ante la opinión pública. Lo que sí es un acierto en su artículo es observar que no toda la tradición tomista tiene los problemas para conciliar fe y razón crítica que parecen tener los ultramontanos acólitos del cardenal y el cardenal mismo, que ha dado la directiva a sus parroquias de «desagraviarlo» públicamente a través de las homilías dominicales. Porque así como controla a su rebaño, así quiere controlar a la Universidad. Porque le parece horrorizante que una alumna cargue una pancarta que diga «soy satánica y soy de la Católica» (aun cuando la Ex Corde Ecclesiae permite expresamente distintas confesiones o la carencia de ella en todos los niveles, incluso directivos, de una universidad católica). Porque considera «penoso» que los alumnos tengan libertad para expresar públicamente sus opiniones, como ha sostenido en su programa radial. Porque si alguien le llama «rata con sotana», es su deber cristiano mirar la paja del ojo ajeno en lugar de la viga que tiene en el propio. Sí, es un acierto referirse a Tomás de Aquino, que pudo escribir contra gentiles y contra averroístas porque precisamente se lo permitía un contexto de libre discusión académica; libre de las injerencias de la Iglesia de entonces que miraba con malos ojos varios de sus argumentos (y que los condenó, para luego de un tiempo recién rehabilitarlos). No obstante, aquí comete López otro error innecesario: «Me pregunto si ha llegado ya la hora de decirle a Cipriani lo que el brillante monje Marsilio de Padua le dijo al Papa en 1324 en su famosa obra Defensor Pacis«. Pues bien, Marsilio de Padua no era ningún monje. Sí lo era su amigo Guillermo de Ockham, monje franciscano que escribió varias obras contra la tiranía papal y promovía el laicismo como un postura fielmente (ortodoxamente) cristiana. Cosa distinta es que el emperador Luis IV de Baviera, que lo tenía como asesor y protegido, nombrara a Marsilio vicario espiritual de Roma tras invadir la ciudad por la negativa del papado de aceptar la separación entre poder espirirtual (moral) y poder terrenal (político). Pero Marsilio no era un monje. Al contrario, más bien porque era un laico profesor de la facultad de Artes de la Universidad de París (la Sorbona), es que su postura conciliarista y no papista respecto al interior de la Iglesia tenía fundamentos filosóficos (aristotélicos) y no teológicos o bíblicos, como sí era el caso de Ockham.

Y unas últimas declaraciones por comentar son las del filósofo Miguel Giusti, en su artículo «PUCP: la tragedia y la farsa» (La República 04/9/2011) y en una entrevista en Canal N. En la primera, más allá de su mala estructura y de su cuestionable uso de los conceptos de tragedia y de farsa, sostiene Giusti que en «el Perú padecemos un curioso, patético y doloroso retraso de la conciencia histórica». Curiosamente, es de falta de conciencia histórica de lo que le acusa el jesuita Rafael Fernández: «sorprende una visión de la Iglesia tan pobre. Ella aparece como clerical, irracional, patológica, y finalmente, ajena a la historia». «PUCP: caricaturas y falacias» (La República 14/9/2011). El reclamo de Fernández es correcto. Por un lado, los filósofos no debemos simplificar la mirada, sino que, como en las tragedias griegas e incluso en las comedias, debemos hacer visibles las complejidades que se suele pasar por alto. Por el otro, resulta por lo menos curioso que un filósofo hegeliano no perciba el actual momento de la controversia entre la PUCP y el Arzobispado como parte de una dialéctica más amplia, dentro de un proceso histórico en el que la reacción de Cipriani sólo puede ser vista como enteramente esperable y coherente con ciertas lógicas de un pensamiento católico reaccionario que no es únicamente peruano. El Perú no es una isla de retraso, como sugiere Giusti, sino un bastión (entre otros) de la avanzada católica reaccionaria que alcanza al mismo Benedicto XVI en sus críticas a los excesos democratizadores del Concilio Vaticano II. Esa ceguera histórica le hace ver como concluido (fuera del Perú) lo que es un conflicto bastante vivo, y como repliegue lo que, más allá de hasta donde él llega a ver, es una campaña publicitaria de enormes dimensiones (ahora más que nunca los viajes papales tienen una intención restauradora). El también filósofo Luis Bacigalupo, por su parte, ha presentado muy bien el problema de la PUCP en el contexto de la oleada restauradora dentro de la Iglesia católica (véase aquí). Ahora bien, en el fondo, la declaración de Giusti es oportuna y acertada en cuanto a que el cardenal Cipriani ha empujado la situación de la PUCP directo al borde de una ruptura con la Iglesia (y en ese sentido, al haber agudizado las contradicciones, el cardenal es un buen marxista ortodoxo). Sin embargo, sería ingenuo pensar que el problema se debe exclusivamente a Cipriani o a las facciones conservadoras de la Iglesia católica peruana allegadas a él. Al contrario, el problema entre la PUCP y el Arzobispado de Lima es apenas un episodio de una serie de pugnas que seguiremos viendo al interior de la Iglesia, entre una facción renovadora y otra restauradora, y acaso también entre el Estado monárquico del Vaticano y otros Estados constitucionales de derecho, democráticos y no-confesionales, que, por mandato cristiano incluso, no pueden dejarse pisar el poncho.